martes, 29 de noviembre de 2011

Los niños que debieron ser niños.

La foto que ilustra este cuento no fue tomada por mí.

Sostiene con firmeza la foto que tiene en sus manos después de haber leído varias veces la carta que le dejó un interno sin entender cómo pudo hacerlo, escrita con una caligrafía casi perfecta, ni de que manera consiguió el hombre la foto que no es un recorte de una revista o de un diario: al tacto nota que está recientemente impresa. Antes, ha interrogando minuciosamente a los enfermeros y médicos del instituto para enfermos mentales que ella dirige, sobre la vida de este paciente, tratando de llegar a una conclusión que no la ponga al borde del ridículo: “Doctora, este interno hacía 10 años que estaba aquí. Su esposa lo trajo y a los cuatro años ella murió; no quedó quien pudiera saber de él y visitarlo. Su único hijo desapareció durante la dictadura de los 70 junto a su joven nuera allá lejos en su casita de un pueblo de Santa Fe. De esa cama no se movió durante los últimos tres años. Desde hace bastante tiempo no recordaba ni como se llamaba. Eso si, me sorprendió poco antes de morir, al pedirme que le facilitara papel y lápiz porque tenía que escribir una carta. Insistió tanto que le di el gusto. Pobre, que podría hacer con eso si apenas movía las manos y además, a quién le escribiría. Su única pertenencia era una vieja máquina de fotos con la que se entretenía fotografiando a los demás internos en los primeros años que estuvo aquí. Su esposa se la trajo un día sin película; él nunca lo notó. No entiendo por qué usted se preocupa tanto, ya descansa en paz se lo aseguro y, que Dios me perdone, pero es un alivio para todos los que lo atendimos, es que hacía mucho que su cabeza no estaba en este mundo.”

Los vi con mis propios ojos, Doctora Barrientos. Los fotografié con mi cámara que siempre llevo conmigo. Esta foto que le envío es mi testimonio. Don Sosa me esperó en la estación de tren, y desde el momento en que nos reconocimos después de tantos años sin vernos, -era un viejo amigo de la juventud- no paró de contarme sobre este extraño fenómeno que tiene en vilo al pueblo entero. No ocurre todos los días, sólo cuando llueve porque es la manera de verlo a causa del reflejo en el piso mojado, pero es suficiente para que mucha gente ya no quiera caminar por esa calle: la calle de la tragedia, como la llaman.

Recuerdo cuando me pidió que viajara a ese pueblo de Santa Fe con tanto misterio de su parte. Usted sabía algo, pero prefirió que yo lo averiguara por mí mismo; ahora me pregunto si alguna vez creyó en lo que le decían. Y sabe qué pienso, Doctora, que usted no creía nada de lo que Don Sosa le había dicho en aquella carta que le escribió para que yo viajara lo más pronto posible, creo que esperaba que a mi vuelta yo le dijera lo siguiente: la gente de ese pueblo ve alucinaciones. Si fuera así le aseguro que yo también aluciné. Cualquiera diría que estoy mintiendo, que mi cámara vio lo que mis ojos vieron porque mis ojos lo quisieron; que en esa calle no hay tal cosa porque va en contra de las leyes de la naturaleza: Si estoy de vuelta en mi lugar de siempre y no enloquecí, es porque lo que le cuento es totalmente cierto, salvo que esté loco y no lo sepa o acaso los locos saben que están locos.

Dos días esperé a que lloviera a pesar de que es época de lluvias en la zona. Con las primeras gotas, junto a Don Sosa, fuimos a la calle de la tragedia justo a la hora en que generalmente ocurre este hecho. Allí estaban los cuatro pares de zapatillas con el reflejo en el agua de los niños que las calzan. Estaban los cuatro como si me esperaran a mí. Saqué mi cámara y fotografié varias veces lo que veía. Es más, usted va a pensar que estoy demente, pero en algún momento los escuché reír, cosa que Don Sosa no escuchó. Ahora sé que estaban felices por mi presencia.

Doctora, en sus manos está mi testimonio, mi realidad, lo que nadie cree si no lo ve pero sí lo creen los ciudadanos de ese pueblo porque conviven con esa aparición que dura unos instantes, aunque sólo sea cuando cae agua del cielo.

