lunes, 10 de junio de 2013

Mi querida Rosalía.


Drama en un acto.

Escena: Jardín de la mansión de Rosalía. En el centro, una mesa de cerámicos de colores y cuatro bancos del mismo material haciendo juego. Hojas de otoño y el césped alfombran el piso. Plantas y una pared de fondo. Tiempo: Década del 40. Siglo XX.

Entran a escena: Rosalía, del brazo de su amigo, Artemio.

-Mi querida, Rosalía, cada vez que usted me dice que está preocupada por algo, yo no gano para sustos. A ver, cuénteme usted; sabe que siempre soy todo oídos si luego puedo darle un buen consejo.
-Y que seguro me dará, mi buen amigo, Artemio. Sentémonos aquí en el jardín que ya le pido a mi fiel criada, Ausencia, que nos sirva el té con los pastelitos que a usted tanto le gustan. A veces pienso que, usted me visita con tanta cortesía, sólo por los pastelitos que Ausencia prepara.

Se sientan en los bancos. Rosalía saca del bolsillo de su falda una pequeña campanilla y la hace sonar.

-Siempre tan bromista, amiga mía. Reconozco que esos pastelitos me matan, pero, usted sabe, que yo la visito a usted por el amor que ya le he confesado. Si no fuera usted una mujer comprometida con Augusto, ya sabe usted que…

Entra desde la izquierda, Ausencia, con una bandeja con el té y los pastelitos. Deja la bandeja sobre la mesa y se va por donde vino.

-Sssh, Artemio, no diga nada y escúcheme. Es muy importante lo que tengo que decirle.

Mientras habla, sirve el té y le ofrece un pastelito a Artemio.

-Tanto, Artemio, que nos veremos, ambos, involucrados en un embarazoso problema que usted deberá ayudarme a resolver.
-Mmm, qué intriga, cuénteme entonces, pero antes déjeme saborear este manjar que tan gentilmente nos ofrece, su fiel, Ausencia.
-Artemio, mi fiel amigo, déjeme tomar un poco de este rico té para darme ánimos... Mmm, qué sabroso, un poco más dulzón que de costumbre. Ahora escúcheme, ya no puedo ocultárselo, debo confesárselo, estoy enamorada de usted. Oh, por Dios, se ha ahogado usted con el pasteli… ¡Ausencia! ¡Por favor trae un vaso de agua! Tome usted un sorbo de té…, ¿se siente usted mejor? Menudo susto me ha dado.

Artemio tragando el pastelito con dificultad.

-¿Menudo? Para mí a sido mayúsculo, mí Rosalía. Y perdone usted que le diga “mí”, pero creo que ya no debe haber secretos entre nosotros. Ven conmigo, Rosalía, huye de tu compromiso con tu buen marido, Augusto; sabes de mi amor por ti desde que éramos casi niños. Te haré la mujer más feliz de todo el mundo entero.

Rosalía se para, se toma la frente dando muestras de angustia, y se vuelve a sentar tomando las manos de Artemio.

-¡Oh! Artemio de mi alma, te he dicho que debemos resolver este problema pero no de esta manera.
-Y de qué manera, mi amor, mi cielo, mi vida. Esta vida que sin ti, luego de tan inesperada confesión, para mí ya no tendrá sentido. Dime.
-Pues, Artemio, justamente tú lo has dicho: Quitándonos la vida. ¡Oh, no! Otra vez te atragantas con un pastelito. ¡Ausencia!

Entra por la izquierda, Ausencia, con una jarra de agua, al ver que Artemio está repuesto, se retira.

-Estoy bien, estoy bien. No creo que debamos llegar a tanto mi querida. Sólo tienes que seguirme y listo… Uf, que dolorcito me ha dado en el estómago, debe ser esta situación que me pone un poco nervioso y ansioso.
-Pues no te preocupes, mi amor, a mí comienza a dolerme y mucho mi estómago. Tienes razón, debe ser esta complicada situación. Ayer le dije a Augusto que te amaba y desde ese entonces he vivido en un infierno.
-¡Diablos! Perdona mi lenguaje, amada mía, pero casi no resisto este dolor. ¿Tanto puede doler una situación como esta para los dos? Es como si estuviéramos muriendo, lo cual es gracioso… No pensemos en eso y resolvamos esto por favor. ¿Qué te ha dicho Augusto cuando se lo dijiste? Acaso él aprueba nuestro amor… Uf, creo que no puedo más…

Artemio se toma el vientre y se inclina hacia adelante por el dolor.

