jueves, 25 de junio de 2009

La casa de Martinez.

Entre tantas cosas que hice para ganarme la vida, siempre relacionadas con la publicidad, fue la de trabajar en una productora de cine. Durante un poco más de un año. Con amigos, verdaderos amigos que me tuvieron mucha paciencia, porque hacer el trabajo de Director de Arte en cine, era nuevo para mi. El trabajo de creativo publicitario, que fue siempre mi profesión, es totalmente distinto. He estado en decenas de filmaciones durante mi carrera, pero casi siempre del lado de la agencia; estar dentro de la misma cocina del cine, es otra cosa.
Durante ese tiempo, hubo algo que fue muy importante en mi vida; un lugar: la sede de la productora; la casa de Martinez como la llamábamos. Pequeña, cálida, con una escalera de madera que crujía al pisar los escalones, y a veces, sin que nadie subiera o bajara por ella crujía igual, porque estoy seguro de que habitaban duendes en la casa. Sus pisos también eran de madera, lustrosos, impecables y tenía un balconcito en forma circular que daba a la calle, en el que en los días de calor, almorzábamos todos juntos al aire libre. Rodeada de un barrio de casitas bajas con tejas rojas, veredas arboladas y naranjos en flor, ayudaba a que el estado en el que yo vivía, fuera todavía más de ensueño. Sólo el ladrido de algún perro por ahí o el cantar de los pájaros, rompía la dulce monotonía del lugar.
Allí soñábamos con filmar mil películas, crear historias que protagonizaran algún día, los mejores actores; creábamos proyectos futuros, mientras, de vez en cuando, la realidad nos obligaba a cumplir con los compromisos de filmar los guiones de comerciales que nos llegaban de las agencias.
Fuimos pocos los que pasamos nuestros días en esa casa, pero muy amigos. Fueron días y a veces noches de aunténtica calidez. Alli preparé los mejores mates que cebé y tomé en mi vida. Escribí mucho en esa casa y extraño no estar en ella cuando hoy lo hago. La paz que me rodeaba ayudaba a pensar mejor, a soñar mejor.
Una tarde de julio, estaba solo en la casa porque era feriado, escribiendo y con las ventanas cerradas por el intenso frío que hacía afuera; cuando me di cuenta de que la tarde caía. Terminé lo que estaba haciendo, apagué la computadora, las luces, la estufa, salí a la calle y me encontré con la escenografía menos esperada en esta parte del país: estaba nevando. Todo blanco. Los árboles, el césped, los autos con un manto inmaculado y pequeños copos que caían del cielo, volaban bailando en el aire. Fue un milagro. Como cruzar una puerta y estar en otro lado del mundo. La magia de esa casa fue la culpable de que haya vivido, esa tarde-noche, un cuento de hadas.
En esa casa fui feliz y también lloré por cosas que me estaban pasando en mi vida personal. Mis amigos siempre tuvieron los mejores consejos para mi, con largas y trasnochadas charlas. Hubo, es verdad, proyectos que discutimos y que luego nunca se cumplieron porque a veces las cosas no se dan. Si los sueños se cumplieran siempre, viviríamos en un mundo perfecto y quizá todavía estaríamos trabajando entre esas paredes.
Nunca olvidaré la casa de Martinez, ni tampoco mis compañeros y amigos. Sé que a ellos al leer esto se les piantará un lagrimón, como a mi. Sé que si tuvieramos la oportunidad de volver a trabajar juntos en ese lugar no lo dudaríamos ni un segundo, porque en esa casa tuvimos esperanzas, pero Dios, que sabe lo que hace, tenía otros planes para todos nosotros.


domingo, 21 de junio de 2009

Feliz día, papá.

Un día Jacinto fue papá. Dos veces más, lo fue. Sé que nos está recordando, con mamá, allí en el cielo. Gracias, por haberme dado la oportunidad de sentir lo que vos sentís.

martes, 16 de junio de 2009

Por mi bandera.

Fue un Capitán del ejército realista quien plantó su semilla en el vientre de la madre de Manuela. Lo hizo con violencia, aprovechando su condición de invasor. La mujer la recibió sumisa, con odio y dolor en el alma para luego emigrar al sur con esa carga no deseada.
Manuela creció como un muchacho; entre los yuyos, los cerdos y el barro. Con el mismo odio de su madre por los que se querían quedar con sus tierras. Cuando sus quince años le pesaban en la espalda por tanto trabajo sin descanso, ayudando a su quién sabe cuánta cantidad de hermanos, paridos bajo el sol y en la mugre por una mujer envejecida a los treinta años de vida, emprendió la marcha hacia el norte, porque le habían dicho, que allí se preparaba un General que le había puesto colores a una bandera en las barrancas del Rosario, para pelearlos a los españoles.
Meses de a caballo, de a pie, tostándose sus manos y su cara por el abrasador sol. Curtida la piel, llena de roña pegada a su cuerpo porque el agua era sólo para beber, Manuela llegó a las entrañas mismas del ejército patriota, con la esperanza de ser recibida para ser una más de los que mancharan de sangre las casacas de los realistas. Era una niña, para los capitanes de sus fuerzas queridas... era una niña aunque se vistiera como un joven.

