sábado, 28 de febrero de 2009

No habrá paz.

Cuando en los concursos internacionales de belleza (Mis Mundo, Mis Universo, etc.) las "mises", absolutamente todas, formulan sus deseos concensuados de siempre: "Que haya paz en el mundo"; patrocinadores, organizadores del evento, presentadores, fabricantes de artículos de belleza, bolsos y carteras, ropa de alta costura, zapatos; dueños de cadenas de hoteles cinco estrellas, de compañias de cruceros y aerolíneas más un sin fin de personas involucradas en dicho acontecimiento, además de ganar fortunas, sienten que han tocado el cielo con las manos: le han dado al mundo un mensaje positivo y esperanzador.

A todos, lamento desilucionarlos. Nunca habrá paz en el mundo.

Desde el principio de los tiempos, desde que el hombre comenzó a caminar en dos patas, ha hecho la guerra. Desde los Kuravas y los Pandavas, en su lucha interior; desde que empezó a dudar y a desconfiar de si mismo y de todo, los humanos, no hemos parado de pelear. 
A través de los siglos, antes y después de Cristo, siempre hubo un motivo para desenfundar las armas. Aprendimos a querer lo que es del otro: la tierra, las riquezas y las mujeres como en Troya. Siempre hubo y habrá dictadores, o gobernantes de alguna potencia que apriete un botón que de la orden de atacar. Y no importa si después que ocacionó un desastre en otra nación admite que se equivocó, seguro que en su objetivo personal estuvo acertado. Lo hecho, hecho está. Siempre habrá fabricantes de armas, traficantes de esas armas y traficantes de otras cosas para las que se necesitan armas. 
Todos ellos también ganan fortunas, y como hombres que le inculcan a sus hijos la moral y las buenas costumbres, no sienten jamás que hayan tocado algo malo con sus manos, pero si lo hacen: el infierno. 

Sentimos los que vivimos en paz, que sí hay paz, pero en algún lugar del mundo no la hay. Si no es una guerra entre estados, será una interna, pero siempre algo que mate la esperanza ocurre en el mundo. Y no porque yo lo diga o parezca negativo, sino porque siempre es y ha sido así ¿o alguien me puede decir lo contrario?
La guerra del fuego, las guerras por la conquista de los continentes descubiertos, las guerras por la independencia, las guerras religiosas, la de los 100 años, las guerras para demostrar la superioridad de una raza, las guerras que han hecho dementes con el afán de conquistar el mundo, las de las internas del poder político, las de los militares que ambicionan esos poderes. Las guerras eternas entre estados vecinos.
Hoy, es la guerra por el petróleo, mañana será por el agua, las tierras de cultivo y pastoreo; por la riqueza de los mares y así hasta la conquista del espacio (la saga de "La Guerra de las Galaxias" es premonitoria). De allí en más no sé, mi imaginación no llega tan lejos.

A pesar de todo, pido que las "mises", divinas criaturas de Dios, sigan con su pedido de paz al mundo entero aunque a mi me parezca una utopía. Que todos nosotros lo sigamos haciendo en la Navidad; que todas las religiones lo pidan como sea y donde sea: en las iglesias y templos. Con abrazos a nuestros amigos, besos a nuestros hijos o haciendo el amor y quizá entonces, algún día ocurra un milagro.



martes, 24 de febrero de 2009

En el siglo que viene.

Habrá una vez un acontecimiento que, sin temor a equivocarme, paso a relatar tratando de ser lo más preciso posible con los hechos que ocurrirán y que comenzarán así:
-Per... permiso, Señor, es la... la hora de... de su... su café. -Dirá timidamente un mucamo aterrorizado, sosteniendo como pueda la bandeja con la taza de café humeante.
-¿Y usted quién es? -Le preguntará amenazante el Supremo de los Supremos del mundo, en ese caótico siglo XXII, que transcurrirá quién sabe en que año y en que lugar, pero que será en el siglo que viene, sé que será.
-Yo soy su nu... nuevo se... servidor, Señor, al anterior lo... lo... lo ma... mataron ayer. -Le contestará el temeroso hombre, acompañado por el "clanqui, clanqui" de la taza y la cucharita temblando sobre la bandeja de plata.
-¡Ah! es verdad, lo tuve que condenar a muerte. Es que me enteré que estuvo comentando por ahí que soy un tirano, ¿se da cuenta de semejante calumnia? ¡YO, UN TIRANO! -Le gritará al pobre hombre que, de tanto temblar, seguramente se le volcará la mitad del café. Y continuará más calmado: -¿Me lo ha traído amargo, no?
El mucamo se pondrá blanco como un papel y a punto de llorar al recordar que le echó, unos segundos antes, dos cucharadas de azúcar. Entonces, el Supremo, benévolo y apiadándose, cosa que será rara en él, le dirá intentando sobreponerse a la situación: 
–Mire, esta vez lo perdono porque usted es nuevo aquí, pero yo el café lo tomo amargo ¡TODO LO TOMO AMARGO! ¿ME ENTENDIÓ? Absolutamente... todo. Ahora vaya y prepáreme otro café... bien negro ¡RAPIDO!
Mientras esto suceda, en el mundo entero se vivírá el horror impuesto por el Supremo de los Supremos, que habrá establecido un régimen de vida con el único objetivo de no permitir a los hombres y mujeres ser libres de pensamiento... ni de nada. De esa manera controlará a los pobres seres de este maltratado planeta (mucho más en el siglo XXII al que me refiero). Millones de soldados torturarán y matarán a los que no obedezcan las condiciones de vida que se les impondrán o, se rebelen a una vida que por supuesto no elegirán ni desearán.

-Permiso mi Señor. –Se encuadrará luego, un uniformado cubierto de condecoraciones sobre el pecho de su chaqueta. Como ha sido siempre.
-Adelante General, que noticias tiene para mi.
El General, fiel servidor del Régimen, le explicará a su Jefe Máximo sobre como se estarán llevando a cabo los planes trazados por el Comité de Exterminio, ente que será creado por el  Supremo de los Supremos, apenas se hiciera cargo del control del mundo entero sin que nadie se lo pidiera. 
-Mi Señor, ya hemos aislado a cientos de mujeres, casi niñas diría, para que sean entretenimientos de nuestros soldados y, las que queden embarazadas, serán retiradas hasta dar a luz.
-Ah, si, me parece muy bien, y una vez que esas mujeres den a luz volverán a entretener a los soldados por supuesto. -Se regosijará el Supremo  saboreando un helado preparado sin azúcar.
-Asi es Señor, los que nazcan varones serán inmediatamente separados de sus madres y enviados a los cuarteles para criarlos y prepararlos para la guerra. Ya desde chiquitos aprenderán el arte de la guerra. -Esto último lo expresará restregándose las manos y entornado los ojos, acompañándose a la vez con una cínica sonrisa.
-¿Y las que sean niñas? –Se interesará el Supremo de los Supremos; aunque ya lo sepa perfectamente porque será él quien ideará ese plan, pero, siempre le encantará que sus generales se lo recuerden. Lo disfrutará realmente.
-Se les permitirá estar con su madre hasta los 12 o 13 años, que es la edad en la que pueden empezar a procrear, je... je, le aclaro que esto ya lo estamos haciendo y con mucho éxito, mi Señor.
-Bravo, bravísimo General; ¡eh! ¡ejem! recuerde elegir la mejor... para mi. Además, quiero que recorran cada lugar de la tierra buscando a los niños que todavía estén con sus familias para que pasen a formar parte de mi fantástico plan. -Sentenciará el Máximo Supremo, tomando una cucharada de Aceite de Ricino, porque algo que comerá, sin azúcar, le caerá mal.
A raiz de estos acontecimientos, los hombres y mujeres con sus niños nunca se quedarán en un mismo lugar, se trasladarán siempre de un lado a otro de la Tierra buscando escondites para no ser atrapados por los soldados del Régimen de Exterminio. Todavía tendrán la esperanza de un mundo mejor, o por lo menos, como los ancianos les contarán de como fue el pasado: un poco mejor.  

