viernes, 23 de abril de 2010

Regreso a casa.

-Corte por favor. -Le dice el tarotista al hombre sentado frente a él en la plaza de la que es habitué los fines de semana.
El cliente, dispuesto a escuchar al adivinador de manos mágicas, aparenta unos 55 años y se lo nota con mucha ansiedad por lo que espera vivir en ese momento. -Todavía no le dije lo que quiero de usted. -Lo sorprende.
-Se entiende, mi amigo, que lo que usted espera de mi es lo que yo puedo hacer con el tarot: decirle que puede pasar con su futuro, de qué deberá cuidarse y... mire, si veo algo muy malo, muerte o algo así, perdóneme pero eso me lo guardaré.
-Es que, yo no quiero que me hable del futuro, sino que me lleve al pasado.
-¡Ah! Claro, ya entiendo. Por supuesto que puedo ver en las cartas cómo es usted, la gente que lo rodea y cómo se relacionó con ellos, su familia etcétera, etcétera, pero le aclaro que en ese caso puedo fallar, porque yo...
-­No, no me interesa eso porque ya lo sé, en realidad espero otra cosa de usted.

El tarotista, acostumbrado a los días tranquilos de la plaza, con clientas dispuestas a escuchar lo que ellas quieren, porque en eso el hombre es un experto, tiene un momento de desconcierto y desea que este improvisado y molesto cliente se vaya por donde vino. Después de todo, el dinero que se pierda de ganar con él, llegará de la mano de algún otro desprevenido paseante en esta mañana de sábado. Pero no puede ser descortés y pedirle que se vaya así porque sí, entonces le pregunta ya un poco irritado:
-¿Y qué es lo que espera de mi?
-Que me transporte al pasado. -Le ruega el cliente.
-Bueno, señor, ya le dije lo que le puedo decir con las cartas, usted corte de una buena vez. -Le suplica.
Entonces el hombre, sin mirar las cartas e inclinándose hacia el experto adivinador para mirarlo fijo a los ojos, le dice, -que me transporte literalmente... Eso quiero... A 45 años atrás...
-¡Ehhh! Señor, este... Creo que estamos perdiendo el tiempo ¿sabe? Y hay otras personas dispuestas a...
-Hágalo y le pagaré bien, pero muy bien, espero mucho de usted y será beneficioso para los dos.
-¿Pero cómo quiere que lo haga hombre? ¿Con una máquina del tiempo... En un OVNI...? ¡Es usted muy gracioso!
-Ni en una cosa ni en la otra, ¿por qué no, en un tren?... Piénselo por favor. -Dicho esto, se levanta de su silla y comienza a alejarse entre la multitud de curiosos que miran artesanías, toman gaseosas y comen pochoclos, dejando atrás al perplejo adivinador tarotista que recién cambia su expresión molesta y pensativa cuando una cincuentona se le sienta enfrente, -hola guapa, ¿qué puedo hacer por ti?

El tren salió de la estación central en perfecto horario. El hombre recordó aquellas viejas épocas en las que pasaba hasta media hora esperando la partida del convoy después de un largo día de trabajo, allí en la ciudad, para llegar a su pueblo, cansado, con ganas de cenar y luego derechito a la cama. O cuando de pequeño iba al colegio, recorriendo kilómetros de vía férrea con el "tracatrá, tracatrá" incorporado a sus oídos para siempre. Las estaciones, que con el tiempo no parecían haber cambiado mucho fueron pasando una a una, mientras su pensamiento viajaba hasta allá lejos, adonde él quería llegar.
Al cabo de una hora de viaje, las estaciones siguientes comenzaron a ser distintas; como las recordaba. Los pueblos más pequeños. La gente quedada en el tiempo, en un tiempo añorado por él. Pasajeros que suben y bajan. Bocadillos para matar el hambre, con olores a jamón y queso que llenan el alma de sabores inolvidables. Griterío de charlas abiertas para todo el que desee participar, con risas penetrantes, desmedidas, sin ninguna vergüenza. Mujeres hermosas como lo fue su primera novia, María Julia, aquella niña de ojos azules y rubios bucles que volviendo del colegio se convirtió en su compañera de viaje con arrumacos incluídos hasta que el destino, que a veces no tiene piedad, se encargó de separarlos.
Hasta creyó reconocer a alguien sentado dos filas adelante, "Daniel, ¿sos vos?" estuvo a punto de preguntarle. Pero no, aquellos fueron otros tiempos, otro lugar, y sólo se limitó a observar.
¡Manuel, el guarda! Pero es que no ha cambiado nada, como si el tiempo no hubiera pasado, -hola niño, ¿cómo estás? Hace mucho que no te veía por aquí -lo saluda agujereando su boleto. Él lo miró y solo atinó a sonreírle, asombrado. Y por fin su destino. Su pueblo y su vieja estación tantas veces transitada. El tañido de la campana, "talán talán", que escucha nuevamente como una música celestial le nubla la vista con lágrimas que se escapan de repente de sus ojos bañados. Le tiemblan las piernas al descender al andén de la estación que lo vio crecer. Tantas cosas vividas allí; nada más y nada menos que su historia.