Usted se preguntará a esta altura de mi carta por qué a esa calle le dicen la de la tragedia, pues se lo cuento para que lo sepa: Allí vivían por los años 70 un joven matrimonio con ideales y sueños futuros para ellos y para todos nosotros también. Un noche llegó una camioneta de color verde cargada de soldados con uniforme verde e irrumpieron en su casa apresándolos. Por más que la familia trató de averiguar el por qué de la detención y su paradero durante años, esos jóvenes jamás aparecieron. Fue una tragedia y un dolor para sus seres queridos imposible de superar, yo se lo aseguro porque me lo han contado hasta sentir en carne propia tanto sufrimiento.

He analizado cuidadosamente este fenómeno y he llegado a una conclusión que usted puede creer o no, pero yo no tengo dudas de lo que pienso y es lo siguiente: esa pareja que no superaba los 22 años de vida, seguramente después de aquella noche en la que fueron apresados, vaya uno a saber por qué, perdieron la vida. Si ellos hubieran tenido la vida que debieron tener hasta envejecer juntos, habrían realizado docenas de cosas que alguien no les permitió, como por ejemplo: progresar, tener y realizar sus sueños, conocer otros lugares, ayudarse y ayudar a otros, construir su hogar, estar con sus familias, tener éxitos y fracasos, ser felices a veces u otras no, y lo más importante: tener hijos que fueran la continuidad de sus sueños cuando ellos ya no estuvieran en este mundo. Todo eso se frustró de repente aquella trágica noche.

Esos niños que usted puede imaginar viendo la foto, Doctora Barrientos, son los niños que debieron nacer. Los cuatro hijos que seguramente esta pareja de jóvenes debió tener porque estaba escrito en algún lugar del cielo. Esos niños están en esa calle, como otros están en las calles en la que vivieron los que serían sus padres que tenían los mismos sueños que los jóvenes de los que le hablo en esta carta. Esos niños no son fantasmas como la gente del pueblo cree; no lo son porque nunca nacieron. Sólo son el futuro que debimos tener.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Las luces del centro.

La imagen que ilustra este cuento es de una pintura de Toulouse Lautrec: El beso.

Merceditas llegó a la estación Retiro en “El Tucumano” después de recorrer 1.300 kilómetros de vía soportando el traqueteo del hierro contra el hierro durante 36 horas. No se levantó de su asiento ni siquiera para ir al baño. Jamás había dejado su pueblo, Alderetes, en sus 19 años de vida. Allá quedaron su madre y sus 8 hermanos que la despidieron con la ilusión de que alguien de la familia lograra algo importante para paliar la pobreza en la que viven. En su valijita de cartón que su finada abuela trajo cuando llegó de España lleva sus pertenencias: Su poca ropita, unos pesos y un papel con la dirección de su tío: hermano de su papá muerto bajo las afiladas aspas de un arado trabajando en los cañaverales. Nada más.

Se paró en el medio del inmenso hall de la estación deslumbrada por su grandiosidad. Dejó a sus pies la valijita y sin moverse de allí contempló asombrada las marquesinas de luces con mil colores, a los cientos de personas que la esquivan a ella en el apuro por tomar algún tren, un joven que le golpea el hombro pidiéndole disculpas al pasar, a las mujeres vestidas como soñaba vestirse alguna vez y, observó también algo terrible: su valijita de cartón ya no estaba a su lado. Sólo se quedó con lo puesto, tres horas inmovilizada, con la mente en su pueblo lejano sin saber que hacer ni donde ir. Deseando morir.

Che… Nena… ¿Qué te pasa, marmota? Te hiciste pis encima delante de todo el mundo… Reaccioná, boba... Che, aquí estoy, ¿me ves?

Pero vos estás loca, te encontrás a cualquier pendeja en Retiro toda meada y me la traés acá. Hace casi un día entero que está durmiendo...

Pero callate, esta piba es oro en polvo, me lo vas a tener que agradecer.

Merceditas despertó totalmente desnuda en una habitación sin ventana sobre una cama grande que hacía ruido a resortes apenas ella se movía un poquito; las paredes pintadas de colorado, cuadros horrorosamente obscenos, su ropa sobre una silla y una palangana con agua con una toalla dobladita, arriba de un pequeño mueble de madera pintado de azul. Se lavó la cara, alisó su pelo, se vistió y salió del cuarto. Escuchó voces de mujeres que reían en el piso de abajo; hacia allí fue. Bajó las escaleras para encontrarse con esas mujeres, inescrupulosamente casi desnudas. Sólo vestidas con ropa interior de encajes, portaligas, zapatones de tacos altos y pintadas como en carnaval. La mayor de todas, con los brazos en jarra, se acercó a centímetros de su cara recorriéndola de arriba abajo con la mirada. Le apretó los pechos logrando que Merceditas lanzara una exclamación de horror. Le golpeó la cola comprobando su firmeza y le levantó el vestidito para verla mejor. Sí, pajuerana, estás buena, decime, ¿sos virgen? Está bien, no importa, ya veremos. De ahora en más te llamás, Mecha.

