domingo, 27 de diciembre de 2009

2010.

Nace una nueva década del 10. Cada fin de otra, es una esperanza que se renueva. Una década en que los autos volarían, caminaríamos por la luna, viajaríamos a Marte y llegaríamos a Japón en una hora. Nada de eso pasará en los años diez, no, pero todo será mejor que lo que ya vivimos. Cada deseo a las doce de la noche cuando comience el nuevo año, será el de todos los años a la misma hora: que seamos felices; con salud, trabajo y amor. La fe es lo último que perderemos. Será cuando el Universo se detenga. Pero no lo hará por ahora, lo sé. El 2010 será nuestro año. Mi año; lo sé también.
Volaremos con nuestra imaginación, caminaremos por toda la Tierra, viajaremos a las estrellas con nuestros sueños y llegaremos a donde tenga que ser en el tiempo que tenga que ser. Lo demás ocurrirá en cien años, quizá.
Cuando amanezca ese primer día de 2010, el sol que nos ilumine no será el de siempre; será uno nuevo, con la luz que necesitamos para que se cumplan nuestros deseos. Aquí, en esta vida, que parece ser siempre la misma. Pero no lo es porque un nuevo año de ilusiones comenzará. Una nueva y auspiciosa década del 10.


sábado, 19 de diciembre de 2009

Sueño de Navidad.

Pasó en una Navidad, lo recuerdo como si fuera hoy. Nevaba en mi ciudad. En todo el país nevaba. El mundo entero se encontraba bajo una persistente caída de copos blancos, que cubrían con un manto inmaculado a este planeta que no era tan inmaculado. Fue aquella vez, sí. Como un milagro ocurrió. Millones de lucecitas de colores titilaban e iluminaban las calles, las rutas, los campos, los hogares y las ciudades enteras.
Los árboles multicolores en cada casa. Las nueces y castañas asadas; los manjares en esa noche fantástica, adornaban las mesas preparadas con manos amorosas para recibir a todos: las familias, los amigos. Los niños jugaban como deberían hacerlo siempre y cantaban villancicos. Los mayores los amaban y se amaban unos a otros como debería ser siempre.
Millones de Papás Noel, entraban por las chimeneas, puertas y ventanas de cada hogar, para dejar sus regalos a los niños y a los que no lo eramos.
En los hospitales no había enfermos esa noche. En los ejércitos, las armas se inutilizaron. Los gobernantes que deben decidir el destino de cada habitante, no pensaban en si mismos, sino en todos. En esta casa, nuestra única casa en el Universo, no había distinciones, ni razas superiores, ni distintas a otras. Todos eramos iguales. Cada uno con su religión y creencia, pero iguales.
Esa noche, brindamos, nos besamos y abrazamos. Vimos volar a los niños que volvieron a ser ángeles. Nosotros también volamos. Porque esa noche mágica recordamos lo que alguna vez fuimos. Lo hicimos mientras mirábamos por la ventana de nuestros hogares la nieve caer y pensamos, mucho pensamos. Soñamos que si todos los días fueran como esa noche, no escucharíamos más mentiras. Creeríamos en aquel que tenemos al lado, en un mundo sin desigualdades.
Sí, fue una Navidad. Así pasó. Lo recuerdo como si fuera hoy.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La separación.

Todo casi listo. Ya había embalado su computadora que alguien pasaría a buscar más tarde junto a sus libros y los discos de su música preferida. No quedaba mucho suyo en esa casa donde pasó parte de su vida. La mejor. Su vida con la mujer que más amó.
Ya está, se dijo, es hora de irme lejos, a empezar otra vida en un lugar que no me recuerde a este.
Ella, mientras, lo observó en silencio. Sin poder hablarle, o sí, sabiendo que si lo hiciera, él no la escucharía, no le respondería aunque le dijese mil cosas. Lo dejó en paz recoger sus pocas pertenencias; meter su ropa en un bolso. No habría ya, manera de detenerlo.
Todo tiene un final, pensó ella; si los amores duraran cien años siempre tendrían su final. Lo observó con tristeza acercarse al hogar que tantas veces en las noches frías de invierno, les diera calor con su crepitoso fuego mientras hacían el amor acostados en la alfombra.
Él, tomó una foto de las pocas que quedaban encima de ese hogar ahora apagado. Era esa que los muestra mejilla con mejilla sonrientes y felices a la cámara que los inmortalizó para siempre; fue en aquél tiempo feliz. Único. Ella intentará detenerlo: No, esa foto no, quiero que se quede conmigo en esta casa. Aquí donde pasé los mejores días de mi vida. Vete si quieres, sepárate de mi, pero por favor deja esa foto conmigo... Pero no dijo nada... Nada... Lo que pensó quedó dentro suyo. Se sintió culpable porque esta separación fue por su propia e involuntaria decisión. Simplemente un día dijo: Basta, basta, aunque no lo creas no doy más. Ya no puedo seguir con esta vida.
Él, metió la foto en su bolso; miró detenidamente cada rincón de la casa. Cada pared, cada cuadro, cada mueble. Observó las azaleas marchitas, secas en un florero con el agua turbia por el tiempo. Ya no recordaba cuando se las había regalado; sus flores favoritas.
A ella no la miró, ignoró su presencia. Demasiado dolor en su corazón transformado a veces en odio por este maldito momento que ella misma propició. Esa decisión inentendible del destino que lo obliga a irse lejos, a emprender otra vida. A tratar de enamorarse de otra mujer como si fuera tan simple. Tan estúpidamente simple.
Cerró la puerta de la casa y salió a la calle. Ya no volvió a mirar hacia atrás; sabía que no lo haría nunca más. La vida sigue, las heridas las cura el tiempo... Dicen, los tontos dicen.
Camino unos metros y se detuvo de repente, como si se hubiese arrepentido de algo. Miró al cielo, cerró los ojos y lo prometió: "Jamás dejaré que falten azaleas en tu tumba".