-¿Está seguro de que es la mejor? -Se dirigirá inquieto el Supremo de los Supremos a su General, saboreando un té como a él le gusta: amargo.
-Es increíble, hermosísima, es...
-Bueno que le pasa General, ¿se está volviendo sensible?
-Perdón mi Señor, digamos que... está fuerte.
-Está bien, mándemela esta noche a mi habitación. -Le ordenará el Supremo, mientras firma una orden para quemar plantaciones de caña de azúcar en todo el planeta.    
La joven, casi una niña y bellísima por cierto; esbelta y arrogante a pesar de su corta edad, resultará elegida después de una minusiosa búsqueda para la ocasión. Luego se procederá a bañarla, perfumarla y vestirla con una túnica de seda transparente que insinuará su desnudez blanca todavía pura de manos masculinas. Cuando el hombre la vea entrar a sus aposentos, se quedará por un momento paralizado ante esa figura que le recordará a una escultura de muchos siglos atrás, que representaba a una Diosa de la Mitología Griega que él vio cuando era niño en un museo, y luego, ya mayor, hizo destruir porque allí todo era muy viejo.  
La bella joven pasará a ser propiedad del Supremo de los Supremos que, receloso, no permitirá que alguien se le acerque; la querrá en su habitación todos los días y sus noches. Ella sobrevivirá esperando que en algún momento se canse de poseerla y la deje ir, aunque sabrá la niña, que de esa manera su destino marcado será el de ir a formar parte del entretenimiento de los soldados. Pero el Supremo de los Supremos no se cansará. Lo que va a pasar, estoy seguro, es lo previsible en estos casos: la joven quedará embarazada.

La enorme taza de café amargo que le dejará como siempre el temeroso mucamo, calentará las manos del Máximo Supremo, en el momento en que se haga presente su General trayéndole nuevas noticias.
-Señor, hemos localizado todos los escondites de los rebeldes y en poco tiempo más los venceremos y esclavizaremos.
-¡Grandioso!, esa si que es buena noticia, ¿no quiere probar un chocolate amargo? Mire que está riquísimo.
Pasarán entonces, meses de luchas, sangre y muerte y, finalmente, la gente con esperanzas de un mundo mejor será vencida y dominada por los soldados del Régimen de Exterminio. En el Palacio del Supremo de los Supremos esto será motivo de todo tipo de fiestas y orgías, en donde abundarán las bebidas alcohólicas, los banquetes más exóticos y, a los postres: a los postres sin azúcar.
No muy lejos de esos festejos desmedidos, la bella joven, propiedad exclusiva del Supremo, rodeada de médicos y enfermeras en una sala de parto luchará por dar a luz soportando los dolores de su vientre lleno de vida. Será un hermoso varón sin duda, doy fe; con los ojos iluminados por la paz de su madre que lo contemplará esperanzada por un milagro en el que ella todavía creerá. La pequeña mamá, sabrá que esos momentos serán los últimos que disfrutará de su bebé por ser varón. Él deberá ser separado de ella y preparado para formar parte de los soldados del Régimen.
Entonces lo que pasará será esto: el niño, con sus manitas, tomará un dedo de cada mano de su madre y se quedará asi, muy tranquilo, como si supiese que por el momento está protegido. Una sonrisa de felicidad tan poco común en ese siglo venidero, se dibujará en el bello rostro de la joven y desde sus tiernos ojos comenzarán a deslizarse unas lágrimas mojando sus rozagantes mejillas, hasta que, una de esas lágrimas, caerá en el pechito del niño justo a la altura de su corazón. En ese preciso momento, en el Palacio del Régimen, un rayo de luz del sol entrará por la ventana iluminando la cara del Supremo de los Supremos. Sé que así será. El hombre, sorprendido, clavará su vista en el cielo límpido y azul y, luego, mirará fijo a su General que se quedará esperando una nueva orden. Cuando lo observara así, el General sabrá que le va a ordenar algo importante y eso lo llenará de satisfacción porque este hombre de armas al que me he referido, será un hombre de acción. Después de unos largos e interminables segundos, el Máximo Supremo le ordenará como si nada, y en forma absolutamente normal: 
-Disuelva a todo el Ejército de Extermínio.
-¿CÓMO? –Dirá el General levantando la voz y abriendo los ojos como platos con dos huevos fritos encima.
-Lo que oyó, además que todo el mundo vaya a su casa y que comience una nueva vida en este mundo; libere a los hombres, mujeres y niños y que todos sean felices, incluso usted y los soldados. ¿Me entendió?
El General, perplejo, se quedará mirándolo y balbuceando: -Pero... es que yo... soy feliz así. 
A lo que el Supremo de los Supremos le gritará, como siempre lo hará:
-¡VAYA Y HAGA LO QUE LE DIJE HOMBRE!... y, perdone por levantarle la voz.
Cuando el General se retire para cumplir esta última orden, entrará en escena, el temeroso mucamo con la bandeja de plata y la taza de café con el ya característico: "clanqui, clanqui". 
-Pe... permiso Se... Señor, aquí le... le dejo su café.
-Muchas gracias.  -Le dirá el Supremo de los Supremos con una enorme sonrisa.
El mucamo se sorprenderá como un tonto, y se quedará mirando a su jefe que, contemplará por la ventana del Palacio, el enorme júbilo que seguramente se desatará en las calles por la nueva noticia, mientras prueba el café. De pronto, el Supremo, se dará vuelta sobre sus talones con el rostro desencajado y comenzará a gritar enérgicamente: 
-¡GENERAL, GENERAAAAL...!
El General, ante el llamado del Supremo, aparecerá en el despacho corriendo y agitado; con esperanzas de que su Máximo Jefe hubiese reflexionado y se hubiera arrepentido de semejante decisión en contra del mismísimo Régimen. ¡Que tanto!
-Si Señor... a sus órdenes... Dígame que hago. Señor... Estoy dispuesto a todo.
El Supremo de los Supremos, señalará al mucamo y le ordenará entonces a su General y gritando:
-QUIERO QUE FUSILE ¡YA! A ESTE HOMBRE.
-Pero Señor, piedad por favor, ¿por qué? -Suplicará el pobre hombre llorando y arrodillándose a los pies del Supremo de los Supremos que, se excusará por esta nueva orden impartida, como lo han hecho todos los hombres autoritarios a lo largo de la historia de la humanidad:
-¿Por qué? Pues muy simple, me sirvió el café amargo.

sábado, 21 de febrero de 2009

¡Qué chico es el mundo!

Quién no ha dicho esta frase alguna vez, al encontrarse con una persona conocida en un lugar no habitual: lejos de casa, en otro país o donde menos se lo espera. Frase de por medio o no, hoy, el mundo es más pequeño. Las distancias se han acortado; viajar de un continente a otro no lleva más de medio día de vuelo. Gracias a internet se está del otro lado del mundo al instante; se habla a través de una pantalla en directo y con imagen. O caminando por la calle se comunica uno con la China. Hasta las guerras las vemos en vivo y en directo. Ya no hay secretos porque todo se sabe en un santiamén. El e-mail y el chat nos hace creer que la persona con la que nos comunicamos se encuentra en la habitación de al lado. 
¿Qué harán los filatélicos en el futuro? ¿Se seguirán imprimiendo estampillas? Me temo que nos olvidaremos de escribir a mano y seremos menos románticos. Nunca mejor dicha esta frase hoy en día: "El mundo es un pañuelo." Creo que será peor en unos cuantos años más; más pañuelo, más chico.
Por eso, se me ocurre algo que estoy seguro sucederá en un futuro muy cercano y lo voy a contar. Es una pequeña historia de "amor" y es la siguiente:

Daniel es un empresario exitoso que vive en Buenos Aires con Adriana, su esposa, y sus dos hijos. Es un hombre que trabaja mucho, viaja por negocios constántemente, pero jamás descuida a su familia que para él es muy importante. Ronda los 50 años más o menos, con menos pelo que en sus años mozos y más pancita. Su esposa, es unos cinco años menor; hermosa mujer en su juventud y que se mantiene muy bien gracias a la gimnasia y a los tratamientos de belleza que su buen pasar le permite. Excelente madre, respetada por sus amigas de la mejor sociedad y, con un sentido moral muy alto. Una persona intachable.
Daniel viaja a Japón para concretar un negocio, como podría ser en cualquier otro lugar del planeta, y una vez que ha realizado su tarea, decide cometer un deslíz allí en Tokio y en su última noche antes de volver a Buenos Aires. Una aventurita digamos. Pide, en el hotel cinco estrellas en el que se encuentra, una botella del mejor champagne cosecha mil y pico y, una acompañante de buena presencia para pasar un buen rato. Como hacen muchos empresarios que viajan por el mundo... Bueno, quizá me equivoque, no doy fe porque a mi nunca me pasó y eso me convierte en pobre.
Después de esta presentación, imaginemos a Daniel acostado boca abajo en su cama, semidesnudo, con una bella señorita oriental sentada sobre él, también semidesnuda, dándole a nuestro hombre unos masajes muy sensuales en su espalda que ya me dan envidia. De pronto, junto a la cama, comienza a armarse, en pequeños pedacitos, una figura humana. He aquí que aparece Adriana entera de cuerpo y alma. Daniel se sorprende y entra en pánico: "¡Adriana!, ¿qué hacés acá?, me quiero morir." La mujer, cambia su sonrisa inicial por una mueca que me resulta dificil describir y se desintegra hasta desaparecer.
Daniel, desesperado comienza a caminar por la enorme habitación de una punta a la otra, totalmente fuera de sí. "No, no puedo creer que me pase esto, en cuanto vuelva a Buenos Aires agarro esa máquina desmaterializadora a patadas y la destrozo!" ¡Cómo me dejé convencer por esa publicidad que decía: Si no aparecés y desaparecés en cualquier parte, no existís. ¡Y la compré con lo cara que me salió!" "No hay caso, a mi un comercial me vende cualquier cosa."
Cuando Daniel vuelve a su lucidez, ve a la bellísima joven oriental ya enfundada en un vestido de seda muy ajustado al cuerpo, con su mano estirada hacia él. El hombre no lo puede creer: "¿Te vas? ¿Te tengo que pagar? ¿Cuánto? 100, 200, ¡500 yens! ¿A cuánto cotizó hoy? ¡Me quiero matar! La joven, sin entender una palabra de lo que dijo pero con su platita en la mano, se dirige a la puerta con pasitos cortitos, le hace una reverencia al pobre hombre y se va.
Apesadumbrado, se deja caer en la cama murmurando cosas como estas: "Qué le digo a Adriana ahora, soy el peor marido del mundo, soy un..!" Algo lo interrumpe; otra vez alguien se va a materializar ¡Es Adriana nuevamente la que aparece frente a él! "Adriana, mi amor, yo te voy a explicar, no... pero... ¿Qué hacés vestida así?" La madura pero hermosa mujer tiene puesta una ropa interior roja muy sexy, un par de medias al tono hasta su bellos muslos sostenidas con un portaligas del mismo color, y unos zapatos agujas que la hacen más alta y enigmática. Ni hablar del maquillaje, ¡para ganar cualquier guerra! Está bellísima créanme. Entonces, esbozando una seductora sonrisa le dice a su boquiabierto y destruído marido: "¿Cómo qué hago? Vine a la fiesta, o me ibas a dejar afuera. A propósito, ¿dónde está la japonesita? ¿Se fué?" y poniendo una trompita mimosa, remata: "Qué pena, con lo bien que la íbamos a pasar los tres juntos..." 


martes, 17 de febrero de 2009

La distancia no es el olvido.

Este planeta en el que vivimos llamado Tierra, es cada vez más pequeño. Cuando las distancias eran mayores y difíciles de transitar, cuando las noticias tardaban meses o años en llegar o no llegaban nunca, cuando los hombres envejecían en los caminos y morían lejos de sus orígenes, esta, nuestra casa en el espacio, era enorme.
Pero, el amor siempre tuvo la misma dimensión. La separación de dos personas que se aman, por las guerras, o por ir a la conquista de otros continentes, o al descubrimiento de otras culturas, jamás se hizo sin sacrificar la unión de los amantes.
Los hombres partían sin saber si volverían. Los que lograban regresar lo hacían con más arrugas en su rostro, con el cabello plateado, con tantas cicatrices como historias vividas y, con un dolor en el alma que no podía ser explicado. 
Cuento, por eso, una pequeña historia de amor que seguramente sucedió alguna vez:

Rodrigo e Isabel, eran muy jóvenes cuando él se embarcó allá por el siglo XVI, en algún lugar de la península ibérica, rumbo a las Indias. Se despidió de su amada, casi una niña, con promesas de oro y plata a su vuelta, y partió con su sueño de juventud. 
Rodrigo recorrió las Américas desde Michoacán, Guatemala, El Cuzco, hasta llegar al Río de la Plata. Luchó contra Aztecas, Incas, Araucanos y con todo aquél que se atreviera a enfrentarlo. Vio como españoles como él terminaban sus historias de amor atravezados por una lanza. Lo hirieron mil veces y hasta perdió un ojo. Tuvo a su paso por el continente, decenas de mujeres: indias y mestizas; con ellas llenó de hijos la nueva tierra, hijos que jamás reconoció. Fue rico, fue pobre. Se volvió un anciano. Un día, ya cansado, con las pocas onzas de oro que le quedaban, compró su vuelta a España y regresó. 
Su pueblo era distinto, irreconocible y con otra gente. Pero él, con dificultad al caminar y encorvado por el peso de lo vivido, reconoció el camino a casa.
La vio salir de allí, tan anciana, lenta en su andar ayudándose con un palo como bastón y de luto su ropa. Pasó a su lado, lo miró de soslayo y siguió su camino. La dejó ir sin decirle una palabra. Entró a la casa descubriendo que nada había cambiado; se acercó a el catre de siempre, se acostó en el colchón de paja seca crujiente y soñó con los ojos abiertos: Isabel, corría hacia él con sus mejillas rosadas de juventud, su cabello negro azabache lleno de bucles al viento, su piel blanca de porcelana, y sus brazos abiertos para estrecharlo infinitamente. Rodrigo, cerró los ojos y murió.
Ella, llegó al muelle, se sentó en un desvencijado banco de madera, miró el mar hasta donde daban sus ojos. Las velas al viento del barco que había partido hacía más de sesenta años, aparecieron en el horizonte. Y allí estaba: Rodrigo, fuerte y gallardo como había partido aquella vez, con sus manos llenas de oro que resplandecían al sol, ofreciéndoselo a su amada tal cual lo había prometido. Isabel, entonces, se recostó en el banco de madera, cerró los ojos, y murió.



sábado, 14 de febrero de 2009

Hace siglos.

Mi amigo Gabriel, asegura que el amor lo inventó Shakespeare cuando escribió "Romeo y Julieta". Según él allí empezó todo lo bueno y lo malo de enamorarse. Yo le creo. Entonces ante semejante aseveración, se me ocurrió escribir algo sobre eso. No sé si describirlo como un poema (le pido perdón a mi amiga Thiara, de Veracrúz, México, que es una excelente poetisa). Aunque yo lo llamo "poema tonto", y dice así: 

Hace siglos

Sólo tuviste que esperar unos pocos siglos.
Alguien pensó en vos, allá, en otra época.
E inventó el amor.

Imaginó un balcón, y en él, a la más bella mujer
que podia dibujar su mente.
Entonces, creó la más hermosa historia de todos los tiempos.

Fue hace siglos. 
Cuando un joven levantó su vista y vio a una niña de ensueño.
Allí arriba, en ese balcón para él otras veces inexistente.

Miraron juntos muchas veces la luna,
para que después todos hicieramos lo mismo.
Como parte de esa enseñanza divina.  

Con ellos empezó el amor, y también la tragedia.
Si ellos no hubieran muerto por eso,
¿cómo sabríamos amar?
¿Cómo sabrías vos, volar?

Salir a ese balcón, extender tus bracitos,
y elevarte al cielo iluminada por esa esfera plateada.
Dejar que la mirada de un joven imaginario,
recorra tu suave piel de terciopelo y sueñe con amarte. 
Como el tiempo le enseñó.

Aquél que con letras lo creó todo,
te describió así: dulce, suave y frágil, como sos.
Con tu corazón de azúcar, 
dispuesto a morir de amor.

jueves, 12 de febrero de 2009

¡Un papel tissue, por favor!

Siempre lloro en el cine o cuando miro una película en televisión. Todo me emociona, hasta con las peores me pasa. Soy un caso de atar. Los finales pueden conmigo, entonces, cuando se encienden las luces, alguien seguramente, me puede ver con los ojos llorosos, igualito a Mia Farrow en "La Rosa púrpura del Cairo" e, inmediatamente tengo que hacer todo lo posible para disimular mi momento lacrimoso.

