domingo, 18 de diciembre de 2011

Navidad en Tiffany's.


Audrey baja del taxi amarillo y camina hasta el frente del escaparate de Tiffany’s. Lleva en la mano una pequeña bolsa de papel con su desayuno: como todos los amaneceres lo tomará frente a su vidriera preferida. Lo hace con una absoluta naturalidad contrastada por sus anteojos negros y su vestido de noche. La maravillosa melodía de Moon River envuelve a Lucrecia que se siente, en ese milagroso instante, la soberbia mujer de la película: sin dudas la más elegante de la historia del cine. Casi es Navidad en Buenos Aires, Desayuno en Tiffany’s, su única compañía, le humedece los ojos por lo que ha vivido hasta aquí. Por lo que desea olvidar cuando dentro de un instante el cielo de medianoche se ilumine.
Millones de personas están llenando sus copas de burbujas para brindar por una esperanza. Lucrecia lo hace para levantar la suya con el fin de ahuyentar las esperanzas pasadas que no se cumplieron. Ya casi son las doce, la película está en su mejor momento, una luz en el horizonte que se refleja en su ventanal se anticipa desintegrándose en cientos de estrellitas y estallidos. El Niño Dios está llegando al mundo. Un nuevo mundo para ella porque sueña con que, esta vez, la noche buena sea mágica. Sale al balcón en el momento en que un rio de luna la transporta sobre las aguas mansas con aroma a miel, castañas y pan de frutas, acompañando esos manjares con el sabor de los dioses que llega a su garganta estallando antes en su paladar.
Por fin una nueva Navidad. Por fin aquél que le hizo mal ya no lo hará más. Aquellos, corrige, Lucrecia, levantando su copa para luego bebérsela hasta el fondo más blanco. Lo hace una y otra vez, nombrando y exorcizándose de cada maldito que jugó con su ilusión. Los fuegos de artificio siguen en el cielo porque nadie quiere que la Navidad que llega se vaya de pronto. En cada casa una esperanza de paz se convierte en un lugar común: una paz que no será total porque siempre en el mundo habrá un motivo para confrontar, pero, la fe es la de todos los años. Una botella que se termina y otra que Lucrecia descorcha para beberla sola. Con quién estarás festejando esta noche, a quién engañarás como lo hiciste conmigo, le grita a la noche tan ruidosa que nadie la escuchará. Hoy, en esta Navidad, juro por Dios que comenzaré una nueva vida, juro que ya nadie más me hará daño. Seré la Hepburn: libre, auténtica, bella, elegante, codiciada y elegiré a quién me plazca porque ellos morirán por mí. Lo dice con su tercera botella calentándole la garganta. Con su cabeza dándole vueltas en un mareo que quiere dormirla.
The end en la pantalla del televisor, los títulos cierran su película soñada, la música final le dice que debe volver a la realidad. Lucrecia, casi sin poder sostener su anatomía, de pronto lo ve, parado en el centro del living esperándola y extendiéndole los brazos hacia ella en un acto que ya ha vivido otras veces pero que esta vez la llenan de confianza: de una seguridad que necesitaba. No es George Peppard de Desayuno en Tiffany’s, se le parece pero no es él, entonces, quién es este hombre al que se entrega, de dónde salió y como si fuera poco tan guapo. Quién es para quitarle la ropa y levantarla en sus brazos llevándola a su dormitorio. Quién es para que Lucrecia se entregue como lo hace y lo hará toda la noche de Navidad en esa ensoñación producida por el champagne al que no ha respetado ni un instante: ama esa bebida que la pone de la cabeza y de espaldas a la cama sintiendo encima suyo el calor de ese hombre que se mete en su intimidad.
