domingo, 28 de noviembre de 2010

Balcones soñados.

Su Excelencia:

En cada uno de los balcones de mi pueblo, he tenido un amor distinto, único. Caminar estas callecitas angostas y serpenteantes ha sido a lo largo de mi vida como recorrer el mundo. En cada balcón he dejado una flor y cada flor ha sido testigo de un gran amor. Hoy le escribo a usted y a todas las damas que desde allí me vieron pasar, simplemente porque jamás con ninguna, definitivamente, me quedé. Mi camino de ida y vuelta nunca tuvo un final, sólo un momento, un instante de paz, de pasión y entrega total para luego seguir recorriendo cada callecita soñando con el próximo balcón que habría de visitar. Fui un marino navegando sobre un empedrado de adoquines sin tiempo. Mis velas al viento siempre desplegadas, despertó en cada puerto, un suspiro de admiración que me atrajo tal cual sirenas a Ulises. Para mí, la tentación fue un arrecife que no pude salvar. Con nada me ataría para evitar abordar cada uno de esos balcones de madera antigua, y dejar allí todo el amor que tuve hacia cada una de las bellas mujeres que desde la altura, me llamaban con su canto sensual. Por ellas he vivido y por ellas ya llega mi final.

A veces pienso que la mujer que no me ha tenido en sus brazos no fue afortunada. Se ha perdido de algo que sólo yo le pude dar. Las que si me han tenido, pueden dar fe de ello. No lo digo por vanidad, sino porque ellas se encargaron de decírmelo, y les creo. A todas siempre les creí. Quizá por ingenuo, o por bondad hacia las más bellas criaturas de Dios, y de eso mis ojos se encargan de dar fe. Recuerdo cada instante en sus lechos como si ninguno fuera distinto al otro, pero lo fueron. Cada una de ellas dejó su sello en mi piel, en mis labios, en todo mi ser. Cada mano que me acarició provocó una vibración especial en mis entrañas, en mi mente, en mi corazón. Cada boca que me besó, un sabor inolvidable en mi paladar experto en catar lo suave y lo dulce de toda mujer.

En mi niñez la vi, en ese balcón sin flores, a ella, la que sería mi primer amor. En mi adolescencia recién la amé, en ese mismo lugar, pero con flores que yo mismo le llevé. Fueron los ojos azules más azules que besé. Esas calles sin fin me llevaron de regreso a otros amores, a otros balcones que como islas aparecían ante mi vista que nunca dejó de visualizar el horizonte. Sirenas que me cautivaron sin piedad y a ellas me entregué. Escape una y mil veces de todas, me entregué una y mil veces a todas. La última fue la que no era de este lugar, sino del otro lado del mar. Ojos negros, más negros que el océano. Pura pasión, acento distinto con logros impensados para mí, cautivándome como todas, aunque sé, que como ninguna.

Unas me tuvieron más tiempo que otras, otras me tuvieron el tiempo que yo quise para ellas. Pero todas, en sus balcones rústicos, fueron lo más hermoso que me quedó de esta vida. Esta vida que ya no quiero transitar porque mis pies no dan más. Si no puedo recorrer mis callecitas como siempre lo he hecho, lo haré con mi espíritu. Los balcones no se irán, las almas de las que lo habitaron y habitan tampoco y, a cada una le llevaré una flor trepando hasta sus brazos, hacia sus besos, hacia sus sábanas de seda que otra vez me recibirán.

Sin ya más nada que decir en esta carta que le dejo, Sr. Juez, clavo entonces en este final, un puñal en mi vientre como un samurai que da la vida por su Emperador, dando de esta manera la mía por ellas y por mis balcones soñados.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Mi inocente, Weena.

Weena, los Eloi, los Morlocks, el Viajero y la Máquina del Tiempo: personajes, elementos, vida que enriqueció mis sueños con letras que me hablaron alguna bendita vez. Imaginación que despertó en mi, ilusiones de mundos futuros o de un ayer que no he vivido.