Hay películas, especialmente las románticas, que veo más de una vez cuando las dan por la tele. No me averguenza decir que: "Un lugar llamado Notting Hill" la he visto no sé cuántas veces e igualmente lloro en el final, cuando Julia Roberts está dando la conferencia de prensa y Hugh Grant, haciéndose pasar por periodista, le pregunta: "si se quedaría en Londres, si etc., etc..."
Lo mismo me pasa con el encuentro de Meg Ryan y Tom Hanks, que está con su hijo, en "Sleepless in Seattle", allí arriba en el Empire State. ¡A moco tendido lloro! ¡Y la vi como cinco veces!
Ni hablar de Cary Grant y Deborah Kerr en "Algo para recordar", cuando él descubre que ella no se mueve de su sillón, porque ha quedado paralítica por un accidente que tuvo cuando corría al mismo Empire State, para encontrarse con él. Allí me desplomo.
Me mata el momento en que "ET", se despide del niño sabiendo que no se van a ver nunca más, pero le asegura que estará siempre en su corazón y, Drew Barrymore, que era muy chiquita ¡Llora de verdad!
"Cinema Paradiso" me destruyó emocionalmente. Lloré tanto que me dolía el pecho y temí por mi vida. Créanme.
¡Y Penélope Crúz cuando canta (con su voz o no, no me importa) "Volver" en la de Almodovar! ¡Casi pido una ambulancia! 
Y que les puedo decir de "Rocky" cuando gana el título del mundo y, entre los abrazos y su cara desfigurada, clama angustiosamente por su esposa ¡A los gritos lloré!

Podría hablar de muchas más; decenas de films maravillosos que me han emocionado y que agradezco haberlos visto aunque para muchos resulte cursi. A veces me pasa que voy al cine con la intención de llorar, porque lo necesito, entonces ruego que haya un final feliz que me llene de snif, snif... Juro que cuando salgo del cine, me siento mucho mejor.


martes, 10 de febrero de 2009

Colores intensos.

Marta descorre las cortinas del ventanal de su dormitorio, descubriendo una hermosa mañana de domingo. Sonríe, presagiando un buen día para ella. 
Por un momento, se queda mirando el cielo gris totalmente despejado. La luz blanca del sol, que tiñe de variados grises las hojas de los árboles frondosos, por la pronta llegada del verano, le lastiman apenas sus grandes ojos negros.

En la cocina, su mamá, le agrega leche al humeante café, mientras, su papá, lava el impecable Ford negro con llantas blancas estacionado a la acera de la casa. Marta toma el desayuno mientras le cuenta a su madre lo feliz que se siente por haber conocido la noche anterior a un joven, que es primo de Graciela, su amiga, y que llegó de la capital a pasar el verano en la pequeña ciudad.
Su papá entra a la cocina atraído por el aroma del café; la joven, entonces, no puede evitar ruborizarse por lo que le está contando a su madre. Aunque seguramente su padre no haya escuchado ni una palabra, sus mejillas se ponen de un gris intenso mientras baja la vista escondiendo su tímida sonrisa. La falda negra y la blusa blanca con un estampado de flores de variados grises que Marta lleva puesta preocupan al padre, que ve cómo su pequeña niña ya ha crecido lo suficiente, como para ser presa de los ojos de esos muchachones que andan por ahí.

Como todos los domingos a media mañana, Marta se encuentra con sus amigas en el Snack Bar de siempre, pero esta vez deseosa por saber más del apuesto primo de Graciela.
-Por favor cuéntame que dijo tu primo. ¿Te habló de mí? ¡Vamos, dime! Le imploró a su amiga.
-Bueno..., el muy tonto no es de hablar mucho, pero, ¿te cuento? esta noche vamos a ir al cine y...
-Yo voy con ustedes; y no me digas que no, ¿qué vamos a ver? La interrumpe Marta muy ansiosa.
Graciela, sazonando una ensalada de tomates bien grises y lechuga muy apetitosa, le contesta:
-Vamos Martita, como si te importara la película..., pero, está bien, es una que se llama: "Rebelde sin causa".
-¿En serio? ¡James Dean, Natalie Wood! Se entusiasmó Marta, poniendo sus enormes ojos negros bien chiquitos y soñadores.
Graciela, con picardía, le dice entonces: -Pero mira tú, ahora resulta que ya te olvidaste de mi primo.

Allí está Graciela con su primo, esperando a la puerta del cine. La fachada blanca con su marquesina de luces brillantes, resalta todos los matices de grises del afiche de la película, como así también a los autos negros algunos y otros blancos, estacionados enfrente del cine. Marta llegó seductoramente iluminada por su maquillaje y sus labios grandes y bien negros, que ni siquiera llamó la atención del joven, que en realidad, nunca se había fijado demasiado en la amiga de su prima.
Pero sí, la enigmática belleza de Marta impactó en el joven boletero del cine, que ya la había visto en el colegio, aunque el uniforme gris y negro de los días de clase no la diferenciaba mucho de las otras chicas. Esta noche de domingo, ella está realmente hermosa.
Se sentaron en las butacas negras del cine. Compraron helados de frutilla gris oscuro y limón blanco. Se apagaron las luces. La oscuridad se hizo total y la pantalla de cine, de repente, increíblemente se lleno de colores. Rojos, azules, verdes, amarillos; colores de los más intensos que cualquier persona pudiera imaginar. Luego pasión, besos, muerte, llanto y todo a color.
Terminó la película y el primo de Graciela habló; es más, Marta se dio cuenta de que era la primera vez que escuchaba su voz.
-No me gustó- dijo -prefiero las de vaqueros. Y siguió hablando de los tiros, duelos, vacas y búfalos que le apasionan tanto.
-"Un estúpido"- pensó Marta desilusionada -"Cómo va a decir semejante tontería, si James Dean es lo más lindo que vi en mi vida, y Natalie Wood es divina, y todo en colores ¡Es un tarado!".
Mientras salían del cine fue Marta quién esta vez prestó su atención en el chico de la boletería. Se sorprendió al verlo porque jamás lo había visto antes. Él la siguió con la mirada hasta que ella fue un punto en la tarde de matices grises de la calle, los edificios, los autos y la gente.

-¡Fue una de las desilusiones más grandes de mi vida, mamá!
Se lamentó, mientras jugueteaba con el tenedor en ese puré que no iba a comer nunca, o por lo menos esa noche.
-Vamos querida- la consoló su madre -mejor que pasó eso. Si ese chico no puede ver la belleza de verdad, ¿cómo vas a esperar que alguna vez vea la belleza de tu alma?
-¿Qué están cuchicheando?- Se quejó el padre desde el living, mirando un programa de preguntas y respuestas en el televisor blanco y negro.
-Nada; cosas de mujeres.- Contestaron las dos al mismo tiempo.
                                                                     
Hacía mucho calor ese primer día de verano. Marta decidió ir a la biblioteca de la ciudad a buscar un libro para entretenerse en esos aburridos días de vacaciones: "Mujercitas", sí, "Mujercitas" le llamó la atención por esa ilustración de la tapa en blanco y negro con infinitos matices de grises. Tomó el libro y comenzaba a ojearlo, cuando una voz la sorprendió: -¿Te gustó la película?
Se dio vuelta y allí estaba; el chico de la boletería del cine.
-¡Si! Claro que me gustó; esos colores tan hermosos, las mejillas rosadas de Natalie Wood, los colores de la ropa, el pelo rubio de James Dean, todo me gustó.- Dijo Marta entusiasmada, ruborizándose luego al darse cuenta de su inesperada vehemencia.
-Yo la vi varias veces- le dijo el joven boletero -y tengo decidido ir a la capital a estudiar cine en colores, porque algún día, hasta la televisión va a ser en colores.
-¿En serio? ¿Hay gente que te puede enseñar a hacer cosas en colores?
-¡Claro!- se entusiasmó el joven -Es gente muy especial que está dispuesta a lograr que personas como tú y yo veamos las cosas como son.
Ella lo miró con desconfianza -Vamos, si todo es en blanco y negro- se lamentó -el cine... el cine es algo especial, no sé... Alguien lo pintará, qué se yo.
-Por supuesto que alguien lo pinta. Ya te dije que es gente muy especial. Son como duendes que están en las filmaciones con unos pinceles y le van poniendo color a cada toma que se filma- le aseguró el joven -y, además, pueden darle color a otras cosas.
-¿Duendes? A mi me gustaría ver eso, te lo aseguro.
-Bueno, probemos; cierra los ojos- le dijo el joven -Vamos, no tengas miedo, ciérralos y vas a ver.
Marta, descreída y con una sonrisa burlona, cerró los ojos y esperó. Pasaron unos segundos y, de pronto, sintió el calor de unos labios que la besaban suavemente en sus labios, lo que provocó que se echara hacia atrás rápidamente abriendo sus ojos y gritando:
-¿Qué haces? Eres un... 
No había nadie frente a ella. El chico de la boletería se había esfumado como por arte de magia. Enfurecida, fue hasta su casa con el libro "Mujercitas"entre sus brazos. No lo podía creer; haber sido engañada de esa manera y luego desaparecer. Resulta que el único tonto no era el primo de Graciela. Ahora para Marta, había otro.
Ya en su cuarto y, con mucha rabia por lo que le había pasado, se dio cuenta de que nunca había dejado de abrazar muy fuerte contra su pecho el libro "Mujercitas" que retiró de la biblioteca. Entonces, decidió comenzar a leerlo para olvidar el incidente con el maleducado de la boletería del cine. Cuando miró su portada se quedó helada. La ilustración de la tapa, ahora, era totalmente a color. Colores intensos. Rojos, amarillos, azules, verdes. Todos, absolutamente todos los que había visto en la película aquel domingo.