Silencio en la noche que se está yendo es lo primero que escucha al despertar sin escuchar nada. Su cabeza le da vueltas, tantas vueltas que no entiende qué pasó: ese hombre que le hizo vivir una noche de ensueño no está a su lado y parece no haber estado nunca. Todavía no amaneció el día de Navidad. Se levanta con el objetivo claro: será Audrey esa mañana, como todas las que vendrán, porque así se lo gritó a la noche antes de caer en un sueño maravilloso. Se ducha, se peina, perfuma y viste con su mejor ropa de noche, anteojos negros que ocultan sus ojos cansados por la resaca, medialunas de la mañana anterior y café recalentado en un termo.
Lucrecia baja del taxi negro y amarillo y camina hasta el frente del escaparate de una distinguida joyería de la Avenida Alvear. Lleva en la mano una pequeña bolsa de papel con su desayuno; se ha propuesto tomarlo todas las mañanas frente a su vidriera preferida hasta que ocurra un milagro. Lo hará con una absoluta naturalidad contrastada por sus anteojos negros y su elegante vestido de noche. La ciudad duerme todavía después de una noche de brindis, abrazos, deseos y familias queriéndose de una vez por todas. Come y bebe como lo hace Audrey en la película, en la soledad de la mañana observando las luces intermitentes de un arbolito de Navidad, blanco, con adornos plateados en el escaparate de la joyería. Cree escuchar la melodiosa música de Henry Mancini otorgándole una paz que hacía mucho tiempo no sentía. Muerde su medialuna del día anterior que ya no tiene nada de crocante y, una terrible frenada de un auto seguido de un tremendo golpe de chapas contra quién sabe qué, la paraliza.
Estrellado contra una columna de alumbrado ha quedado el auto importado conducido por un hombre, que baja trastabillando del vehículo destrozado, tomándose la frente con un chichón que comienza a crecer por el golpe que se dio en el parabrisas. A Lucrecia, del susto, se le ha caído el termo rociando la vereda de café negro y el último mordisco casi no logra tragarlo. ¿E, e, e, está bien? Le pregunta acercándose temerosa. El hombre, elegantemente vestido pero en un estado un poco deplorable, levanta la vista y la ve: el ángel más glamoroso que vi en mi vida, susurra.
Sí, señorita, fue sólo un golpe en la frente, nada de que preocuparse.
Lucrecia se baja un poco los anteojos negros para verlo mejor y sólo balbucea:
Yo lo vi.
¿Se refiere al choque? Dice él.
No, a usted… Lo vi.
Pero qué torpeza la mía, seguramente estuvimos en la misma fiesta de Navidad, es imperdonable de mi parte no haberla visto, usted es tan…
No –lo interrumpe Lucrecia- no fue en ninguna fiesta.
Acaso nos conocemos de antes –dice el hombre- es imposible que la haya olvidado.
Señor –vuelve a interrumpirlo ella- lo vi anoche… En mi casa.