La bañaron con agua de azahares, la vistieron igual que a ellas, la maquillaron de la misma manera y unos días después, Mecha, perdió su virginidad por culpa de un obeso baboso y desagradable que pagó una pequeña fortuna para eso. Fue el dolor y la humillación más grande que había sentido. Pero aprendió a vivir al convertirse con el tiempo en una experta en el arte de amar. Los clientes del prostíbulo de la calle 25 de Mayo pedían por Mecha: la más sexy del centro. Fue de repente la preferida de la madama que la bautizó con su nuevo nombre, era la que más dinero le hacía ganar. Merceditas, supo hacerse valer ante su jefa y comenzó a ganar la plata que nunca hubiese imaginado. Hojeaba la revista Para Ti para saber cómo vestirse bien. Compró ropa fina en las mejores tiendas de la ciudad que recorría en sus ratos libres. Si mis hermanos vieran lo grande que es esto, las luces que hay en el centro, no lo podrían creer, pensaba orgullosa por haber triunfado ante tanta magnificencia. Aprendió a comportarse como una Lady para que nadie sospechara de su profesión. Se instruyó leyendo todo lo que caía a sus manos, cosa que las otras mujeres no hacían para nada. Sentada en la confitería La Biela, en las tardes libres, tomando un copetín, fue haciendo sus mejores clientes. Ricachones de la zona que le ofrecían el oro y el moro por sus encantos. En una de esas tardes lo conoció: un tal, no viene al caso su nombre, digamos que cirujano de profesión, picaflor por naturaleza. Se enamoró perdidamente de ese tipo que comenzó siendo su mejor cliente para luego hablar de negocios mutuos con él. Lo convenció de abrir juntos un prostíbulo en la otra cuadra del que ella trabajaba sabiendo que sería una competencia directa con la madama que la regenteó. Eso es lo de menos, decía, negocios son negocios.

Viajó a Alderetes, esta vez en avión, con regalos y dinero para toda la familia. Fue una revolución el pueblo cuando la vieron transformada en una mujer como la de las revistas de moda y la tele. De vuelta a Buenos Aires se llevó a tres de sus hermanas menores para enseñarles el oficio más antiguo del mundo prometiéndoles la vida que soñaban. A los dos años, su establecimiento, “La Mecha”, era el lugar que visitaban los clientes más pudientes de la ciudad: políticos, hombres del deporte, de negocios y de la sociedad porteña. Sus hermanas eran codiciadas como ella lo había sido una vez y, mientras tanto, la madama con su prostíbulo de la otra cuadra se fue a la ruina en picada.

Te voy a matar, hija de puta, te voy a matar porque me arruinaste la vida. A mí que te di fama y plata, desagradecida de mierda, le gritó una noche la madama entrando a “La Mecha” totalmente borracha, desgarbada y fuera de si en pleno establecimiento atestado de clientes y putas ocupadas con su trabajo. Las “chicas” la tomaron de la espalda para detenerla pero al ver que la mujer sacaba un enorme cuchillo de su cartera se hicieron a un lado asustadas. No pudieron con la enfurecida mujer que se abalanzó sobre Merceditas con el propósito de atravesarla de lado a lado. Los años de trabajo duro en Alderetes la curtieron para saber defenderse en un caso como este, por eso le metió un certero derechazo al mentón a la ciega mujer que cayó al piso con tanta mala suerte que su sien fue a dar en el borde recto de un mueble yéndose directo a ver a San Pedro sin avisar, por esa razón no la atendió y la mandó al infierno de un saque.

Veinte años le dieron a Merceditas. Su socio, el eminente cirujano, cortó por lo sano, no se supo de él en el juicio ni en ningún otro lado. Fue como si no existiese. Ella, con un vientre que iba creciendo mes a mes nunca pidió por él que ni se enteró de que iba a ser papá; en realidad eso es lo que dijeron las malas lenguas. Lo amaba tanto que jamás mancharía el buen nombre y honor de este señor. Se fue sola con su dolor a cumplir la condena en el penal de mujeres de Ezeiza. Sus hermanas volvieron a su pueblo donde, con el dinero que ahorraron trabajando de putas, abrieron una tienda de ropa femenina llamada, “La Mecha”, con un slogan fuerte en la marquesina: “La más distinguida de la ciudad.”

