domingo, 31 de mayo de 2009

El pibe la rompió.

Cuando el pibe nació, su padre salió corriendo a comprarle la número 5. Blanca, como pintada a mano, con el logo de las tres tiras impreso por todos lados. Este va a ser un grande, le dijo a todo el mundo. Va a manejar las dos piernas, le dijo a la partera. Está condenado a ser una estrella del balonpié, les dijo a sus amigos del club. Nos va a salvar, le dijo a su esposa. 
El pibe dormía con la pelota en el moisés. Casi no había lugar para él, pero lo importante para el padre, era que el pibe conviviera con la de gajos desde antes de aprender a caminar. Desde chiquito se tenía que acostumbrar a tener el mundo a sus pies. Cuando se paró por primera vez intentó avanzar sacando primero su piernita derecha hacia adelante y le dio de lleno a la bola que recorrió 30 centímetros. El padre salió disparado a contarle a sus amigos del club "El progreso de Castelar", que había nacido un crack que nos iba a dar el título mundial en 20 años. Su madre salió disparada al hospital con el pibe en brazos y lleno de sangre por el labio partido, al caer de bruces y de frente después de tropezar con la pelota.

A medida que el pibe crecía. Su padre le enseñaba todos los secretos del deporte más popular del mundo, y él lo aprendía bastante bien. Lo hacía a veces a coscorrones, pero lo hacía. En el barrio era el mejor, como si haber convivido con la pelota desde que nació, hubiera sido un acierto que por supuesto enorgullecía al padre. Con este pibe nos vamos a vivir a Europa mi amor, te lo aseguro, no sabés como juega, la rompe, la deja chiquita así. La madre del pibe, planchando, cocinando o mirando la novela de la tarde por la tele, sólo movía la cabeza comentándole sin mucha convicción a un soñador empedernido, No deberías buscar trabajo, hace tres meses que no hacés nada. Ya voy a conseguir algo, no te preocupes, la tranquilizaba él. Pensá una cosa... pensá por Dios... Vamos a vivir en Madrid o en Milán o Londres, me entendés, yo me tengo que preocupar por el pibe porque es oro en polvo, podés entender eso... Poné a calentar el agua y hace unos mates, dale viejita y dejááá de hacerte probleeeemasss... Este pibe nos salvó, entendés.

El pibe no sólo jugaba bien al fútbol, sino que dibujaba muy bien. La madre estaba chocha por los dibujos que hacía su hijo. Mirá viejo, diseña moda como Christian Dior o Cocó Channel o... Quééé, qué es esto, estalló el padre del pibe un día. Qué es esta porquería... Andá a jugar a la pelota, andá... No te quiero ver más haciendo estas mariconeadas, me escuchás.
Una noche, cuando estaban a punto de cenar, llegó el padre excitadísimo, transpirando; asustaba su estado emocional sobre todo por sus ojos que se le salían de la órbita como si hubiera visto a mismísimo Godzila comiendo un filet de merluza en la vereda. Ya está... empezá a vender los muebles... en dos años nos vamos a vivir a Europa. Qué pasa, dijo su mujer asustada, Estás loco, si con la plata que tenemos no podemos ni ir al centro a comer una pizza en Las Cuartetas. Qué pizza ni que ocho cuartos, le conseguí una prueba al pibe, entendés eso, una prueba en un club. En dos años va a estar jugando en el Real Madrid... o en el Manchester... o qué te parece el Milan. Vas a vivir como una reina, por Dios nos salvamos... Por fin, gritaba juntando las palmas de las manos y elevando su vista al techo de la cocina.
El pibe y su madre, serios como Buster Keaton, no sacaban los ojos del padre que los miraba esperando una reacción que se hacía esperar. Qué me miran así, y vos, se dirigió a su hijo, preparate que mañana a la mañana te toman la prueba. Dónde es eso, dijo la madre. En Deportivo Merlo, me lo consiguió el Moncho... un amigo del "Progreso" que tiene un amigo que... Sí, qué pasa, de ahí a River o Boca hay un paso y luego Europa está a la vuelta de la esquina... Pero mañana tengo clase de dibujo en la Academia de Diseñ... De qué hablááásss... tu futuro está en los pies no en la mano, dejate de jo... Ahora comé bien que mañana tenés que estar fuerte como un toro.