Pienso, existo de aquí en más observando con mis ojos cerrados a esa mujer que he de amar. Dulce, inocente, desprotegida, sin conocer el pasado. Es Weena, tal cual con sus ojos celestes, su vestido rosa, su cabello ondulado y rubio. Es ella que me necesita, que me mira sin temor porque no sabe lo que es el miedo. A mi no me teme y quizá debería. Llego de lejos, de un mundo extraño, convulsionado, agresivo, sin convicciones. Su mundo es el que deseo para compartir con ella todo el amor que tengo para darle. Pero no es el mío.

He cruzado el espacio para estar aquí. Luchando contra monstruos iluminados por el otro lado de la luna. Seres oscuros que trataron de impedir mi llegada a vos. Estoy en este lugar para que confíes en mi corazón abierto que te ha buscado por los siglos y siglos que han quedado atrás, en mi viaje interestelar a través del tiempo. Sólo tienes que amarme y seguirme como lo deseo.

¿Qué dices, Weena de mi alma? ¿Qué no te dejan viajar a mi pasado conmigo? ¿Quiénes? Ah, ya sé, son ellos, los malditos Morlocks que no te quieren perder. Los que no dejarán jamás que expreses tus sentimientos. Ellos que no te dejan crecer para que ames como tu corazón te dice que ames: A mí, tu vida de allá lejos. A mí que he venido de quién sabe dónde a traerte el futuro desde mi pasado violento. Tú que no has nacido en mi mundo, estás frente a mí en este y no te atreves a ir conmigo más atrás de tu nacimiento que alguna vez ocurrirá.

No he llegado hasta aquí para volver solo, no, nadie impedirá que subas a mis sueños y atravieses el espacio infinito hasta mi morada. Te llevaré aunque tenga que matar por ello. Perdóname, mi amor, no debí decir eso, no, saco a relucir la miseria humana que otros me han enseñado y yo he aprendido con dedicación absoluta. Es que no conoces mi mundo. No temas, no soy como todos, tengo al alma llena de amor que a ti te daré porque no quiero regresar con esta carga hacia el pasado que es mi presente.

¿Un Eloi? ¿Existe un Eloi que te pretende? No, no lo permitiré. Tú eres mía, te he soñado en la oscuridad de mi cuarto durante años. Tu piel virgen de manos extrañas será recorrida por mi nada más. Tu desnudez tímida y escondida me pertenece. Te enseñaré a amar como nunca lo has hecho, Weena, mi amor esperado, soñado. Maldito Eloi que me molestas, no lo hagas, vengo de allá lejos y no sabes de lo que soy capaz. Puedo retroceder en el tiempo e impedir que nazcas. Desaparece de mi vista, de la de Weena, o lo hago. Aléjate de nuestras vidas. Te lo ordeno. ¿Me enfrentas? ¿Te atreves? Desaparece.

Weena, sube ya a mis sueños, no pierdas tiempo con quienes no dejan que seas mía. Vamos, te enseñaré mi mundo, aprenderás a respirar en él, te haré feliz, te lo prometo. El tiempo se acaba, se va como el agua entre mis dedos. Ya debo irme porque mi sueño se diluye. Sube por favor, ven, no podré vivir sabiendo que aquí vives, sintiendo que allá no vivo. Me estoy yendo, me esfumo de tu mundo mujer del futuro. No te dejaré aquí. Debo irme, no es este mi lugar. Weena, mi sol, mi amor, mi cielo, no destruyas mis sueños. Te lo suplico. Ven. No me obligues.

Lo siento mujer que ya no serás mía. No deberías nacer nunca. Está escrito en mi mente que con mis manos allá en el futuro y porque así lo querrás, te quitaré la vida. Tu inocente y adorable vida.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Carta entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

Esta es la tercera y última carta de la historia de amor que comencé con: "Carta desde el Nuevo Mundo" y continué con: "Carta desde el Viejo Mundo". Aquí termina este cuento.