Mechita nació en el penal y allí se crió, jamás salió de ese lugar. No conoce otra cosa en su corta vida. Hoy, trece años después, conocerá el mundo que le enseñará su mamá, Merceditas, que recupera su libertad por una conducta intachable y con un objetivo muy claro: Volver a triunfar en las luces del centro. Firme, altanera, con toda su sabiduría deja la cárcel y su pasado llevando a su hija de la mano con total convicción. Su pequeña es el diamante con el que nuevamente se hará rica.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Las ocho cartas de Saturnino.

Lo que me contó, Florentina Tablados, una tarde de té y pastelitos dulces en su elegante casa de la calle Guido en el barrio de Recoleta, me dejó con un quedo de asombro y tristeza a la vez. Les confieso que en cuestiones del amor soy mandado a hacer, pero lo que le pasó a Saturnino Estigarriga por una mujer que lo flechó sin cuestiones aparentes, superan mis desencantos vividos en más de una oportunidad. Y con más razón si esa mujer pertenecía a la otra clase social.

Saturnino acumuló su riqueza ocupado con su negocio de bienes raíces, por ese motivo entabló una fuerte amistad con Florentina: Él se encargó de muy bien vender varios de los campos de los Tablados, especialmente a gringos que conoció en sus innumerables viajes al viejo continente. Florentina, gracias a eso, logró un buen pasar ocupando su lugar de privilegio entre las familias acomodadas de la Buenos Aires de la primera mitad del Siglo XX. Por lo menos una vez a la semana tomaban juntos el té en el Palais de Glace de Plaza Francia, allí mismo en diagonal al cementerio. Una tarde de risitas cómplices desmenuzando sin piedad a las señoras ricachonas y paseanderas, tildándolas de ridículas, se acercó con sigilo y rogando mil disculpas, una mujer muy joven, casi una niña, de piel mate y humildemente vestida. Qué hacés acá, Zaira, la increpó molesta, Florentina. La tímida niña, sirvienta de la casa de los Tablados, le dijo que había llegado la hermana de la señora, de repente y de visita desde Santa Fe con noticias desagradables de la tía Etelvina, y por eso la envió inmediatamente y sin respiro a buscarla.

Este pequeño altercado que no viene al caso en la historia, sí viene al caso por lo que le ocurrió en ese momento a Saturnino: Se le paralizó el corazón. Creyó ver a la mujer de su vida. Él, que había tenido en sus brazos a inglesas y francesas más blancas que las sábanas de seda que una vez compró en Turquía para regalarle a su madre, sintió que el oscuro de la piel de esa joven era un diamante en bruto por el que pagaría cualquier cosa con tal de obtener. Enloqueció de amor. Sin duda y vergonzosamente a la vez. De allí en más le pidió a Florentina hacer esos encuentros de té y masitas en la casa de ella; es que está llegando el invierno y las tardes se ponen grises y heladas. Excusa va excusa viene, la dama estuvo de acuerdo sin sospechar el verdadero endeble motivo de Saturnino.

La joven Zaira, servía el té con la más absoluta delicadeza, claro que sin el refinamiento de su ama, y a Saturnino le temblaban las piernas cada vez que la veía aparecer con la bandeja cargada con la tetera y los buñuelos a veces o los scones otras. Llegaba, servía, hacía una reverencia y se retiraba sin decir una palabra. El hombre, muerto de amor, esperaba que volviera para retirar todo y recién ahí dejaba la casa para llegar a su departamento y luego torturarse con el recuerdo de esa mujer morena, de piel suave, con ojos más tristes que el de una tortuga. Pensaba en las mil maneras de acercarse a ella, cosa que no era fácil porque no quería delatar su interés por una mujer de tan baja clase social para él y ni que hablar para Florentina. Si ésta notara algo se moriría de humillación.