De qué juega el pibe, preguntó el entrenador. De Diez, maneja las dos piernas y tiene una visión en la cancha para ser conductor que ni le cuento, le aseguró el padre con una ansiedad que se salía de la vaina. Empezó el partido, el pibe se estacionó en el medio de la cancha como para manejar los hilos del equipo que le tocó en suerte. Digo bien se estacionó, porque de allí no se movió ni a garrotazos. La pelota le pasaba a diez centímetros y él no movía los pies ni para atrás ni para adelante. Clavó los ojos en la gramilla como si estuviera hipnotizado por el verde del pasto. Corré, paspado, le gritaban sus compañeros de equipo. Movete pibe, gritaba el entrenador. Agarrala... Por Dios, agarrala, gritaba el padre en un estado de desesperación que preocupaba. Pero no hubo caso... el pibe se clavó en el medio de la cancha como un poste. Sale el pibe, entra el morochito de rulitos, dijo el entrenador. Nooooo... gritó el padre como si le hubieran clavado un puñal en el medio de la panza.

El pibe, después de recibir docenas de coscorrones en la cabeza de parte del padre, durante el viaje de vuelta a casa, se fue directamente a su cuarto pasando por la cocina y sin saludar a la madre. Sabés que hizo, sabés, ni se movió el inútil... ni un dedo movió, me arruinó la vida, eso hizo... Por favor, quedate tranquilo, te va a hacer mal, estaría nervioso, trató de calmar a su marido la madre del pibe. Tranquilo... yo lo mato, vociferó el padre y fue como una bala al cuarto del pibe. Abrió la puerta y entró dispuesto a todo. Casi le agarra un ataque de ambulancia al ver la siguiente escena: El pibe, sentado en el piso con un cuchillo enorme de cocina en su mano, la misma con la que dibujaba tan bien, había cortado en pedacitos la inmaculada, gloriosa, hermosa pelota que el padre le compró cuando nació. Gajo por gajo la desmenuzó. Como una naranja la abrió. El pibe... la rompió.

Hoy, el pibe, ya no es un pibe. Se convirtió en un exitoso diseñador y empresario de la moda. Vive en un piso de Puerto Madero rodeado de bellas modelos. Le compró a sus padres una hermosa casa en Castelar con piscina, parque, y la amuebló de pe a pa. No hay madre más orgullosa y feliz que la del pibe. Sabés qué vieja, deberíamos haber tenido una nena, dijo el padre recostado en una reposera, tomando sol al lado de la pileta climatizada. Si, hubiera sido lindo, comentó la madre podando las hojas secas de las rosas del jardín. Si, te imaginás, hubiera sido tenista, siguió el padre, Como la Sabatini, y hoy estaríamos viviendo en París o Montecarlo... Dios mío, en Montecarlo, enfrente mismo de la casa de la Carolina. De qué Carolina. De la de Mónaco, la princesa esa... Dios mío, de todo lo que nos perdimos por este pibe cabezadura. Qué hacemos en Castelar, decime, qué hacemos acá... decime por favooorrr.


 

miércoles, 27 de mayo de 2009

Sigo pensando.

Las ofensas duelen. No hay perdón para los que ofenden. 

Los ingenuos pecan. No es pecado ser ingenuo. 

La palabra a veces hiere. Esa herida a veces no cicatriza. 

Los hombres olvidamos. No nos olvidemos de lo que olvidamos.  

sábado, 23 de mayo de 2009

Noche de ronda.

