lunes, 20 de septiembre de 2010

Agua mansa.

Querido diario:

Han pasado ya tantos días desde que partió que no recuerdo cuántos. Es como si la eternidad se hubiera apoderado de mí; como si el tiempo, implacable, existiera de verdad. Quiero creer que no, no existe si la espero.

El río marrón, con sus aguas calmas siempre, extraña verme remando, cruzándolo con mi bote “Mabel”, así bautizado por mí, como lo único que me quedó de ella: su nombre que yo mismo le puse. Desde que se fue, está anclado esperando. Seguirá así, en el mismo lugar, no volveré a subir a él si no la veo en la otra orilla otra vez, saludándome con su brazo en alto. De esa manera la vi crecer, con su mano llamándome desde que éramos niños, para que fuera a jugar con ella; luego, cuando crecimos y nos descubrimos, rogándome que cruce el río para amarnos en la arena, bajo el sol. Hasta que llegó ese día, en el que con su mano en alto me pidió ayuda. Fue aquella terrible tarde, que no puedo olvidar aunque quisiera.

La crecida de las aguas, la inundación por el temporal que nos azotó, impidió que con mi bote lograra llegar a la otra orilla. El agua mansa parecía enfurecida conmigo, con los peces, con cada cosa que flotara, con los hombres y mujeres ahogados sin piedad. Gritándome que ella es la naturaleza y yo un simple mortal. Enseñándome como es la vida. Mostrándome como es la muerte. La muerte que terminó con mi vida y mis sueños, esa fatídica tarde.

Mabel, mi bote, espera como yo, soportando todo lo que pasa, sin quejarse de los que con su picnic ensucian la orilla que fue nuestra. De vez en cuando alguna bolsa de plástico se pega como abrojo a la madera y allí se queda, sin querer irse, sintiéndose protegida como yo lo sentía cuando flotando en el río, llegaba a sus brazos, a sus labios en los que me fundía, a su cuerpo en el que me hundía.

Vi, ese gran pez saltar desde el agua, y tomarla con su enorme boca para llevarla con él al fondo barroso de mi río marrón. Había resignación en su rostro, una resignación placentera al hundirse juntos. Como si lo estuviera esperando, como si lo hubieran pactado. Sus ojos se despedían de los míos. Del horror de mi rostro impotente ante una situación que no podía evitar. Rogué que el impetuoso río ese día, diera vuelta mi bote y, me ahogara con toda esa gente que flotaba muerta por la fuerza de la naturaleza.

Las aguas se calmaron desde aquella vez. La paz, el silencio, que sólo se rompe cuando llegan los hombres y mujeres con sus niños y sus picnic que ensucian, ahora es cosa de todos los días. Ya no escucho el canto que me cautivaba, no veo la sonrisa que me encantaba. Nunca me até a un árbol para no ir hasta ella por temor, porque no lo tuve jamás, ni desde que era niño ni menos cuando le enseñé a amar como los hombres lo hacemos. Hoy, en el fondo de este río, le enseñan a amar como siempre debió hacerlo aunque a mi me duela en el alma.

No perderé las esperanzas de volver a verla en la otra orilla nuevamente, sentada en la arena llamándome, cantándome. Con su cabello de oro ondulado y largo hasta la cintura cubriendo sus pechos desnudos de mujer. La más hermosa mujer que pueda existir. Con la otra mitad de su cuerpo desnudo con cola de pez.

Es la mujer que espero y que sólo yo he amado. La sirena que sólo mis ojos han visto.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El mar dorado.

Pedrito, observa con admiración a su padre dando brazadas con su hoz, en el medio del trigal que existe desde que él se acuerda. Nunca vio en ese lugar, otra cosa que no sean esas espigas bañadas por el sol. Nada es más bonito en el mundo, repite siempre, ese mundo que no va más allá de hasta donde alcanza su vista.