Vio la bandera celeste y blanca cuestionada por estúpidos de la Santa María de los Buenos Aires, que sentados a un escritorio o en tertulias con las damas Patricias, se reían de esos colores que un abogadito osaba poner al frente de un ejército. Fueron, para ella, los paños más hermosos que había logrado ver en su corta vida. Imaginó a Dios, envuelto en esa tela como el cielo.
La enviaron a coser uniformes, colocar botones, limpiar la tierra de las botas, preparar el mate cocido. Manuela quería matar, ver correr la sangre de los que la engendraron, por las calles de Salta. Se sentía hombre, más hombre que el enemigo. Escuchó a las mujeres decir que ese enemigo estaba cerca, que pronto habría una gran batalla, oyó que muchos morirían allí. No lo dudó entonces; robó una tela celeste y otra blanca. De noche, a la luz de una vela la cosió para unir esos colores que idolatraba. Robó también una lanza, ató su bandera en la caña con la punta para matar y la escondió debajo de su manta. Dormiría con ella hasta que sea el momento de la lucha.

De madrugada lo supo; los realistas invasores estaban allí, a las puertas de la ciudad, con sus armas engrasadas y afiladas para matar a gente como ella. El General creador y admirado por la pequeña Manuela, alistaba sus tropas y pertrechos para iniciar el combate. El tambor marcó el paso de la marcha, los hombres avanzaron a enfrentarse con la muerte, esa muerte que Manuela sentía en su pecho y que sería bendecida por El Señor en el más allá.
Los cañones rugieron, descargando su fuego como dragones, desmembrando cuerpos, destruyendo artillería, agujereando la tierra. Los hombres van decididos a lo más temido: la lucha cuerpo a cuerpo, cara a cara con otros como ellos, con su mismo odio.
Manuela corre, con su lanza-bandera corre hacia adelante. Los hombres de su patria la ven asombrados. Ella toma la delantera ante el estupor del General que no entiende a ese pequeño valiente, que enarbola una bandera rústica con una corajeada inusitada. El ejercito enemigo no detiene su marcha. Con recelo, los hombres del otro lado del mundo se preparan para recibir con toda su furia, a un adelantado sin otra defensa que una lanza con un absurdo trapo atado en su punta, sin detener sus pasos acompasados.
Un Capitán realista se adelanta con su sable en mano, espera al que se acerca, y cuando la pequeña y valiente Manuela con un grito de guerra: ¡Por mi bandera! intenta clavarle su lanza en el pecho, el hombre, esquivándola, con un certero sablazo le corta el cuello a la niña provocándole la inmediata muerte. Manuela, cae de espalda levantando el polvo de su tierra querida, aferrada a su lanza-bandera, con los ojos abiertos pintados como de muñeca fijos en el cielo porque ha visto a Dios. El realista la mira y antes de seguir con sus soldados murmura sin remordimiento: Es sólo un estúpido mozalbete.

Fue una gran victoria del Ejercito del Norte la que aconteció en Salta. El General, ordenó enterrár a Manuela envuelta en su bandera. Consternado por semejante audacia y más cuando supo que era apenas una niña, no dudó que con mujeres y hombres con tanto coraje, muy pronto se lograría la libertad añorada, por la que él, un día, dejó su cómodo escritorio.




martes, 9 de junio de 2009

Marina de Buenos Aires.

Los padres de Marina tuvieron que irse de la ciudad que tanto amaban, de repente, sin tiempo para ordenar sus cosas. Fue a fines de los 70, con lo puesto y con ella, que apenas tenía seis inocentes meses de vida, en brazos de su madre. Huyendo de un destino que ya estaba marcado en papeles con todo tipo de sellos oficiales. España los recibió y allí Marina se educó y creció.
Veintisiete años después de aquella vez, la joven mujer que aprendió todos los secretos de su lejano país de labios de sus padres y, de ese Buenos Aires tan misterioso para ella pero tan cerca de sus orígenes, decidió que era hora de saber el por qué del amor de ellos por su entrañable ciudad, cambiando un agosto de verano europeo, por el adorable frío del invierno porteño.