Te lo cuento a vos que me entendés, porque me conocés. Yo era un pibe, o casi, porque recién salía de la adolescencia, y con mis amigos los sábados a la noche nos íbamos de parranda, bueno, parranda es un decir, salíamos a ver que pasaba pero eso si, de saco y corbata, así eramos todos, elegantes, impecables, limpios, porque la década beatleriana lo imponía. Ellos, los más grandes, te hablo de los cuatro de Liverpool, tocaban de saco y corbata y nosotros ibamos a bailar igualitos, pero claro, con nuestros trajes Príncipe de Gales. A mi me quedaba bárbaro. Mataba. Y eso fue lo que pasó una noche de ronda que pasamos con los chicos yendo de un boliche a otro: maté. En realidad, no había pasado nada esa noche de la que te hablo hasta que terminamos en un cabaret de mala muerte. Y sí, que querés, me llevaron casi obligado, si estos pibes eran una manga de vagos; mis queridos amigotes, esos que me arrastraron a ese lugar y tuve que ser de la partida para no quedarme solo. Apenas entramos no se veía una vaca en un baño, pero una vez que te acostumbrabas a la oscuridad, viste, empezabas a ver todo lo que pasaba. Por ejemplo, te cuento, una piba que estaba bastante buena, hacía un streptease moviéndose sensualmente con una música más sensual todavía e iluminada por un farol, con una luz azul, que le daba de lleno. El humo de los cigarrillos y los ventiladores de techos expandiendo por todos lados el olor a alcohol casi me descomponía. Imaginate, le dije a los pibes: Vámonos de acá porque nos cagan a trompadas en cualquier momento. No, que se van a ir estos desgraciados, consiguieron una mesa y de ahí no se movieron. Y, vos me conocés, yo me dije: Estoy liquidado, es mi última noche. Vos no te imaginás la cara de mafiosos que tenían todos, hasta las minas estarían armadas. Coca Cola para todos fue la ronda de tragos. En cada mesa alrededor, con los hombres rudos que no tenían nada que ver con los hombres débiles que eramos nosotros, había una o dos señoritas sentadas, acariciándose con estos señores, tomando tragos, ojo, naranjadas no, y riéndose a gritos de cualquier pavada. Yo, qué hice, clave la vista en la que se desnudaba y allí me quedé, después de todo no estaba tan mal que se pusiera en bolas ¡y lo hizo! Pero esto que pasó de pronto, no me lo esperaba, vos sabés que yo siempre fui medio inocente para esta cosas y esto sí que me mató. Te lo describo; a nuestra mesa se acercó una, que no era tan señorita, más bien una veterana y bastante entrada en carnes. Vestida casi desvestida, mostrando sus piernas regordetas y sus pechos prominentes más o menos al aire, ¿y al lado de quién se sentó? Y si, te conozco y ya te estás matando de risa, casi encima mío se sentó. Hola papito, me invitás con un trago. Me dijo. A mi... papito, me dijo; imaginate, temblé por los cuatro costados y le dije que no, que lo sentía mucho, que... Vamos, no seas malo, ¡Javier, traeme una copa que el señor me invita! Ya estaba perdido. Hasta señor me dijo, si a mi, no te rías, a mi que tenía una cara de nene de colegio secundario pero de primer año, te lo aseguro. Me tuvo que elegir a mi esta loca e inmediatamente pasé a ser el hazmerreír de mis amigos, porque se descostillaban de risa los hijos de puta. Llegó la copa con un líquido con hielo e incoloro, agua sería, que va a ser, pero yo jamás lo probaría para saber realmente lo que iba a tener que pagar, porque lo tuve que pagar, y me quedé sin un mango partido al medio. Te das cuenta, con lo que me costaba que mi viejo me diera guita para salir los sábados. Ganas de llorar me dio, te lo juro, vos me conoces...  