Una carta, eso es, le escribiría una carta para luego buscar la manera de dársela cuando visitara la casa. Era una gran idea. Le escribió la más bonita carta que una mujer pudiera recibir, contándole con lujos de detalles todo lo que le pasaba cada vez que la veía. Le habló del permanente recuerdo en su mente y de las cosas que soñaba si ella le diera un atisbo de interés. Por supuesto pidiéndole disculpas por tanto atrevimiento además de rogarle que entendiera en mantener en secreto tan hermosa relación que, no dudaba, se convertiría de allí en más. A la semana siguiente, en la visita de siempre a tomar el té con Florentina, en el momento en que Zaira se hizo presente para servir la tan sagrada infusión, él haciéndose el gracioso, se ofreció a servir mientras la joven mantenía la bandeja, parada a su lado. Fue dejando cada cosa en la mesa para, en un momento dado, con verdadera maestría sacar de su bolsillo el sobre con la carta poniéndoselo en el bolsillo del delantal a Zaira. Florentina no se dio cuenta de nada y la joven ni se inmutó.

Llegó la próxima tarde de té. Zaira no le dio ninguna señal ni mirada al pobre Saturnino; una esperanza aunque sea remota ante tanto amor por ella. Otra carta, esta vez invitándola a verse en la feria de Flores el domingo por la mañana, día en que ella tenía su franco. Le indicó el lugar y la hora y allí estuvo media hora antes de lo pactado. Ya anocheciendo volvió a su departamento apesadumbrado. No podía creer que esa mujer lo rechazara de esa manera cuando muchas jóvenes de la sociedad porteña aceptarían una proposición de casamiento de su parte sin pensarlo dos veces. Le volvió a escribir, pero esta vez sin ningún prejuicio le dijo que la amaba con locura, que estaba dispuesto a llevarla a Europa, a los círculos más importantes del viejo mundo. Le escribió que no le importaba nada de lo que dijeran las personas de su círculo social. Le dijo que no había ninguna mujer que pudiera igualarla en el mundo entero pero que por favor le diera una señal, que le escribiera una carta, que le contara lo que sentía por él y si realmente no sentía nada que se lo dijera igual, porque estaba dispuesto a superar cualquier dolor que ello le infligiera si fuera así.

Nada. Cada vez que Zaira servía el té, no lo miraba nunca a la cara. Saturnino buscaba todas las maneras posibles de dejarle las cartas que cada vez eran más. Ni una respuesta. Volvía a su casa destruido, vencido, humillado. Escribió la última carta, la 8º a esta altura, estaba dispuesto a jugarse todo. En ella le dijo que si no le daba una respuesta, buena o mala, se suicidaría. Que su amor era verdadero y ella no parecía entenderlo. Llegó la tarde de tertulias con Florentina e hizo la misma triquiñuela de siempre para dejarle el sobre. Zaira actuó tal cual estaba previsto por el destino: como si el pobre no existiera. Dejó la bandeja y se fue a la cocina. Pero esto no fue lo peor. Lo realmente terrible ocurrió cuando Florentina, casi al pasar, en un momento cualquiera de la charla, dijo lo siguiente: Sabés, Saturnino, que la Zaira se me casa…

El grito agonizante que pegó el hombre cuando llegó a su departamento de Santa Fe y Arenales, se escuchó desde allí hasta la iglesia redonda de Belgrano. Con un cargador de bolsas del puerto se casaba la desgraciada. Cómo puede ser. Nunca le contestó una carta escrita por un verdadero culto y refinado hombre de las mejores familias de Buenos Aires, y prefirió en su lugar a un hombre más bruto que un arado. Lo bueno de todo esto fue que Saturnino decidió no suicidarse. Vaya a saber por qué, pero continuó su vida con un dolor en el pecho que nunca se pudo quitar. Las tardes de té y masitas con Florentina jamás dejaron de ser un clásico para los dos, aunque nunca más en la casa de ella porque él no quiso volver a cruzarse con Zaira. Se reunían en el Café Tortoni, la confitería Las Violetas o en el Jockey Club de la calle Florida. Así se iba enterando de la vida de Zaira que nunca dejó de servir en la casa de los Tablados. Siete hijos le dio a la bestia peluda que se casó con ella. Todos iban siendo varones, cuando estaba por nacer el séptimo se temió que se convirtiera en lobizón como el animal del padre, pero gracias a los rezos a la virgencita del Rosario fue una nena.