Apenas llegó a su ciudad natal quedó deslumbrada por todo lo que veía. Mucho más de lo que sus padres le habían contado. Buenos Aires había crecido como ella, sin parar. Descubrió un barrio más, nacido de las entrañas de un rio marrón: Puerto Madero. Quizá ahora sean 101 los barrios porteños, se dijo. El tango se metió en sus oídos llenos de zarzuelas, sevillanas y flamencos, cautivándola. Cosmopolita, bella, llena de luz y de sombras, amable su gente, todo lo que sabía de antemano pero más, esta ciudad comenzó a mostrarse con todo su esplendor para enamorarla aún mucho más.
Visitó el barrio de Belgrano, porque allí llegó un día a este mundo. Caminó por sus calles y tuvo añoranzas aunque no las haya transitado nunca antes. Todo era tal cual se lo habían dicho. Se sentó en un banco de la glorieta, allí mismo en las barrancas. Miró a la gente pasar; los niños, los paseadores de perros, los autos, observó el tren detenerse en la estación, imaginando a sus padres mil veces sentados en el mismo lugar, cuando de pronto, una joven la mira como si la conociera y se encamina resuelta hacia ella. Es de su misma edad; con decisión se para delante suyo sorprendiéndola con una enorme sonrisa de felicidad.
¡Marina! ¡Sos vos! Estás otra vez en Buenos Aires, qué alegría verte.
Marina, apenas esboza una sonrisa nerviosa creyendo que la han confundido con otra persona.
Perdón, pero creo que te habeis equivocado...
No, Marina, ¿no te acordás de mi?... La joven se queda esperando una respuesta que no llega de una mujer que la mira seria, sin entender.
Soy Andrea, me sentaba con vos en el cole desde que empezamos el jardín hasta el fin de la secundaria... Che, tanto no cambié; vos estás igual.
Ah, es que yo no estuve aquí desde...
Si ya sé, estoy tan feliz de encontrarte... Mirá, esta noche nos juntamos todas las chicas del colegio en un bar de Palermo, lo hacemos siempre, sabés, todos los meses y nunca pudimos saber dónde estabas para ubicarte, porque te fuiste a España con tus papás, ¿no?
Si, pero me he ido de muy pequeña y no os recuerdo...
Se te pegó el acento, Marina, me encanta... Cuando le cuente a las chicas que te encontré no lo van a poder creer, y está noche venís al bar por supuesto. ¡No me digas que no! Te paso a buscar con el auto, ¿dónde estás parando?

Marina llegó al bar con su nueva e inesperada amiga, y cuando todas la vieron fue una algarabía tan grande la que aconteció, que la joven decidió seguirles la corriente hasta poder explicarles que se habían equivocado de persona. Pero ella era la sorprendida en verdad, porque ninguna de las jóvenes tenía alguna duda de quién era.
Contaron mil anécdotas de la época del colegio de Belgrano dónde habían estudiado, y siempre Marina estaba involucrada. Ella las escuchaba y por momentos sentía que sí, que realmente las había vivido. Tuvo ráfagas de imágenes en su pensamiento sobre los hechos que escuchaba, y pensó que la cerveza comenzaba a jugarle una mala pasada. Se sentía bien de todos modos, a gusto. Creyó encariñarse de pronto de estas mujeres, supuestamente compañeras del cole, sintió que las quería desde siempre, como si las conociera de toda la vida. Ellas le hablaron de su noviecito del colegio secundario, sí, ese chico que nunca la pudo olvidar; Matías. Entonces, Marina se dio cuenta de que tenía que terminar con una farsa involuntaria para ella. Pero cómo decirles la verdad, contarles que ella jamás había estado en ese colegio, que nunca había recorrido las calles del barrio y ni siquiera de Buenos Aires. Que su morada de toda la vida quedaba allá lejos, en un lugar que posiblemente no conocían llamado Almería. No quiso desilucionarlas o no sabía cómo decírselos para que no la tomen como una estafadora. Tuvo miedo porque se sentía feliz de vivir algo parecido a un sueño. Sabía que esta sería y para siempre, una noche inolvidable, entonces decidió callar y llevarse consigo todo lo que el destino le había brindado.

Recostada en la cama de su hotel, Marina, todavía con una sonrisa, pensaba en la hermosa noche que una ciudad llena de magia le regaló, cuando sonó el timbre del teléfono. Lo llevó a su oído esperando escuchar alguna de las voces de sus nuevas amigas, pero no, era una voz que de pronto le resultó conocida.
Hola Marina... Soy Matías, ¿te acordás de mi? Perdón por molestarte a esta hora, pero las chicas me contaron que estabas acá y me dio una gran alegría... Me gustaría verte mañana... Tenemos tanto que contarnos, hablar, no se, nunca me olvidé de vos. Sé que pronto volvés a España pero antes de que lo hagas, tomemos un café ¿Si?

Marina no volvió a Almería. Hoy, después de tres años, tiene una vida con Matías, con sus compañeras del colegio, con la ciudad mágica que jamás la abandonó. Esta joven mujer que llegó un día para ver con sus ojos lo que le habían contado, supo que todo lo había vivido de verdad, proyectado por los sueños que sus padres tenían para ella. Y gracias a esos sueños, nunca dejo de ser, Marina de Buenos Aires.

sábado, 6 de junio de 2009

Pienso... pienso...

Los duendes y las hadas juegan con los niños, ¿no te acordás? Pensá... pensá...

Si un solo niño sufre por hambre, no hay ningún gobernante que pueda decir, que hace bien lo que tiene que hacer.

Si un niño te mira y te sonríe, tu día será el mejor.