Ya estaba jugado. Pero eso no es nada, lo peor fue que la gorda me empezó a besar; por toda la cara me besaba: en la boca, la frente, los ojos, la mejilla, el cuello y no sólo eso, ¡me metía las manos por todos lados! Yo estaba duro y firme como el Aconcagua, te juro. Agarraba mi mano y se la ponía en las tetas ¡y la refregaba por allí! Y los malditos se reían y reían y, juro, que yo lo único que quería era que se fuera de una vez ¡No podía más de la verguenza! Pero no paró, siguió y siguió, y me llenó de besos y me agarraba fuerte ahí abajo y yo pegaba cada salto que ni te cuento. En serio, me pongo colorado al contártelo pero vos me entendés, sos de fierro conmigo, siempre me seguís con todo lo que te cuento. Me decía que era lindo, divino, y que vivía en Constitución, en la calle Garay nosecuanto. Yo no tenía ni idea de dónde quedaba, si jamás había ido a ese lugar, vos sabés que siempre me moví por la zona norte, si allá estaban las mejores minitas, si lo sabrás vos. ¿Sabés que me dijo? Que la fuera a visitar y yo pensaba ¡Ni loco, debe ser un conventillo en donde me van a violar sin piedad! La cuestión es que cuando terminó su "agua con hielo" se fue, como si nada, y yo salí disparado del cabarute ese en el que había perdido el honor. ¡Como el correcaminos salí! Con los pibes que no paraban de reírse nos fuimos a tomar el tren para volver a casa, de madrugada. En la estación todos me miraban, la podés creer; mis odiosos amigos se seguían riendo y contando la anécdota a los gritos. Siguieron en el tren con lo mismo y todos los pasajeros se enteraron de lo que me pasó y me miraban, risueños me miraban. Yo no veía la hora de llegar a casa. Igual te cuento que me reía como ellos, y qué se yo, por salame no iba a pasar. Al fin llegué, casi al amanecer, mis viejos dormían. Me saqué el Príncipe de Gales, fui al baño, viste, antes de dormir quien no pasa por el baño, vos lo sabés. Me miré al espejo y, esto no me lo vas a poder creer, casi me muero ¡toda la cara llena de besos tenía! Rouge, de eso te hablo, lo tenía estampado por todos lados el rouge de los labios de la mina, en toda la cara: la boca, la nariz, el cuello, los ojos, la frente ¿viste cuando eras chico y tu tía que más odiabas te daba un beso en la mejilla y te dejaba sus labios marcados de rojo? Idem, ¡hasta la camisa que era blanca y la corbata estaban manchadas! ¡Mi vieja me mata! Casi grité. Me lavé como pude, no sabés lo que cuesta sacarse eso ¿Cómo hacen las minas para limpiarse el rouge de los labios? Como pude lo hice pero de la camisa imposible y para colmo blanca, ¿la podés creer? Y me fui a dormir, decime vos qué otra cosa podía hacer, a dormir me fui. Por Dios que terrible fue para mi esa noche, vos te estarás riendo como los hijos de remilputa de mis amigos y toda esa gente en el tren, pero ¿sabés qué? ¡De envidia se reían!