He decidido escribir cada tanto las penurias de este viaje que con mis niñas he emprendido para reencontrarme con mi esposo, en Lima, la Ciudad de los Reyes, en el Nuevo Mundo, gracias a la buena voluntad del Capitán del barco que me ha proporcionado papel, tinta y una pluma. Lo hago porque realmente, este viaje, es de los mil demonios. Ya me había advertido el buen misionero que me trajo noticias de mi esposo: No hagáis semejante travesía con las niñas, os lo ruego, me había dicho. Es tarde, aquí estamos y ya no podemos volver atrás, pero, ¡ostia! que es para morirse este balanceo permanente del barco que me tiene de mal en peor.

A catorce días desde que partimos de España: Es casi de no creer que la única que no siente mareos, ni tiene vómitos desde que nos adentramos en el amplio mar, es la más pequeña de mis niñas. Sí, ella, que siempre ha sido tan delicada de salud, se ríe de nosotras. Mi hija mayor y yo no podemos probar bocado porque enseguida lo lanzamos por la borda. La Peque, como la llamo, va a engordar en este viaje porque come por las tres. Creo que si no fuera mujer, su futuro sería en una goleta para conocer todos los mares del mundo. Mi pequeña más mayor y yo estamos tan pálidas que el capellán del barco se ha preocupado mucho por nosotras. Le he dicho: Usted, sólo haga su trabajo rezando como corresponde, que le aseguro que con eso y la ayuda del Señor, al Nuevo Mundo llegamos como está planeado.

Un mes de sólo ver olas y más olas: Por suerte ya nos hemos acostumbrado un poco con mi hija mayor y podemos comer algo sin que nos haga mal. La más pequeña come menos porque no sobra nada, es mejor, no quiero que llegue rodando a tierra. Tierra, es lo que desearía ver de una vez por todas, aunque el Capitán dice que no nos impacientemos, falta una eternidad todavía para que la divisemos. Mientras, no me gusta como nos miran los marineros, con esos ojos que parecen de fuego por ser mis hijas y yo las únicas mujeres aquí. Qué cosa los hombres, siempre con el deseo a flor de piel. Por suerte el capellán nos cuida bastante y no deja que se acerquen los muy malditos. Me he procurado una daga que llevo todo el tiempo escondida en mi vestido -en realidad se la robé al cocinero- así que al primero que se atreva a tocarnos lo atravieso de lado a lado. Uno me sorprendió hace dos días y me dijo algo horrible acercando su boca tan cerca de mí que pude oler su aliento putrefacto, ¡qué asco, por Dios!

Cincuenta interminables días ya: De tierra ni noticias. El Capitán ha empezado a racionar la comida y el agua. Aunque sabe que esto es largo, no es la primera vez que cruza este ancho mar, me ha dicho que a esta altura del viaje lo tiene que hacer siempre. Eso si, el ron para los hombres no falta nunca. Más de uno, borracho, se ha quebrado una pierna o herido en una pelea y ¿a quién le a pedido el Capitán que lo cure? A mi, sí, porque el médico toma más licor del diablo que estos marinos imbéciles. Le he pedido al Capitán, ron para cauterizar y darles a los pobres infelices cuando tengo que poner un hueso en su lugar, y por suerte eso sobra en este barco del infierno. De vez en cuando me tomo un trago a escondidas de las niñas que se escandalizarían si me ven; es que termino tan agotada que merezco un poco para reponerme.

A ochenta días de viaje: Mi pequeña ha cumplido diez años. Gracias al cocinero que me proporcionó harina, azúcar y un poco de miel, pude hacer un pastel que me dejó cocer en el horno a leña de su cocina. La Peque, no ha tenido el cumpleaños que debería si estuviéramos en Extremadura, pero se ha sentido muy feliz. Las tres hemos disfrutado del pastel acompañado con leche caliente endulzada, que por suerte es fresca gracias a una de las vacas que llevan en la bodega junto a los caballos. Los hombres se acercaron atraídos por el olor dulce del pastel y, les he prometido que les cocinaré a ellos si se mantienen lejos de nosotras. Parece que el hambre de estómago es más poderoso que el otro; ya no nos molestan, por suerte.