Caminó por la calle como un caballo que vuelve a su establo, sin esperar una orden, sólo por inercia. Cada centímetro, cada pedazo de tierra, de pasto, cada árbol le resultaron conocidos, como si el tiempo desde que él se fue, ya muchos años atrás, se hubiera detenido esperando su vuelta. De las casas salían las mismas voces, los mismos olores sabrosos de siempre, los mismos ruidos que lo acompañaran en su memoria toda su vida. Dio vuelta en la última esquina, ya estaba a una calle y comenzó a sentir que su corazón estallaba, que le latía a mil, que llegaba en el momento justo. Sintió que ese viaje en tren hasta allí era el mejor de su vida.

Lo vio, era inconfundible. Pasó delante de él corriendo con otros niños con una meta fija: esos árboles eternos como una escenografía puesta especialmente para ellos. Todos arriba, a lo más alto, desafiando a las ramas más débiles que no se atreven a romper para no lastimar a los pequeños aventureros que luego cabalgan en corceles imaginarios, disparando balas inexistentes que impactan en indios con cara de niños y que se desploman en una muerte eterna, si es que la eternidad dura nada más que diez segundos. Los ojos del hombre fijos en el niño que corre, salta, se trepa con su sonrisa que no sabe ni entiende del futuro y tampoco le importa, porque si pudiera adivinarlo no dudaría un instante en dejar de crecer.
La pelota de goma que rueda endiablada y a los saltos por los pocitos del terreno, un verdadero paño de billar para los niños, porque para ellos no hay campo de juego mejor ni lo habrá jamás. El grito de gol que seguramente viajará hacia el universo entero y más allá, donde Dios lo anotará en su libreta como el mejor de este planeta tan lejano y perdido en el espacio. Y luego el hoyo hecho en la tierra con el talón de la zapatilla de ese niño observado por el hombre, para embocar allí esa bolita preferida que le ayudará a ganar otra y que será el mejor trofeo del día.
Ese día que parece eterno no lo es. Termina con el atardecer, como terminan los sueños, pero esos sueños al otro día se vuelven a repetir.

Todos los pequeños pasan delante del hombre que observó cada momento vivido por ellos como si fuera propio. Cada uno toma diferentes direcciones hacia sus hogares para reponer energías porque mañana, todo, aunque parezca igual, será distinto. El último es ese niño al que llegó para ver desde tan lejos, en su añorado tren. El pequeño se detiene frente al hombre que lo observó durante todo el día, sin ningún temor.
-Estoy aquí porque quería verte jugar -le dice el hombre. -Estás aquí porque yo quería que me vieras jugar -le dice el niño.

Los domingos no son muy distintos de los sábados en la plaza. La gente parece ser la misma: la máquina con los pochoclos tostándose, los artesanos, los que pintan retratos o paisajes ya pintados mil veces, los que bailan el tango y, el tarotista que juguetea con las cartas esperando a ese o esa que se siente frente a él para escuchar de sus labios lo que vendrá.
Otra vez el hombre extraño con un pedido como jamás le habían hecho es el que se atreve a sentarse: -Vine a pagarle por su trabajo.
Hubo sorpresa en el tarotista pero, cortésmente intentó seguirle el juego, -muy bien, ¿y cómo va a hacerlo?
-Con esto. -Le dice el hombre colocando encima de la mesita donde el adivinador despliega sus cartas, la bolita gastada ganada el día anterior.
-¿Con ésta bolita vieja? -Se sorprende el tarotista -creo, mi querido señor, que usted está intentando burlarse de mi.
El hombre poniéndose de pie le dice entonces: -Está equivocado, esa bolita es lo más valioso del mundo, y usted se la ganó haciendo que mi ilusión se hiciera realidad.
-Mire señor, para ser sincero le aseguro que no hice nada. Vivo de esto pero es imposible que pueda trasladar a alguien al pasado. -Le asegura el tarotista intentando devolverle la bolita.
El hombre, se aleja unos pasos, se da vuelta y le dice por último al tarotista que observa todavía extrañado esa pequeña esfera de colores en su mano.
-Siempre tuve un sueño. Creer en usted fue suficiente para que se haga realidad. Y ahora perdóneme pero ya me tengo que ir, mi tren sale en 20 minutos.

domingo, 11 de abril de 2010

Vi una duendecita.