jueves, 21 de mayo de 2009

Estoy pensando.

En las ciudades, deberíamos apagar las luces una vez por mes, durante diez minutos, para que podamos ver las estrellas.

Mientras el Universo se siga expandiendo, habrá futuro.

Los niños son ángeles, hasta que los mayores les hacemos olvidar de dónde vienen.

Nuestro mundo es hermoso. El Universo maravilloso. Pero nunca ambos lograrán superar, la belleza de una mujer.

viernes, 15 de mayo de 2009

Pecado de juventud.

Ricardo, supo tener 19 años. Fue hace mucho, mucho tiempo, cuando los adolescentes de ayer eran tan inocentes como un niño de hoy. O más. También supo tener una novia a esa edad; Marta. Ella era un año mayor que él, y tan mujer como una de 20 de hoy en día. 
La conoció en una fiesta que ella organizó en su casa, un asalto, así se le llamaban a esos encuentros de jóvenes con música de Los Beatles, Tom Jones, cumbias oriundas de Colombia y gaseosas. Llegó a esa casa con un amigo y de colado, sin conocer a nadie más, pero fue mágica la noche para Ricardo porque la única persona que le interesó; Marta, se fijó en él. Flechazo. Amor a primera vista le dicen. Estuvieron juntos toda la noche entre los jóvenes iracundos que danzaban agarraditos, a los saltitos, mejilla con mejilla. Ellos dos hacían lo que podían, porque Ricardo nunca pudo dar dos pasos juntos, fue medio patadura para el fútbol y el baile. A Marta no le importó a pesar de que terminó la noche con los pies hinchados por los pisotones.
Ricardo y Marta, comenzaron a verse los sábados en algún que otro asalto; los domingos para tomar algo a la tarde, sin alcohol, claro; ir al cine o simplemente caminar por San Isidro tomados de la mano, en ese barrio vivía Marta, para terminar a la tardecita saboreando un helado de crema y chocolate en un cucurucho así de grande. Cuando tenían oportunidad de estar solos, se besaban, se decían cosas lindas y se volvían a besar. A veces, tantos besos, provocaban en el pobre Ricardo algunos dolores que él justificaba como una simple jaqueca. Lo que menos le dolía era la cabeza, pero siempre fue un caballero, entonces mejor morir estóicamente y de pie.
Una noche, en un lugar de ese barrio, llamado "La Escalera de Caracol", se encontraban como muchas otras parejitas amparados por la escasa luz del lugar; con algún farol por ahí, otro por allá, en las sombras. Besándose, haciéndose arrumacos y nuevamente besándose. Podían estar horas así en ese estado casi somnoliento. De pronto, Marta le susurró a Ricardo algo al oído, seductóramente lo hizo: ¿No querés que hagamos otra cosa? Qué cosa... dijo Ricardo un poco sorprendido. No sé, preguntame, dijo ella. Ricardo, entonces, comenzó con su interrogatorio más o menos de esta manera: ¿Querés ir a una fiesta? No... ¿Querés ir al cine? No... ¿Querés ir a caminar por el centro de San Isidro? No... ¿Querés ir a tu casa? No... ¿Querés que vayamos a tomar algo? No... ¿Querés que vayamos a la cas...? No... Bueno Marta, creo que no querés nada, no sé, no se me ocurre qué más preguntarte... Está bien, no importa, dijo Marta resignada, y siguieron besándose toda la noche.
Ricardo y Marta terminaron ese romance de juventud dos semanas después. Eran muy jóvenes y el futuro no tenía planes para ellos, juntos.
Cuarenta años después, Ricardo viajaba en el tren camino a Tigre y cuando se detuvieron en la estación de San Isidro, se acordó de pronto de Marta y de aquél incidente inocente, en "La Escalera de Caracol". ¿Qué esperaba Marta que le preguntara esa noche? Pensó, ¿Qué me faltó preguntarle? Acaso... acaso... ¿Querés hacer el...? ¡Noooo! ¡Qué imbécil, por Dios!


sábado, 9 de mayo de 2009

Anecdotita alcohólica (2)