Saturnino y Florentina nunca se casaron. Siguieron con su amistad y tertulias hasta que treinta años después de aquellos acontecimientos que les relaté, cuando los Beatles empezaban a cambiar el mundo, una tarde de domingo, ella lo llamó por teléfono requiriendo su presencia inmediatamente en su casa de la calle Guido. Hasta allí llegó rápido y expectante el hombre a enterarse de lo que pasaba. Y esto fue lo que aconteció:

Ayer a la tarde fui al barrio de Chacarita, comenzó a explicarle Florentina. A la casa de Zaira. Ella me mandó llamar urgente y a mi me extrañó porque hacía varios días que no venía por aquí.

Saturnino escuchaba atentamente y a la vez sorprendido: Para contarme esto me llamaste, Florentina…

Sí, porque creo que te interesa mucho. Al hombre se le cayeron los pantalones. Zaira, estaba muriendo de una infección pulmonar. Ahora se le cayeron los calzoncillos pero se quedó estoico. Pero no sólo esto quiero decirte, mi viejo amigo, además quiero que sepas que sos un hombre de una gran bajeza, te enamoraste de una mujer que no tiene nada que ver con vos. De la más baja condición social. Vos, un refinado y culto hombre de negocios. No entiendo cómo no se te ha caído la cara de vergüenza en todos estos años…

Por favor, Florentina, dejame explicarte…

No te dejo explicar nada, jamás me miraste a mí como mujer. Yo para vos fui menos que esa chiruza. Treinta años esperando una palabra de amor tuya y ni siquiera fuiste capaz de hacer esto por mí. Y allí nomás le arrojó a la cara las ocho cartas que le había escrito a Zaira. Ahí las tenés, me las dio ella en su lecho de muerte pidiéndome que te las devolviera…

Saturnino, rojo como un tomate del Abasto, mirando los sobres prolijamente ataditos con un cordón de zapatos marrones, perplejo porque ninguno de ellos había sido abierto jamás, alcanzó a pronunciar en un hilo de voz cargado de una enorme tristeza:

Nunca las leyó, ahora entiendo por qué no me contestó ni una carta, por qué nunca me dirigió una palabra, por qué no me dio una señal…

Y cómo te iba a contestar, pedazo de mequetrefe, si la pobre era analfabeta.

martes, 1 de noviembre de 2011

La mujer que me retrató.

La foto que ilustra este cuento no fue hecha por mí.

Todo era blanco y negro para mí en ese tiempo que pasó. Las calles por las que transitaba, los vehículos, las vidrieras de los negocios, los niños y los ancianos. Las mujeres tenían su rostro: el de ella que me observaba detrás de su cámara.

Llegué a su estudio de la calle Arenales un día de comienzos de primavera. Dicen que es la estación del amor, y tendré que creerlo, yo que soy tan descreído. Un olor ácido impregnaba el estudio metiéndose en mi nariz sin piedad por mis entrañas. Deberá acostumbrarse, señor, me dijo desde sus labios carnosos con un tajo en el inferior. Debe ser por lo inflados que son, pensé risueño dentro de mí. Ella me retrataría. Así me lo habían dicho en la editorial sin más explicación que esa. La foto sería para la revista Panorama promocionando mi última novela. Tengo que decir que no sólo sus labios me llamaron la atención cuando la vi: también su blancura, sus ojos negros, su cabello rojo, su nariz respingada y suave y su cuerpo delgado sin nada que estuviera demás. Señor, siéntese allí frente a la cámara, esto llevará un rato, me dijo. Fue suficiente para que me diera cuenta de que había perdido el tiempo toda mi vida. Hoy empiezo de nuevo, me dije en voz alta. ¿Me habló? Se sorprendió asomándose desde atrás de la cámara. Dije que hoy empiezo a vivir otra vez y usted estará en mi nueva vida.

A partir de allí me retrató una y mil veces. Yo lo hice desde mis ojos para guardar cada imagen de ella para siempre. Como si tuviera un archivo en mi cabeza. Todo era pasión desenfrenada, sin piedad ni respeto en el momento de amarnos. Llegaba a su estudio y ella me esperaba en ropa interior con su rostro escondido detrás de la cámara, con las luces de tungsteno apuntándome hasta enceguecerme. Mientras me desvestía, me fotografiaba obligándome a posar de la manera más ridícula y vergonzante. Para ella era una señal de triunfo absoluto cada cosa que lograba en mí. Luego me amaba envueltos en el contraste de las luces que ella misma había puesto en ese escenario.