Cuatro vueltas al sol pasaron desde ese milagro.
La vi en unas callecitas, lisboetas y pequeñitas.
La vi subir y bajar con sigilo por veredas multicolores.
La vi dormir acurrucada y a palomas despertarla.
La vi esconderse en las noches y a las farolas delatarla.
Vi su desnudez de Venus, su sonrisa y sus lágrimas.
Vi su luz y su aura, entre vinos, velas y fados.
Era abril en Portugal. Primavera en mi alma.

jueves, 1 de abril de 2010

Curupaytí.

Dicen que esto que voy a contar ocurrió cuando había una guerra, esa que llamaron de "La Triple Alianza" y fue allá por el año 1864. Dicen que en esa época en la Santa María de los Buenos Ayres vivía una niña blanca como el mármol, hermosa como una virgen. No más de quince años de vida, pretendida por los jóvenes de la mejor sociedad de la ciudad. Dicen que ella era culta como pocas; aprendida en Londres. Dicen que su padre, Don Antonio Mendoza, era un hombre rico, amigo de políticos a los que manejaba a su antojo, muy déspota y que le había elegido a su hija el hombre con el que viviría el resto de su vida, asegurándole un futuro auspicioso por la unión de dos familias muy pudientes. Dicen que la niña odiaba a ese español mucho mayor que ella impuesto por su padre.
María de los Ángeles era su nombre y dicen que lo que más deseaba era tener un caballo. Su padre se lo regaló a cambio de la promesa de que se casaría con ese español de nombre Fernando de Levalle. Dicen que ella lo aceptó porque sabía que el destino de muchas de las damas de la sociedad era ese; el de la sumisión y caprichos de las familias Patricias. Dicen que el caballo llegó de la mano de un hombre de campo; joven, fuerte, de piel mate, con ojos oscuros que penetraron la piel de la niña hasta su corazón. Ezequiel era su nombre. Dicen que ella sintió algo que no entendía, porque nunca lo había sentido. Dicen que desde ese momento odió su propia clase social.

Dicen que todas las tardes el joven Ezequiel le enseñaba a cabalgar a María de los Ángeles fuera del poblado. Hacia los campos verdes y bañados cercanos se alejaban. Más de una vez volvían muy tarde montando sus caballos, por eso dicen que Don Antonio Mendoza obligó a su hija a que ya nunca más viera a ese joven de campo de una clase social menor que la de ella.
Dicen que ya era muy tarde para eso. El joven Ezequiel la había poseído. Dicen que la amaba con locura. Dicen que María de los Ángeles ya llevaba en su vientre el fruto de ese amor que no podría traer buenas consecuencias. El español, Fernando de Levalle, decidió hacer justicia con sus propias manos ante tanta humillación. Dicen que Ezequiel lo atravesó con su cuchillo quitándole la vida y luego huyó al noroeste. Dicen que se unió al ejército que peleaba en Paraguay, con el deseo de que algún perdigón enemigo terminara con su vida por el dolor que sentía al saber que había perdido a su pequeña amada para siempre.

Dicen que el padre de la niña obligó a su esposa, sumisa y complaciente, a que sacaran de ese vientre el feto que se estaba gestando. Dicen que luego sobrevino una terrible infección en María de los Ángeles a consecuencia de tan aberrante hecho. Dicen que la niña hermosa como un virgen supo que el cielo la recibiría. Dicen que lo único que pedía era tener a Ezequiel a su lado para que la tomara de la mano en sus últimos momentos.
Dicen que Ezequiel marchó al campo de batalla en Curupaytí con la imagen de María de los Ángeles en su memoria, sin saber que ocurría con ella, ni de su embarazo frustrado por el odio de su padre. Dicen que la contienda fue terrible y las tropas argentinas derrotadas. Dicen que Ezequiel después de pelear bravamente ayudó a un capitán del ejército, herido, cargándolo en su hombro, a retroceder ante el fuego enemigo que destruía cuerpos y pertrechos.
Dicen que en ese mismo momento, María de los Ángeles moría en brazos de su madre llamando a Ezequiel a viva voz. Dicen que Ezequiel, entonces, soltó al capitán herido abandonándolo y corrió hacia las lineas paraguayas gritando con esperanzas ¡María de los Ángeles!
Dicen que fue acribillado por la metralla, cayó de rodillas, abrazó algo imaginario en el aire y de bruces clavó su cara en el barro de Curupaytí.

Años más tarde, dicen, ese capitán que Ezequiel salvó ayudándolo con valentía, inmortalizó a pincel y oleo aquella batalla. Dicen que uno de esos cuadros mostraba a un soldado corriendo por el campo con su brazos abiertos y a una niña bellísima viniendo a su encuentro para fundirse los dos en un abrazo eterno. Dicen, que ese capitán pintor, aseguró siempre que eso fue lo que vio aquél fatídico día en el campo de batalla de Curupaytí.
Dicen, los que dicen, que así fue como sucedió.