-Sólo me ha dicho: Mi querida, Rosalía, tú mereces morir; cómo puedes hacerme esto… Pero claro, lo entiendo y me apena. Él me ha dado todo lo que he deseado… Uh…, perdona, pero este dolor me está matando.
-Y a mí, mi querida, Rosalía.

Los dos se inclinan hacia adelante por el dolor en el vientre hasta casi chocar sus cabezas.

-Por eso te he dicho que la única salida es suicidarnos, irnos juntos de este mundo, de otra manera no lo dejaré jamás, él no merece semejante humillación de mi parte. Por eso tienes que ayudarme… ¡Pero, por qué me duele tanto mi vientre! ¡Es insoportable! ¿En tu casa tienes un arma? Todos los hombres la tienen… Iremos a tu casa y…

En ese instante, Artemio cae de bruces hacia la mesa incrustando su cara en el plato de pastelitos.

-Por favor, mi amado Artemio, contéstame, qué te pasa, no me asustes. ¿Acaso te duermes? Dios mío, qué está ocurriendo…

Entonces, Rosalía cae de costado sobre su taza de té y queda con los ojos entrecerrados mirando la nada.

Entran en escena, desde la izquierda, Ausencia y Augusto. Se detienen frente a la pareja ya muertos, mirándolos en silencio durante unos segundos.

-Creo que no sufrieron mucho, Señor Augusto. Puse el cianuro en el té y en los pastelitos tal cual usted me indicara la dosis.
-Sí, Ausencia, mi amigo el boticario me dijo que con una dosis como esta asesinó a su infiel esposa; sabes, Ausencia, se lo merecía esa mujer, lo engañaba conmigo, pero, el pobre nunca supo que era yo. Ejem, fue una buena dosis…, ¿no te parece?
-Parece que sí, mire usted.
-Ahora limpiemos todo y no te preocupes por los cuerpos. Los enterraré aquí mismo. Tengo todo arreglado para que crean que huyeron juntos quién sabe adónde. Pensemos sólo en nosotros. Y ya puedes tutearme de aquí en más.
-Sí, Señor Augusto.

Augusto toma de la cintura a Ausencia, atrayéndola con fuerza hacia su cuerpo, y la besa apasionadamente.

Telón.


lunes, 3 de junio de 2013

Su nombre me sabe al viento.


Cuando me dijo su nombre comprendí muchas cosas que me preguntaba al verla. Fue una respuesta sabia, como sabia fue la persona que se lo había elegido.

Almendra.

No puede haber nombre más bonito, le dije, nadie puede llevarlo mejor ni pronunciarlo como vos. Almendra es una mujer con el color del sol. Su cabello es como una lluvia que purifica. No permite que mi mano se enrede jamás en él aunque mis dedos se pierdan en esos hilos dorados. Sus dientes son tan blancos como ese fruto que al partirlo muestra la pureza de su corazón. Es amada por todos. Por mí. Por la luna, el sol, las estrellas y los mundos que no conocemos.

Ella ama al mundo y a mí. Soy afortunado aunque me duela su belleza. Duele temer que un día deje de ser mía aunque lo sea desde el día que me dijo su nombre. Su mirada logra tranquilizarme, llenarme de esperanzas, me hace soñar con descendientes que tengan su sol en los ojos. Tiene toda la paciencia para contarme de que se trata la vida como si hubiese llegado a este mundo con la misión de enseñarnos a vivir. A mí me enseña a vivir con más amor que esas incertidumbres que tenemos todos los que razonamos en este mundo. A veces pienso que ella es de un mundo, que si descubriéramos, no vacilaríamos en cambiar el nuestro.

Almendra.

Es nieta del viento. Ese viento que juega con las hojas de los árboles y las flores de las plantas, desprendiéndolas. Ama al viento por eso, porque sus abuelos la acarician de esa forma. Los siente en la cara, desordenando su pelo. Nunca los conoció porque la maldad absoluta se los llevó antes de que ella naciera. Ocurrió cuando su mamá era una niña con una futura misión: la de algún día traerla a este mundo. Lo hizo, robándola de una nebulosa de dolor, por haber perdido a sus padres en aquellos malditos 70. Eligió ese nombre para ella porque fue el mejor homenaje a sus padres. Ellos le enseñaron que hay música en el aire, en las flores, en la hierba y en el alma.

Almendra.


A mí su nombre me sabe al viento. A amor. A lágrimas y sonrisas. A la noche y el día. A saber que un día dejaré este mundo y ella me llevará al suyo. Seré eterno. Como ella, que con su nombre elegido desde el cielo, vivirá mientras el tiempo sea tiempo.