Detrás de las montañas hay otra cosa, le dice María, gente que no conocemos, pueblos que no hemos visitado. Un mar con barcos que viajan lejos y, cuando regresan, traen a otra gente distinta a nosotros.

De que color es el mar, le pregunta Pedrito a su amiga de siempre.

Azul, como el cielo y con olas blancas como las nubes.

Mi mar es dorado, brilla, le dieron ese color nuestros antepasados, cuando aquí había oro en las piedras. ¿Lo ves, María? Mi padre nada en él, algún día lo haré yo como antes lo hacía también mi abuelo. En él navegaré y me iré muy lejos, más allá de la cordillera, a ver lo que hoy no ven mis ojos.

En ese campo de trigo no podrás ir muy lejos, Pedrito, si no dejas de mirarlo no verás otra cosa.

Pero yo veo muchas cosas desde aquí, serán muchas más desde allí.

Yo sólo veo un trigal dorado que brilla por el sol y nada más.

María, si quieres, te enseñaré a ver el mundo desde ese mar que el viento balancea, sólo tienes que acompañarme y verás lo que nunca viste. Toma mi mano, vamos.

Las montañas se ven igual desde aquí, dice la niña parada en el medio del campo de espigas que le cubren el pecho. Mi casa es igual, allí está, Pedrito, el cielo y el sol no son otros que los que veo siempre.

Yo veo otra cosa, María. Muchas cosas. Porque este es el mejor lugar para ver el mundo.

Dime qué ves.

Veo la tierra que es la madre de todas las cosas, mi alimento, el refugio que me protege, el alimento de los animales que nos ayudan, las montañas que son pirámides, el hierro que brota de ellas para forjar mis herramientas, el oro que mis tatarabuelos Incas descubrieron, forjaron, y que otros nos robaron, el agua cristalina que baja de la nieve en las alturas y me purifica, me quita la sed, el sol que me da calor, vida, esperanza, el cielo en su inmensidad azul, la luz de ese cielo que me ilumina, las sombras de la noche, las estrellas que me guían si me pierdo, la luna que vieron todos los que aquí han estado, este trigal que lastima mis ojos por su brillo pero le da fuerza a mi vista, en él floto, el viento me lleva a otros lugares, navegando, volando como los pájaros, sobre ciudades, pueblos blancos, puros, soñados por todos y por los que vendrán, veo guerras que peleamos, por la vida que perdimos, por la vida que ganamos, veo hombres y mujeres que cosechan, sacrificios para que esa cosecha sea abundante, guerreros que empuñaron las armas contra ellos, los conquistadores que nunca nos conquistaron, veo el Valle Sagrado, ahí están los espíritus de nuestros sabios, antepasados que soñaron por mí, mi presente que no los olvida, el futuro que no me olvidará, madres dando a luz, los hijos que la tierra nos dará, la misma tierra que nos recibirá, veo quien fui una vez, veo quien soy ahora, veo que nunca he muerto y tampoco moriré, veo que soy el primero que pisó este lugar, seré el último que lo hará, veo que no hay mar como este mar, veo El Dorado, el tesoro de mi tierra, el que nunca me robarán.

Juan, hijo de Pedro y María, observa a su padre en el medio del trigal, cortando las espigas que serán el alimento para todos, sin cansancio, mientras dure el día. El niño, sabe que jamás se irá de allí, nadie se lo dijo pero lo sabe. No hay mejor lugar para vivir, ni más hermoso en el Universo. La tierra es suya. La heredó del pueblo más grande del sur de América. Él nadará allí un día como todos lo hicieron y lo harán, escribiendo la historia de la vida que es eterna, navegando en ese campo dorado. Su mar dorado.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Mensaje.

Los dos relatos anteriores a este mensaje, escritos por mi como cartas, conforman una historia, por eso, para entender cada una, recomiendo leer las dos desde la primera carta. En este orden:

Primero: "Carta en Otoño."

Luego: "Carta en Primavera."