Continuando con mi pobre cultura alcohólica, les voy a contar lo que hace poco me aconteció y que por supuesto constituyó otro momento de suma felicidad para mi. No es que, para serlo, necesite de un trago demás, pero, en algunos casos contribuyó.
La cosa fue así; el año pasado, en agosto, la agencia dispuso una noche de tragos en un bar para festejar... creo que nadie tenía en claro qué, y menos yo que generalmente me dejo llevar por la multitud, pero era una buena excusa para estar todos juntos sin hablar de trabajo. Este bar queda cerca de mi casa, en Palermo Hollywood y, hasta allí llegué con la idea de pasar un buen rato, cumplir, y luego dejarle el lugar que les corresponde a los jóvenes publicitarios de hoy en día.
Eso que les decía de estar juntos, no podría ser mejor dicho porque el bar al que me refiero era tan chico que había poco espacio para moverse. Estrategia de marketing para unir más a la gente, supongo. Sólo se encontraba allí la gente de la agencia, aunque parecía una multitud abarrotada, por la música que obligaba a hablar a los gritos, reirse a los gritos y tomar algún trago a los gritos. 
Mi primera reacción al llegar, fue manotear una copa de champagne de una bandeja que pasó cerca. Todos tomaban cerveza, pero, confieso que a mi nunca me gustó mucho, por eso prefiero un champusito o dos para entrar en calor. Dije dos; media hora después ya tenía en mis manos la tercera copa de tan sublime bebida. Todo esto, por suerte, acompañado por unos riquísimos choripancitos que en la terraza del pequeñísimo lugar, asaban en una parrillita y hasta allí me apersoné para deleitarme con ellos y con la idea de que el champú, el cuarto de la noche, no me cayera mal.
Matizada la charla con mis compañeros, por el aire libre, y un fresquito de invierno soportable por el calor de la parrilla; más alguna foto que alguien sacaba con su teléfono celular y, el reirse por cualquier pavada dicha al pasar, mezclé de pronto en mi garganta, el champagne con un rico vino tinto que se atrevió ante mis ojos. 
La noche, linda, amena, pasaba sin tener yo conciencia a esa altura, de cuantas copas pasaron por mi paladar. No las conté ¿o se cuentan alguna vez? Estaba viviendo un momento muy feliz, cuando decidí cambiar y llegarme hasta la barra del bar y pedir un Cuba Libre; sí, sé que es una bebida de las de antes pero soy de otra generación y además todavía existe ese trago. Seguí riéndome, charlando y terminé el Cuba Libre hasta la última gota. Volví a la barra quizá con la idea de pedir otro y, fue terrible lo que me pasó. Lo cuento lo más claro posible: apoyé el vaso de Cuba Libre ya vacio en el mostrador, y mi mano, acompañado por el brazo, resbaló, seguido por mi cuerpo hasta quedar casi hasta la cintura acostado en la barra. Me sentí morir. En esa posición ridícula, miré de reojo al barman, no me miraba; observé a la gente linda que charlaban animadamente alrededor, tampoco me miraban y, aliviado por no ser advertido en mi postura, traté de pararme derecho comprendiendo que estaba completamente mareado. En definitiva, al borde de un papelón histórico.
Me dije, Hasta acá llegué, mejor me voy antes de que alguien se de cuenta. Tanta gente en el lugar me fue sosteniendo sin querer hasta llegar a la puerta de salida, salir a la vereda y sentir en mi cara el frío de la noche que seguramente, eso creía, me iba a despabilar un poco. Tengo que llegar a casa caminando, pensé, Trece o catorce cuadras me van a hacer sentir mejor. Estaba feliz de verdad, pero aseguro que el mareo era tan grande e inusual para mi, que me sentía al borde de una descomposición involuntaria que terminaría con mi propio mito de: "Yo jamás me emborraché de verdad".
Las paredes de los edificios a mi derecha en la vereda y, los árboles a mi izquierda, me iban sosteniendo a mi paso en zig zag permitiéndome avanzar lentamente. De pronto me entró una ganas de hacer pis casi insoportable, pero tenía que soportarlo porque lo único que me faltaba para asemejar a un borracho empedernido, era ponerme contra un árbol a... ¡No, ni loco! 
Seguí a mi instinto que me guiaba hasta mi casa como podía, con mi vejiga a punto de estallar y rogando que mi hijo, Santiago, estuviera durmiendo y no me viera en ese deplorable estado. Por fin llegué, entré al departamento y Santiago, con la compu, chateando como siempre, estaba al pie del cañón. Me dijo, Hola pá, ¿todo bien?. Sí, dije, y sin mirarlo seguí derecho al baño. Calculo que durante diez minutos estuve descargando los litros de alcohol que había tomado; hasta creí que salían con burbujas y todo. Dejé por fin el baño y me metí en mi habitación, me quité la ropa como pude y aliviado porque mi hijo no se había dado cuenta de nada, me metí en la cama quedándome frito en un segundo.
A la mañana siguiente, estando yo en la cocina tomando unos ricos matecitos y completamente lúcido después de un sueño reparador, apareció Santiago con una sonrisa de oreja a oreja diciéndome, casi gritando: ¡Qué bien la pasaste anoche, pá! ¡Sos un caaapoooo! ¡Ídolooooo!

sábado, 2 de mayo de 2009

Anecdotita alcohólica.