Corrió al cine. Llegó exhausta a la boletería. Para su desencanto, el boletero era el mismo de siempre: Don Mario, un señor mayor, bastante obeso, al que ya conocía de otras funciones de domingo y, que diferenciaba mucho del joven que había visto la otra vez en ese mismo lugar. 
-Hola Don Mario, dígame, el chico que atiende la boletería ¿Dónde está, no vino hoy?
-Pero Marta, si tú sabes que el único que ha atendido la boletería de este cine en los últimos veinte años soy yo.
-¿Está seguro?- dijo Marta con desconsuelo -No puede ser.
Se quedó un rato pensativa, con una mueca de tristeza, sin saber qué hacer.
-Déme un boleto por favor.
-Mira que la película empezó hace media hora.
-No importa.
Allí estaban: James Dean y Natalie Wood, para descontento de Marta tal cual como era el mundo: en blanco y negro.
Salió del cine, recibió desde la boletería el saludo de Don Mario y se alejó calle abajo pensando en que todo lo que le pasó fue sólo un sueño. Los colores. Ese chico. El libro. ¡El libro!, sí, el libro era su última esperanza. Corrió hasta su casa y fue directamente a su cuarto donde lo había dejado. Allí estaba. Lleno de colores maravillosos. 
No, esto no lo soñó. Fue verdad. El chico la había besado y le enseñó a ver los colores. ¿Era un duende? Tendría que averiguarlo. Marta supo que no descansaría hasta volver a encontrarse con él, aunque gastara una fortuna yendo al cine. Él era su esperanza futura.
Jamás devolvió ese libro a la biblioteca. Lo guardó como su más preciado tesoro y no permitió que alguien lo viera. Sus colores le pertenecían. Tuvo miedo de que se los robaran.

Santiago, acostado en la alfombra del living de su casa, mira en la televisión una vieja película de los Hermanos Marx en blanco y negro.
-Abu, abuela, ¡hey! ¿Te quedaste dormida?
Marta abrió sus ojos negros tan grandes como siempre, pero ahora, rodeados de algunas arrugas que no eran otra cosa que testigos del tiempo.
-No mi amor, sólo estaba pensando en cosas y... Bueno ¿qué decías?
-Quiero saber si antes todo era blanco y negro como en esta película ¿Ves?
Marta se queda mirando por un momento a Groucho Marx haciendo su parodia con sus hermanos, tomándose un tiempo para contestarle a su pequeño nieto.
-No, eso sólo ocurre en las películas y a veces en los sueños.
-Como en el tuyo recién, cuando estabas dormida, ¿no?
-Ya te dije que estaba pensando.
-Si, pero entonces ¿por qué esta película no tiene colores?
El abuelo de Santiago levanta su vista del libro que está leyendo, interrumpiendo el diálogo del niño con su abuela:
-Porque en la filmación de esa película no hubo un duende.
-¡Ah!- parece asombrarse el niño- Y tú abuelo, ¿dónde estabas entonces?
-Tratando de enamorar a tu abuela con un truco. Resulta que ella tenía un libro en su mano, así de esta manera, ¿ves? y... 
Marta inmediatamente le recrimina a su esposo por su arrogancia.
-Pero... ¿Qué le has dicho a Santiago? ¿Que eres un duende?
-¿Acaso no lo es?- dice el niño  -Si a todos los chicos les gusta ver al Gordo y el Flaco aquí en casa porque es en el único lugar dónde se ven en colores.- Y dirigiéndose a su abuelo le dijo: -Vamos abu, muéstrale. Colorea a Groucho.

sábado, 7 de febrero de 2009

Cosas que pasaron.

 En "No debí crecer", relato sobre el duende lleno de luz que ví en mi cuarto cuando era niño. Y eso sé que pasó; lo ví. Pero muchas veces me han pasado cosas en la vida que, hoy, no sé si realmente sucedieron, además de algún caso curioso que me ha sorprendido.
Una vez, cuando estaba en el servicio militar y de instrucción en Campo de Mayo, en un momento de descanso ví entre unos árboles, como a doscientos metros, un avión militar bastante grande, que casi sin carretear levantaba vuelo, daba una pequeña vuelta muy bajo y aterrizaba casi de punta y también sin carretear, y no era un helicóptero. Lo hizo varias veces durante una hora por lo menos y muy lentamente. ¿Qué fue lo que ví? ¿Lo ví realmente?
Cuando tenía veintipico de años, estaba obsesionado con los ovnis y soñaba con ver uno. Una noche, mirando el cielo muy estrellado como si algo fuera a aparecer, ví una estrella grande como el lucero que se movía muy lentamente y, de pronto, tomó velocidad y en zig zag se fue desplazando hasta perderse en el horizonte. Hoy, no creo en los ovnis, entonces lo que ví ¿qué era?
Varias veces me pasó, durmiendo en la noche, sentir que alguien se acercaba caminando a mi cama, se subía en ella y seguía caminando alrededor mio. Mi terror hacía que yo no pudiera moverme ni abrir los ojos, hasta que esa extraña presencia desaparecía; allí, abría los ojos para descubrir que no había nadie más que yo en el cuarto. ¿Pasó o lo soñé?
Cuando mis hijos eran chicos, tenían una bisabuela muy viejita a la que llamaban "Iaia". Un día, mi hija Mariela que en ese momento tendría unos 4 años, mientras cenábamos, dijo de pronto y sin que nadie le preguntara nada: "La Iaia se va a morir" y siguió comiendo como si nada. Pocos días después, la bisabuela "Iaia" murió. ¿Cómo lo supo Mariela?
Mi hijo menor, Santiago, a los cuatro meses de vida lloraba y lloraba, los médicos descubrieron que tenía una hernia inguinal que le producía mucho dolor. Había que operarlo. Era muy chiquito, un bebé. Un viernes lo llevamos con mi esposa al hospital a las 7 de la mañana para que lo operaran. El cirujano nos dijo que no podía comer nada, ni siquiera tomar leche esa mañana, sólo le podíamos dar agua con una cucharita, casi mojándole apenas los labios. Mi preocupación era que no llorara de hambre hasta que lo operaran, entonces lo entretenía, jugaba con él, mientras la mañana pasaba y pasaba. Varios niños iban a ser operados ese día. Un enfermero llegaba y decía en voz alta un apellido y ese era el niño al que le tocaba ir al quirófano. A Santiago no lo venían a buscar y él, ante mi preocupación, pataleaba, se reía, estaba realmente feliz y tranquilo y no parecía tener hambre. Hasta que a las 4 de la tarde más o menos llegó el enfermero y gritó: "¡Capara!". Santiago largó un llanto desgarrador y se aferró a mi como un abrojo, entonces con una angustia tremenda logré que me soltara y se lo entregué al enfermero mientras, él me miraba llorando a los gritos como pidiéndome ayuda. Cuatro meses tenía, pero ¿supo lo que le iban a hacer?
Mi madre, hace pocos años atrás estaba muy enferma, ya no había nada que hacer. Estaba internada hacía como un mes y medio. Yo todos los días iba a cuidarla y estar con ella y luego me reemplazaba mi hermana. Mamá sufría mucho pero no de dolor sino emocionalmente, todo el tiempo me pedía que me la llevara de allí. Era imposible. Un día de octubre del 2006, estuve con ella horas, y sufrió mucho por la angustia que tenía. Yo no sabía que hacer. Cuando llegó mi hermana a la tarde, le dije antes de irme que ya no podía verla sufrir más así, que prefería que Dios se la llevara para que termine su calvario con esa enfermedad. Esa noche murió. Me sentí culpable. Una noche, varios días después, soñe con mi papá que había fallecido unos años antes, que, con mamá llevándola de la mano, se acercaron a mi los dos sonriendo y, mi papá me dijo: "No te preocupes hijo, nosotros estamos bien" y se fueron. Eso sí que fue así.




viernes, 6 de febrero de 2009

No debí crecer.