A más de tres meses: Gaviotas sobrevuelan el barco. Es buena señal me ha dicho el capellán, eso quiere decir que pronto veremos tierra. No creo que haya en el mundo una palabra más bonita: tierra. El mar es más calmo, y la travesía en las noches estrelladas es de poesía. Mirar el cielo es lo más hermoso que nos ha pasado desde que partimos. Me recuerda las noches en mi pueblo cuando con mi esposo, antes de casarnos, nos escapábamos al campo y nos acostábamos en la hierba de cara al firmamento. Nos amábamos bajo la mirada de Dios como único testigo sin importarnos el pecado. Esposo mío, cómo te amo y extraño, cuánto deseo estar contigo, seguramente el cielo de La Ciudad de los Reyes será tan bonito como este, y nos amaremos noche tras noche como aquella vez en que éramos tan jóvenes.

En el Istmo de Panamá: Ya dejamos el largo mar. Estamos cruzando tierra hacia otro mar que queda lejos todavía por una especie de río. Antes de divisar tierra, el mar se hizo más azul, como el cielo, transparente y bellísimo. Los hombres, casi desnudos, nadaban en él junto a delfines y peces multicolores. Mis niñas inocentes querían zambullirse allí por el intenso calor que hace, pero, Dios me libre y me guarde si las iba a dejar arrojarse en esas aguas infectadas de tiburones, con esos hombres libidinosos y quién sabe con que intenciones. Vemos selva a cada lado del buque. Los marinos desembarcan para buscar agua fresca y comida y, a veces alguno no regresa u otros vuelven con una flecha clavada en la pierna o en el brazo. Es terrible. Las niñas están muy asustadas y yo también. Nunca creí que fuera así la vida en esta nueva tierra. Ya nos atacaron con flechas y lanzas, indios que no vemos por la espesura. Gritan como marranos y el terror que sentimos es espantoso. Ni me imagino cómo serán esos indígenas porque nunca alcanzamos a divisarlos bien.

Cuatro meses y medio: Esto es casi insoportable, estamos navegando por otro mar interminable pero gracias al Señor más calmo que el anterior. El Capitán dice que pronto llegaremos a El Callao, así llaman al puerto de Lima. Ruego que mi amado esté allí esperándonos porque si después de semejante travesía tenemos que buscarlo en esa ciudad, creo que moriré de cansancio y vejez. Mis dos maravillosas niñas que todo lo han soportado, me mantienen en pie con su fortaleza que ya es admirable. Se alimentan con frutas sabrosísimas, para ellas, desconocidas y exóticas para mi, que los marinos recogieron en tierra y que a mi me cuesta probar por miedo a envenenarme. Creo que comenzaré a comerlas porque si no, no cumpliré mi sueño de morir en mi vejez en brazos de mi adorado esposo.

En la Ciudad de los Reyes por fin: No se como explicar lo caótico de este lugar. El puerto lleno de españoles que van y vienen. Cientos de indígenas cargando bultos, -por fin vimos como son- gritos, suciedad, hombres asquerosos y mutilados por largas luchas en la conquista de esta tierra y, mi esposo: Se me cayó el alma a los pies cuando lo vi. Por suerte él me reconoció porque a mi me costó hacerlo. Un hombre avejentado, flaco y desgarbado. Las pobres niñas se quedaron paralizadas al verlo. No dijeron una palabra por varios días. Yo me fundí con él en un abrazo interminable.

Estamos en casa: En lo que pretendo sea un hogar. Este lugar se va pareciendo a un palacio porque así me lo he propuesto. El padre de mis niñas es otro hombre gracias a nosotras. Volvió a ser el gallardo hidalgo que fue cuando lo vimos por última vez en España. Las niñas se van acostumbrando y juro que serán felices aquí. Hemos recorrido un largo camino para estar todos juntos y no voy a dejar que esto se desmorone. Si alguien me preguntara, qué hicisteis por amor, le diría: Recorrí el mundo entero, ¿os parece poco? Les daremos nuevos hijos a esta Nueva Tierra, si mi esposo y yo no podemos lo harán ellas, las pequeñas que ya no lo son tanto porque han crecido mucho con semejante viaje. Por fin en casa, por fin todos juntos. De aquí en más será otra historia.

Arancha, con mi familia, juntos para siempre.