Me volví loco por esa fotógrafa que captaba mejor que nadie la personalidad de cada ser que pasara frente a su cámara. Les robaba el alma. Lo hizo con la mía de tal manera que me obligó a tener pensamientos suicidas y a la vez asesinos. Sin ella me mataría. Sin mí la asesinaría.

Mi retrato en la revista fue un éxito rotundo. Todo el mundo habló de esa foto y de quien la tomó. Nadie habló de mi libro como yo esperaba. Fue un total fracaso editorial. Los críticos literarios me destrozaron, para ellos era el fin de mi carrera como escritor. Para ella fue el comienzo de una carrera plagada de éxitos e invitaciones a exponer en todo el mundo. Me desesperaba verla partir a Nueva York, París, Milán. Sentía pánico de sólo pensar que con los hombres que fotografiara allá lejos viviría lo mismo que conmigo. Mi situación por el fracaso de mi libro comenzó a hacerse insostenible. Empecé a escribir otra novela que nunca terminaría porque mi pensamiento estaba donde ella estuviera. Mi aspecto comenzó a ser deplorable, no me afeitaba ni aseaba. Mis vecinos me temían, evitaban mirarme a la cara cuando salía de mi departamento; las pocas veces que lo hacía. Adelgacé tanto que no necesitaría suicidarme para morir; lo haría de hambre y de repente.

Su último viaje a Europa me resultó terriblemente insoportable. Llevaba un mes sin verla y sólo dos postales recibidas; una desde Roma y la otra desde París: “Nada me encantaría más que caminar por las calles de la ciudad luz contigo de la mano.” La mataría, la estrangularía con el cable del disparador de su maldita cámara. En la revista Panorama hablaban de la fotógrafa argentina que triunfaba en el mundo; sus fotos ya superaban aquel pobre retrato que me había hecho el día que la conocí. No podía más con ese tormento de extrañarla y desearla tanto. Hasta que un día regresó.

No era la misma que cuando se fue. Me hablaba de amor con una pasión y una ternura a la vez que yo no comprendía. Cuando llegué a su estudio de la calle Arenales, se colgó de mi cuello de una manera que me sorprendió por la desesperación con que lo hizo. Yo no entendía tanto amor derramado por mi presencia y no le creí nada. Pensé que trataba de esconder algo que había vivido en Europa con otros hombres y enloquecí de odio. Lloró ante mí rogándome que le creyera y más me confundió su pesar. Soy un fracasado, le dije para que entendiera. Nadie lee mi novela, en cambio a vos te va cada vez mejor. De tus fotos hablan en todo el mundo, de mi no hablan ni en la calle Suipacha donde vivo. Odio esta situación y odio que me digas que me amás cuando sé que no es cierto. Decenas de hombres allá en Europa habrán acariciado tu pelo de fuego. Maldita seas, debería quemarte los ojos con un hierro incandescente para que no puedas mirar más a través de tu cámara. Ella, en un mar de lágrimas, me decía que no entendía mi furia, que no había ningún motivo para eso, que lo único que había hecho estando lejos de mí era extrañarme hasta el llanto en las noches. Por favor, a mi no, tanta mentira puede despertar lo peor que tengo dormido en lo más profundo de mi ser.

La maté. Esa misma tarde en que la volví a ver después de tanto tiempo, la maté con el trípode de su cámara partiéndole la cabeza a golpes. Quedó con la vista clavada en el ventilador de techo, reflejándose sus aspas en movimiento en el vidrio de sus ojos muertos. Limpié con total esmero toda evidencia de mi presencia en su estudio, recuperando todas las fotos que me había tomado, para quemarlas, y me fui a mi departamento completamente convencido de que había hecho justicia. Su alma perversa descansaría en el infierno. Esa misma noche me llamó mi editor para darme la noticia que yo, ya no esperaba: mi libro era un gran éxito en Uruguay. Más de cien mil ejemplares vendidos en pocas semanas me obligaban a viajar a la otra orilla invitado por las páginas literarias uruguayas. Habría fotos para las revistas que me tomaría una fotógrafa alemana afincada en esa tierra.

Hace dos meses que estoy en Montevideo viviendo lo que deseé vivir en Buenos Aires cuando comencé mi segunda vida. Ahora estoy en mi tercera vida al lado de ella, una mujer de cabello amarillo que me retrata con su cámara y que nadie conoce más allá de la Avenida 18 de Julio de esta hermosa ciudad uruguaya; salvo su madre que vive en Stuttgart, un lugar de Alemania al que jamás dejaré que vuelva.