Hoy, cuando mi piel ya no está tensa y mis ojos parecen ser tristes; con mi pelo que dejó de ser abundante y perdió ese color negro que fue mi orgullo, más este cuerpo que a veces duele y no por causa de golpes ni raspones, caigo en la cuenta de que alguna vez fuí un niño.
Fue ayer si es que el tiempo transcurrido no existe, aunque me haya deteriorado sin piedad. Ocurrió cuando las distancias eran largas y la Luna inalcanzable. En un mundo hecho por artesanos con manos mágicas. Pensado por mentes con información llegada a través de ojos y oídos sensibles a la luz, el frío, el calor y el ruido de la naturaleza. Pasó en un lugar lejano y perdido en una galaxia infinita. 

La casa en la que vivía estaba en un pueblo con mucho campo alrededor; con vecinos cercanos que tenían hijos de mi misma edad, como si todos hubiéramos salido de la tierra al mismo tiempo para crecer juntos. Muy lejos quedaba mi mundo único, nostálgico e insustituíble. Recuerdo que en los días de lluvia, me gustaba mirar a través de una ventana chiquita de la casa, como pegaba el agua limpia y clara que caía del cielo en las plantas del jardín. Las gotitas se deslizaban por las hojas verdes y parecían diamantitos pequeños que eran de un valor incalculable para mi. Todo brillaba en destellos plateados. Esa imagen y el sonido de la lluvia quedaron grabados para siempre en mi mente. El silencio del campo en esos días, con los pájaros refugiados en sus nidos, hacía que el tamborileo del agua en la naturaleza que me rodeaba junto al croar de las ranas y sapos, se convirtiera en un canto de sirenas que cautivaban a este niño con sueños lejanos.
La lluvia un domingo era la mejor excusa para que mi padre preparara un bizcuchuelo, porque decía, salía más rico si todos estábamos en casa. No había juegos en la calle o en el campo, sólo mirar por esa ventana saboreando el mejor trozo de torta con dulce de leche que probé en mi vida. Porque lo fue. Y ni hablar del arroz con leche que hacía mi madre; jamás volví a comer uno igual. Como también la natilla, receta de su madre española, mi abuela que no conocí; llegué a este mundo después que ella se fue. El sabor de esos manjares dulces tan ricos y su aroma, también quedaron impregnados en mis sentidos.
La lluvia con su carga de nostalgia me llevaban a la lectura de las mejores historietas que pudieran existir. Las que llamaba: "Revistas mexicanas". Sí, por ese nombre las conocía y quizá lo eran. Tarzán, El Llanero Solitario, Súperman, Jim de la selva, La pequeña Lulú o Toby. Cualquiera de estas y muchas otras me transportaban a lugares desconocidos que no eran otros que el entorno de mi habitación. Las historias que leía me convertían en un nuevo héroe: el muchachito bueno que salvaría al mundo.
Nada impedía que fuera a la escuela. Con mis botas hasta las rodillas caminaba las quince cuadras de calles de barro muy temprano en la mañana, chapoteando en el agua que quedaba en los surcos dibujados por los neumáticos de los pocos autos que circulaban. Simplemente maravilloso. Los crudos inviernos no me detenían. Me encantaba romper el hielo que se formaba en las zanjas y acequias. Todo camino a la escuela para llegar mojado y helado, suficiente para que me saliesen en las manos, orejas y pies, los terribles sabañones que picaban y dolían como mil demonios; a veces me pregunto si existen ahora los sabañones. Jamás mi madre se enojaba cuando volvía a casa empapado y embarrado hasta el pelo. No recuerdo un reto de mamá. Ella sabía que no necesitaba del rigor para encaminarme en la vida, ni tampoco a mis hermanas. Ahora, en su morada en el cielo, sabe cuanto se lo agradezco.
La vuelta de la escuela no dejaba de tener su premio y encanto: Rubiecita, con delantal blanco inmaculado, flequillo y coleta con un gran moño, recuerdo a mi primer amor. La cruzaba cuando volvía a casa al mediodía y ella iba a clase a la tarde. Sólo la miraba y se detenía mi corazón. Tiempo después, cuando yo tenía 18 años y ella 15, nos volvimos a cruzar en la vida y le confesé mi amor de niño. Selló mis palabras con un beso en mis labios para convertirse en mi primera novia. Jamás la olvidé. 

La televisión que en esa época era en blanco y negro y daba sus primeros pasos en el país, era un lujo que mi padre no nos podía dar, pero sí el aparato de radio infaltable en cada hogar. Esa radio que me enseñó a volar con mi imaginación y a creer que lo que escuchaba realmente sucedía. Todas las tardes "Tarzán" llenaba la casa de este niño con aventuras increíbles. En una de esas tardes de leche chocolatada y tostadas con manteca, Tarzanito, así se llamaba el hijo de Tarzán en la radio, fue atacado por una araña enorme, entonces, el niño de la selva llamó desesperado a su padre para que lo salvara. Tarzán, que no lo escuchaba ante mi angustia, seguía su camino como si nada. Me asusté tanto que le pregunté a mi madre cómo era de grande ese bicho abominable; "Como una casa" me aseguró. Imaginen mi asombro y terror ante semejante monstruo. Por suerte, Tarzán salvó a su hijo y en mi sueño de niño veía al hombre mono, con sólo su puñal, luchando cuerpo a cuerpo con ese monstruo gigante. El auspiciante del programa era Toddy; ese polvo chocolatado para mezclar con leche que nunca faltaba en casa. Seguramente me ayudaría a crecer y ser tan fuerte como el Rey de la selva.
Otros de mis héroes de la radio fue: "Sandokán, el Tigre de la Malasia". Veía ante mis ojos, sentado al lado de ese aparato de sonido, los combates de galeón a galeón y a este hombre increíble e invencible gritar a viva voz: ¡Al abordaje! Sin perder tiempo, saltaba de mi silla, desenvainaba mi espada invisible y defendía mi casa de los malvados piratas que nos asolaban.
Mis padres, escuchaban todas las noches un programa en vivo con orquestas típicas de tango que se titulaba: "El Glostora Tango Club". Hoy me gusta el tango por eso, porque quedaron en mi memoria pedazos de letras de esa música arrabalera; la mejor del mundo sin lugar a dudas. Glostora era un fijador para el pelo con el que mamá me peinaba haciéndome un jopo que cautivó a más de una niñita en el colegio. Siempre creí que también una maestra se llegó a enamorar de mi; lo juro. 
Por la radio nos enterábamos de lo que pasaba en el resto del mundo, ese que para mi quedaba muy lejos. Una noche, un locutor con evidente emoción, dijo: "La Señora Eva Perón, guía espiritual de los humildes, a pasado a la inmortalidad". Lloró mi madre con la muerte de Evita, como también se asustó mucho cuando en el año 1955, anunciaban el ataque de los aviones de la marina a la Plaza de Mayo con el fin de derrocar al entonces Presidente Perón. Decenas de muertos inocentes, esa fatídica tarde, quedaron diseminados por la plaza. Mi padre, que trabajaba en el centro de la ciudad tardaba en regresar por el caos que se vivía ese día. Mamá, parada al portón de entrada de la casa esperaba ansiosa y temerosa a que papá apareciera camino de la estación de trenes. Por fin lo hizo y fue un alivio para todos.
¡Los partidos de fútbol los domingos! Veía a River, del que soy hincha desde siempre, a través de la radio. Cada jugada la practicaría después en el campo en esos partidos que jugábamos con los chicos del barrio sin tiempos y hasta que las piernas no dieran más. Mi madre, por supuesto, no se perdía los radioteatros con galanes de voz penetrante con un sólo fin: enamorar a sus partenaire y a todas las damas radio-escuchas. Mi padre se reía de esos galanes sin rostro mientras mamá moría por ellos.
La radio fue junto con los comics lo que necesité para abrir mi mente e imaginar historias que hoy llevo al papel. Me enseñaron a pensar en otros mundos, en otras vidas. A soñar despierto.