Carta en Primavera.

Amado de mi alma:

Los días son más largos, los árboles recuperaron su color verde de distintos matices, las flores renacen con su aroma. Los grillos me cantan una canción de cuna en las noches; los pájaros me despiertan con su canto en las mañanas. El polen vuela en el aire, es un verdadero manjar para las abejas que han vuelto. El colibrí aletea enloquecido porque la Primavera llegó. La esperada estación prometida trajo su calor a mi piel, pero, mi dolor sigue, mi pecho parece estallar: tú, no regresaste.

La Familia reunida, la misma que me prometió tu vuelta en esta época, me dio la noticia; no volverás. Tú, el mejor, cumpliste con la misión que te encomendaron. Tus balas acribillaron al enemigo. Dejaste viudas llorando por sus hombres muertos. Hiciste del negro un color de moda, allá lejos, donde fuiste a hacer tu trabajo. Ni una bala te hirió, pero si, una perdida me hirió a mí. Me conoces, sabes de lo que soy capaz, la mujer que se ha atrevido a dormir en tu lecho, tiene los días contados. No imagina con quién se metió.

El arma que esta vez puso en mi mano la Familia, no fallará. Nadie, aquí, perdona una traición. A esa desgraciada, le volaré la cabeza con el consentimiento que ya tengo de todos. Yo, personalmente, rogué por ese derecho. Ahora la misión está en mis manos. La cumpliré con creces, amado mío, no habrá lugar en el mundo en el que puedas esconderte de mi ira. Te encontraré, a ti y a la condenada por mí.

Eres un hombre valiente, el más audaz de todos los de esta Familia, aunque sé, que en este párrafo de la carta, y que no debería asombrarte porque me conoces bien, has comenzado a temblar de miedo. No te preocupes, sin mi intervención ante la Familia y porque te amo con locura, eras hombre muerto, lo sabes, formas parte de esta comunidad. A ti te salvé. Perdonaré tu vida porque sin ti no vivo. Lo haré porque te llevaste la mitad de mi corazón. Perdonaré cada una de las noches que con ella has dormido; perdonaré tu infidelidad y cargaré toda tu culpa, en el cuerpo de la que, por un instante, te ha seducido. Ni aunque la metas bajo tierra la salvarás; no hay escapatoria fuera de este planeta.

Haz tu maleta, no olvides nada, regresarás conmigo a nuestro querido y pequeño pueblo y, ya no habrá misión alguna para ti. La Familia me lo ha prometido. Te hemos condenado a estar a mi lado, aquí, para siempre. Las próximas misiones las haré yo misma. Seré tan implacable como tú. El dolor en el pecho que siento cada vez que te vas, lo sentirás en el alma, cuando a mi me toque hacer el trabajo. Porque me amas, lo sé mejor que nadie. El estúpido desliz que has cometido, será una carga de culpabilidad en tu vida, sí, lo sabes; no me importa ese sentimiento eterno que tendrás, agradece que te he salvado la vida.

Amado mío, luz de mis ojos hoy ciegos de ira, la Primavera te recibirá con todo su esplendor. El perfume de las rosas de nuestro jardín, impregnará tu nariz y te acompañará en la noche cuando mi cuerpo recorras con tus labios. Caminaremos como siempre lo hacíamos por las callecitas del pueblo, disfrutando de cada clima, cada sol y cada luna. Si no lo recuerdas, te obligaré a hacerlo con toda la dulzura que tú sabes sólo tengo para ti.

Mi vida, cuando llegue a donde estás, y cumpla con mi misión que no tiene vuelta atrás, prepárate a lavar la sangre de mis manos, como siempre lo he hecho yo con las tuyas, para luego amarnos delante del espíritu de la condenada, y emprender juntos el regreso a nuestro hogar. Conmigo no se juega, por algo soy, la Reina de la Mafia.

Allá voy, por la mitad de mi corazón.