sábado, 10 de diciembre de 2011

El beso eterno.

Cómo puedo describir mi sentimiento de niño por una niña estando ya en el ocaso de mi vida. Rogando a ustedes sepan disculpar mi atrevimiento, trataré de hacerlo en pocas líneas si es que la memoria me lo permite: Ella era tan hermosa, pequeña y frágil ante mis ojos que con sólo mirarla temía hacerle daño. Blanca como el mantel de tela bordada que ponía mi madre en la mesa para recibirme con la merienda cuando volvía de la escuela. Allí la veía, con su delantal inmaculado, pura como la imagen de la virgencita que en los domingos de misa observaba con respeto en la iglesia de mi pueblo. Dulce como el arroz con leche: mi postre preferido de allí y para siempre. Yo daba mi vida por ella en mis noches de insomnio, imaginando que la salvaba de monstruos espantosos para terminar muriendo en sus brazos tan suaves como la lana con la que mi madre tejía mis bufandas. No caminaba: se deslizaba casi en el aire sin molestar al planeta, sin hacerle daño a las piedras, quedándose al pasar con el aroma de las flores silvestres. El sol le hacía una reverencia al salir todos los días. La luna le tenía envidia porque su luz empalidecía ante el brillo de sus ojos.

Mi adorada María Julia creció sin detenerse nunca a mirarme ni un instante. No supo que yo iba a su mismo colegio o por lo menos jamás me lo hizo notar. No me daría por vencido ante ese amor que dolía tanto en mi pecho, por eso no tuve más remedio que esperar con paciencia mi momento que llegó cuando ya éramos adolescentes. Me planté enfrente de su cara en el tren en el que viajábamos al colegio secundario, y largué como un rollo y sin respirar todo lo que había pasado, por ella, dentro de mi corazón, durante mi corta vida. Me mostró sus dientes más blancos que mi cara de terror y con toda naturalidad me dijo: “Qué tonto sos, por qué no me lo dijiste antes.” Caí al piso como una bolsa de papas de sesenta kilos murmurando algo así como: “Me quiero morir bajo las ruedas del tren en este instante y que me entierren para siempre en las vías.” Lo hice sin dejar de mirarle sus ojos más azules que los zapatos de gamuza que usó mi madre en la comunión de mi hermana menor.

Moría por besarla o aunque sea rozarle el brazo con mi codo, pero no había caso, sus catorce años eran inviolables. Mis amigos nos veían juntos a un metro de distancia uno del otro, y así y todo pensaban que éramos noviecitos. Lo éramos si nos preguntaban, no lo éramos si estábamos solos. Cuando me hablaba no escuchaba otra cosa que el sonido de los árboles producido por el viento, el chillido de un gorrión o el zumbido de una abeja husmeando una flor, mientras observaba atontado sus labios moverse. Si pudiera morderlos, les ruego que me permitan hacerlo, suplicaba en las noches juntando las manos y mirando el techo de mi cuarto como si los dioses del Olimpo estuvieran allí para escucharme.

Un domingo a la tarde la vi venir después de esperarla agazapado detrás de una cerca de madera que separaba mi camino del suyo. Ahora o nunca fue mi plan preparado durante días. Me paré en un cajoncito de manzanas para estar más alto que la cerca y, cuando pasó frente a mí, la sorprendí tomándola de las axilas para levantarla como una pluma. Era tan livianita que me creí Superman; ella abrió los ojos enormes al verme a un milímetro de mi cara mirándola como si la fuera a asesinar sin piedad. Le estampé el beso en la boca más largo que he dado en mi vida. Tal cual lo había visto en la película: Lo que el viento se llevó, una tarde de cine, churros y chocolatada. Luego, fui bajándola despacito hasta que sus piecitos tocaron el piso, mientras me miraba a los ojos con su carita de susto que para mí no era otra cosa que la de una niña perdidamente enamorada. Salió corriendo hacia su casa como alma que la lleva el demonio.

Desde ese momento, nuestras vidas tomaron distintos rumbos con diversa suerte a través del tiempo. Aquel beso fue el único beso que le di pero no el último, porque en cada mujer que he besado en mi vida he sentido el sabor de aquella tarde, en que la levanté en vilo hacia mis labios como un ladronzuelo de amores. Fue el gran robo que fui capaz de cometer sin sentir ninguna culpa. Supe que ella no me denunciaría nunca porque lo único que le había robado había sido un instante inolvidable.

Han pasado mil años desde aquel momento memorable, y sigo aquí. Sintiendo cada vez que beso a una mujer que ella me vuelve a decir: “Qué tonto sos.” Aunque hoy lo haga desde el cielo. Porque le tocó irse un maldito día en el que Dios sintió envidia por haber tenido yo la suerte de besar sus labios, y decretó su trágico destino para sorprenderla escondido detrás de una nube.

María Julia fue mi primer gran amor. Ese beso fue mi primer beso y también resultó ser lo que yo deseé cuando sus labios estaban fundidos con los míos: simplemente eterno.