Cuando llegaba el verano y comenzaban las vacaciones mis padres nos llevaban a Rosario, la ciudad en la que nací, a mi hermana y a mi a pasar una larga temporada con mis tíos hasta que comenzaran nuevamente las clases en el colegio. Mi tía, hermana de mamá, y su esposo, tuvieron a su único hijo ya muy mayores, por eso, en esos largos veranos con ellos nos cuidaban como si fueramos sus hijos.
Vivían en un barrio de calles de tierra donde circulaban muy pocos autos, por eso, con los chicos vecinos armados con ramas que arrancábamos de los árboles, cazabamos mariposas que de a cientos cruzaban toda la calle de cuadra en cuadra. Jamás vi algo así en ningún otro lado. Eramos muy crueles porque los pobres insectos con alas tan hermosas, después de recibir nuestros ramazos ya no podían volver a volar. 
En Rosario, era una costumbre dormir la siesta; todos lo hacían, pero jamás pude acostumbrarme a eso. Mi tía me obligaba a acostarme y mientras la escuchaba a ella dormir plácidamente, comenzaba a contar muy despacito mientras el tiempo pasaba. Siempre que llegaba a 600 ella se levantaba, entonces como un resorte saltaba de la cama y corría nuevamente a la calle para jugar con los chicos que salían de sus casas somnolientos por la siesta. Con ellos, no faltaban los partidos a la pelota ni las tardes en bicicleta aventurándonos bien lejos del barrio, hasta la costanera del rio Paraná. 
Mi tío era pintor de casas y siempre tenía mucho trabajo así que durante el día no estaba nunca. A veces, me llevaba con él a las obras, pero a mi no me gustaba porque tenía que ayudarlo en su labor, como por ejemplo: lijar una puerta, cargar los baldes de pintura o simplemente cortar el pasto. La promesa era que los dueños de la casa que estaba pintando me iban a pagar, aunque no recuerdo haber cobrado ni un peso alguna vez.
Mi tía era profesora de piano y daba clases en su casa; a toda costa me quería enseñar a tocarlo. Ella decía que yo tenía buen oído para la música, pero nunca quise ni rozar una tecla porque todos sus alumnos en realidad eran niñas y, por eso, mi creencia era que el piano sólo lo tocaban las mujeres. Hoy me arrepiento de no haberlo aprendido. Tuve a la mejor maestra y no la aproveché.
Mi abuelo, el padre de mamá y mi tía vivia con ellos en una casita que mi tío construyó arriba de su casa, en la terraza. En las noches, dormia con él en esa casita y, cuando el calor agobiaba porque los veranos eran muy calurosos, sacábamos los colchones a la terraza y dormíamos allí a la interperie. La frescura de la noche y el cielo estrellado era un paraíso para mi. La Vía Láctea con sus millones de lucesitas que titilaban se convertían en un espectáculo grandioso. Me quedaba hasta que el sueño me vencía mirando las estrellas que se iban moviendo como si estuvieran actuando en mi honor. A veces una estrella fugaz me obligaba a pedir un deseo rápido; hoy, estoy seguro de que muchas de las cosas más lindas que me pasaron en la vida ocurrieron gracias a mis pedidos en esas noches sin Luna.
Con mi abuelo tomábamos los domingos a la tarde el tranvía que nos llevaba al centro de Rosario. Resultaba para mi un programón por el helado grande que iba a degustar; por la matiné del cine Heraldo en el que sólo daban dibujos animados de Tom y Jerry, Mickey Mousse, Los tres chanchitos o el Pájaro Loco, para terminar comprándome las revistas mexicanas que tanto me entretenían. Tuve la suerte de disfrutar mucho de mi abuelo materno; un español que llegó un día muy joven en un barco a este país que lo adoptó y, hoy, cuando él ya hace mucho tiempo que me dejó, me apena que jamás haya podido volver a su tierra, allá en Extremadura. 
En esos veranos en Rosario siempre íbamos diez días a las sierras de Córdoba con mis tíos y el abuelo. A una hostería en el medio de la nada. Pura naturaleza era el lugar, para que con mi hermana disfrutáramos de los árboles, el río y las sierras cercanas. El agua del río era tan fresca y cristalina que la bebíamos usando nuestras manos como recipiente. Las sierras se convertían en un desafío a vencer. Había que llegar a lo más alto para luego regresar cansados y hambrientos a la hostería y en la cena dejar el plato más limpio que antes de que sirvieran la comida.
Cuando regresaba a mi casa en el campo después de esas vacaciones, a veces extrañaba tanto a mis tíos que me escondía en algún lugar de la casa a llorar en silencio. Ellos se fueron de este mundo casi uno detrás del otro. Cuando a mi me toque, será para ayudar a mi tío a lijar las puertas del cielo que seguramente estará pintando y para que mi tía me enseñe, esta vez, a tocar el piano.

 La Navidad como la recuerdo de niño fue única, y siempre he sentido que nunca más la volví a vivir como en esa época; con mis padres, mi hermana, mis tíos y mi abuelo. El árbol, adornado con bolas multicolores y velas encendidas, los regalos que nunca faltaban, las reuniones familiares allá en Rosario o en mi casa del campo y los asados que hacía mi tío o papá. Una vez, la llamita de una de las velas encendió las ramas de papel verde del árbol y comenzó a incendiarse. Mi padre y mi tio armados con sifones lograron apagarlo como improvisados bomberos, mientras, con mi hermana nos reíamos de la situación que para nosotros era graciosa y para ellos casi una tragedia. De niño, todos parecían felices en esa fecha, porque así lo percibía con mi inocencia. Hoy, de adulto, sé que las navidades vienen siempre con una carga de emoción por los que ya no están. Allá en mi mundo lejano quedó mi asombro por los fuegos en el cielo, los juegos en el campo hasta la noche muy tarde con los chicos del barrio, porque todos teníamos permiso para ir a dormir de madrugada. Las nueces, castañas, turrones y el pan dulce. La felicidad de ver a todos alegres y con nuevas esperanzas por el año nuevo que llegaba. Como hoy, pero sé que distinto; mejor.

En las fechas patrias, el menú, como también lo es hoy, era de empanadas y pastelitos que hacía mi padre. Pero antes del almuerzo todos los chicos ibamos a la escuela para el acto festivo. Ahora en las escuelas, el acto se hace el día anterior. Con mi guardapolvo blanco impecable, mi enorme escarapela y los zapatos que brillaban por el lustre, salía de casa con ese jopo cautivador que me hacía mamá. Formábamos con orgullo y cantábamos el himno a viva voz. La Directora daba un discurso alusivo a ese importante día para terminar con actos representados por los alumnos. Los niños en el escenario dirían lo que supuestamente habrían dicho nuestros próceres de la patria. Cuando volvía a casa ya estaban listas las ricas empanadas, los pastelitos dulces y la mesa puesta con el mantel de hule y las servilletas que jamás fueron de papel.
A la tarde, el partido de fútbol contra otro barrio. Como un clásico. La pelota de goma endiablada saltando a más no poder por el campo, y todos detrás; sin tácticas ni director técnico que nos dijera como jugar. Como si supieran más que nosotros, ¡por favor! Los habilidosos a tratarla como a una novia, los pataduras a patearla al campo de enfrente. Y el gol, el momento cumbre que nos llevaba a la pila humana con el goleador ahogándose debajo de todos. Hasta Dios gritaba ese gol allá arriba, estoy seguro de que lo escuché más de una vez. Él era hincha mio. Todos los domingos jugábamos esos partidos y si ganábamos volvíamos a casa con los chicos sintiéndonos invencibles hasta el domingo siguiente. Siempre había sangre en alguna rodilla, en los codos o en la frente por los rozes y golpes del partido. Era el único trofeo que podíamos obtener, por eso no recuerdo haber sentido dolor alguna vez por esa piel lastimada y bañada de alcohol por mi madre.
Cuando el sol quemaba, todos y cada uno con su bicicleta, pedaleábamos hasta una laguna artificial que se formaba por el agua de la lluvia en un lugar alejado y solitario. Nos zambulliamos y nadábamos sin guardavida ni nadie que vigile nuestra osadía. Si mi madre hubiese visto dónde nos metíamos para aliviar el calor, le habría dado un ataque de pánico. 
Los sábados a la tarde, daban cine en un club social al que íbamos con mi hermana a ver películas de vaqueros e indios. Tan viejas eran que hoy estoy seguro de que algunos de los actores realmente participaron de la conquista del oeste. Cine improvisado, con una sábana blanca de pantalla y por apenas unas monedas a sentarse donde se podía; en el suelo o con suerte en alguna silla robada al buffet del club. 
No hubo árbol al que no pudiera trepar. A todos los vencí aunque alguno se haya empeñado en hacerme caer como a un domador de caballos. Mi espalda no se quebró, resistió cada golpe sufrido en mi empeño. Como cada caída de la bicicleta que me llevaba allá lejos de mi casa, a conocer otros mundos, con indios que me perseguían por intentar invadir sus tierras. Mi revólver a la cintura como un cowboy jamás quedaba en casa, se convertía en mi mejor defensa; con balas inexistentes que impactaban en pechos de niños que como yo, querían ser el mejor sheriff del condado.