En los 90, los que nos gobernaban, decían que estábamos en el primer mundo. Equiparando para lograr eso nuestro empobrecido peso con el dólar; todos lo recuerdan. Nos creíamos los reyes del mambo. Entonces qué hacíamos; cambiábamos el auto cada dos o tres años, nos comprábamos todo aquello que nos acercara a ese mundo número 1 y, nos íbamos de viaje en nuestras vacaciones, bien lejos. Yo lo hice. Le dije un día a mi familia acostumbrada a veranear en Villa Gessel: Nos vamos a México. Y antes de que salieran de su asombro, nos subimos a un avión. Cuando llegamos a Cancún, volví a hablar. Les dije: Esto, no es México. O por lo menos no era el que yo quería conocer. Pero ya que estábamos "en el primer mundo" la consigna fue: pasarla bien. 
Resulta que nos instalamos en un hotel "All inclusive", con todo para comer, todo para tomar, sin parar, sin recáudos económicos (todo había sido pagado por mi en Buenos Aires) pero, a pesar de ello, yo, porque soy un tipo medido, no me descontrolé, si no hubiera vuelto por tierra y rodando de vuelta de esas vacaciones. Eso si, mi copa de vino en la cena me la tomaba todas las noches; claro que no se asemejaba a un buen tinto de Mendoza, o chileno, pero era algo que los mexicanos, buena gente de verdad, llamaban vino. 
En esos hoteles turísticos caribeños, más de uno de ustedes lo sabrá, siempre después de la cena, en un gran salón con escenario que nunca falta, se ofrecía algún espectáculo teatral, un poco improvisado supongo, o musical, como para ir bajando la comida. Los actores, músicos y demás, eran los mismos que nos servían el desayuno, el almuerzo, la cena, animaban con juegos y gimnasia a los viajeros en la piscina durante el día, (juro que jamás participe de eso) y además hablaban todos los idiomas. En definitiva, jamás dormían; llegué a pensar que eran robots. Entre esos robots, había una joven que estoy completamente seguro era de carne y hueso. Una belleza increíble. Verónica, jamás olvidaré su nombre. No muy alta, de piel mate con un color que no se si era real o pintado por el sol, super simpática, muy sensual, y con un cuerpo tallado por los dioses. Un sueño.
Una noche, después de la cena con vinito mexicano y de haber disfrutado del teatro, me acerqué a el bar y pedí una Margarita. Nunca tomaba nada fuera de la cena, pero esa noche, creo estaba signada para mi, no sé... algo flotaba en el aire. Sólo una tomé, créanme, la cuestión es que ese solo trago me hizo un "click" en la cabeza dificil de explicar, aunque trataré: Toqué el cielo con las manos, me sentí el tipo más feliz del mundo, me dieron ganas de besar al barman por haberle puesto quién sabe qué para que me sintiera tan bien. Mi boca cruzaba toda mi cara de este a oeste. ¡Hablé inmediatamente con los dioses! Y me concedieron mi deseo. Una diosa de pronto se presentó en el bar delante de todos los que estábamos allí: Verónica. Vestida para desvestirla con los dientes. Bellísima. Habló: Ahora voy a ir a bailar a una disco, dijo, ¿quién quiere venir conmigo? No lo dudé ni un segundo, la Margarita alojada en mi estómago, hizo que superara inmediatamente mi timidez y levanté la mano derecha gritando: ¡Yo voy! 
Sentí apoyarse una mano en mi hombro... derecha también, pequeña y suave, pero con todo el peso de la ley, y una voz conocida por mi después de años de convivencia me preguntó casi con amabilidad: ¿Adónde creés que vas, boludo?
Cinco minutos después, en mi cama de ese hotel nosecuantasestrellas, soñaba con una mujer de ébano salir del mar turquesa cristalino, sacudiendo su pelo negro azabache, desparramando miles de diamantitos que se transformaban en gotitas que recorrían su inmaculada piel morena, metiéndose sin piedad en mis cinco sentidos y, empapada de luz mezclada con sal, corría hacía mi con los brazos extendidos. Fue un maravilloso ensueño sólo empañado por no haber conocido nunca la noche cancunreña.