En el fondo de casa, mi padre cultivaba tomates, lechuga, zapallitos y alguna hortaliza más. En un pequeño lugar preparaba su huerta, dejando un espacio para unos pocos pollos y patos que, a pesar del cariño que con mi hermana sentíamos por ellos, terminaban en nuestra mesa cocinados con papas o arroz. La ajustada economía hogareña requería de ese sacrificio. 
Me gustaba dibujar todo lo que veía; soñar que un día esas historietas mexicanas que tanto me apasionaban las iba a hacer yo mismo. En blocks con hojas en blanco que papá me traía de su trabajo, copiaba a los héroes de los comics, las plantas y animales del campo. Siempre alguna vaca o un caballo pastaba enfrente de casa, suficiente para que un lápiz guiado por mi mano derecha dejara impreso en el papel lo que la naturaleza me presentaba como modelo vivo. Una vez, dibujé un caballo con cinco patas. Pasó a ser una anécdota graciosa de la familía que a mi me llevó mucho tiempo comprender y que en este relato no explicaré. 
Nunca faltó en casa un perro de raza bien callejera; todos los que tuvimos se ensañaban con los autos que pasaban por la calle persiguiéndolos con sus ladridos un par de cuadras; luego volvían calmados pero arrogantes. Gatos mimosos con mi hermana y conmigo; canarios y jilgueros en sus jaulas cantando todo el día; hasta una paloma tuvimos una vez. Mi padre le construyó una casita de madera, la colocó arriba de un palo clavado en la tierra y allí vivió hasta que un día se fue volando quién sabe adónde y jamás regresó. 
La naturaleza me impregnó de su sabiduría, me dio salud, me enseño a respirar el aire más puro. Hoy, cuando ya peino mis canas, doy fe de ello.

Mi casa en el campo fue mágica, un cuento de hadas, pero real, muy real. Un hecho que ocurrió allí lo prueba. Créanlo o no: Una noche, me desperté sorprendido y asustado por algo que percibí en la oscuridad. Tendría unos seis años de edad. Con mis ojos bien abiertos por el susto, vi a un pequeño ser que me miraba desde un par de metros. Esa figura muy chiquita que estaba parada frente a mi era blanca, con una barba muy blanca y larga, una túnica hasta el piso y un bonete como el de las ilustraciones de las hadas, también blancos. Su mirada era dulce y bondadosa y todo él irradiaba una intensa luz. Por supuesto que me asusté y llamé a mi mamá casi con desesperación. Al hacerlo, este duende para mi, se escondió rápidamente detrás de una silla y su luz se apagó. Nunca más lo volví a ver. Mi madre que enseguida acudió a mi cuarto por mi llamado, me explicó con su enorme sabiduría que no tuviera miedo de alguien que sólo había querido jugar conmigo. Y ya no lo tuve; hasta el día de hoy no pierdo las esperanzas de volver a verlo. Dicen que los niños cuando son muy pequeños, pueden ver lo que de grandes no podemos por creer que esas son cosas de chicos, o de la imaginación de los cuenta-cuentos de niños. Creo de otros mundos en este mundo porque lo vi. Creo en las hadas y en los ángeles, en la gente que tiene ángel en su mirada y en su corazón. Ese duende me enseñó a percibir lo que otros no ven.

Luego, un día, cuando ya tenía casi once años, llegó mi hermana menor. Una bebé que llenó la casa de llantos, mimos, pañales de tela y celos. Entonces empecé a crecer, a sentir que tenía otra responsabilidad. El colegio secundario me convirtió en un adolescente sin juegos en el campo, con otros amigos lejanos y en un mundo desconocido hasta ese momento para mi. Me cambió la vida pero no borró mis recuerdos de absoluta libertad, de auténtica felicidad.

Mis hijos, ya grandes, no tuvieron mi suerte de rodillas lastimadas, codos con raspones y piel bronceada todo el año por el sol que era de verdad, con capa de ozono y qué se yo cuanta denominación científica de hoy en día. Con inviernos que eran inviernos y veranos abrasadores de verdad. No tuvieron la suerte de tener el pelo sucio de tierra, baños sólo los sábados, duendes llenos de luz e historietas con héroes que fueron los padres de símiles japoneses con más efectos especiales que imaginación. Toda esa suerte, egoísta por cierto, fue mía. 
Voy a volver allí a mi casa en el campo. Con mis hermanas y mis padres, arroz con leche y empanadas. Habrá una máquina del tiempo que me regresará hacía atrás. Al lugar del que nunca debí irme, pero lo hice porque no me atreví a quedarme. Juro que no volveré a crecer.
Sólo necesito mi bicicleta, mi pelota de goma, mi revólver de lata, mis revistas mexicanas y mi imaginación que es la nave espacial que me llevará en el tiempo hasta ese lugar que nunca jamás dejó de ser mío. 

miércoles, 4 de febrero de 2009

Algo más de mi.

Soy argentino, nací en Rosario en la provincia de Santa fé hace mucho tiempo; muy pronto hablaré de mi niñez en un relato que tengo escrito; vivo en Buenos Aires, ciudad que amo porque es hermosa, única y porque respiro tango a cada paso que doy en mi ciudad. Admiro "Café de los Maestros". Tangueros de los de antes, de los 40 y 50, de aquél siglo que no hace mucho terminó. 
Me gusta el cine clásico americano de los 40, 50 y 60 y el italiano de los 60. Admiro a Woody Allen porque en cada película suya hay una idea (es un genio). Clint Eastwood como director y a Spielberg. "Volver al futuro" debe ser una de las películas con mejor guión que he visto: es brillante. "El graduado": deberían verla todos los que sueñan con dirigir alguna vez. "Rocky 1" y las tres primeras de "La guerra de las galaxias" (la de los 70). Imperdibles para mi. "Match point" de Allen me encantó.
Leo bastante, pero siempre lo que llega a mis manos. No tengo autores preferidos pero sí, siempre alguno me atrae más que otros; algunos libros me atrapan y no puedo dejarlos hasta el final y otros no tanto, aunque con el tiempo vuelvo a tomarlos para terminar con ellos. Tengo que decir que "Drácula" de Bram Stoker es uno de los mejores libros que he leído en mi vida. "La invención de Morel" de Bioy Casares y "El Aleph" de Borges me encantan.
Amo a las mujeres como Emily Watson, Liv Ullmann y Sofía Loren, además de Angelina Jolie, Nicole Kidman, Mercedes Morán y "Mechi Alcantara", sí ella, la de la serie española: "Cuéntame como pasó". 


Me presento.

Me llamo Ricardo Capara, mi profesión es la de publicitario, creativo si esa inmensa palabra lo permite, y he creado este blog para que mis amigos, familiares y quienes quieran en el mundo, lean lo que escribo, sepan de mis sueños, conozcan que admiro de esta tierra y, sobre todo, para publicar mis cuentos. No quiere decir que sea escritor, pero es algo que me gusta hacer o, como digo a veces: "si se me ocurre alguna idea simplemente la escribo."
Esto para mi recién empieza, por eso periodicamente iré publicando algún que otro cuento o alguna idea o comentario. Sólo pido que me lean, me comenten sus opiniones al respecto y, (este es mi primer sueño) les guste.