viernes, 4 de noviembre de 2016

El beso que casi me mata.


Ella era una niña realmente preciosa. Un sábado, con algunos chicos, fuimos a su casa que quedaba cruzando la vía desde mi barrio, a una tardecita de té y gaseosas. Nos había invitado con su insistencia y el consentimiento a regañadientes de su papá, que era un médico conocido en la zona. Es que para él nosotros éramos de una condición social un poquito baja.
Comimos sanguchitos y masitas acompañando tales bebidas. Ella se pegó a mí. No me pregunten por qué pero parece que le caí bien. Eramos chicos despertando a todo.
Al otro día, previamente pactado, nos encontramos en la estación El Talar, tomamos el tren hasta la estación Kilómetro 38, (luego llamada López Camelo) y caminamos tomados de la mano por esos parajes bastantes desolados. Nos sentamos a la sombra de un eucalipto y la besé.
Gran atrevimiento el mío. Diría que no sabía como se hacía pero la cuestión era quedarnos pegados boca a boca, abrazados e inmóviles, por unos cinco minutos. Fueron varios cinco minutos en los que nos pegamos hasta que decidimos volver a tomar el tren de regreso.
En la estación El Talar varios chicos de mi barrio nos estaban esperando: ¡Desaparecé! El padre te anda buscando por todos lados, está como loco, te va a matar. Nos preguntó a todos adónde te la habías llevado. ¡Te va a denunciar por secuestro! ¡Sos hombre (o niño) muerto!
Pobrecita ella. Corrió a su casa desesperada, asustada y casi llorando. Yo llegué a la mía como pude porque del terror que tenía no me daban las piernas y me metí debajo de mi cama diciéndoles a mis padres que ni se les ocurriera abrirle la puerta a alguien.
Inés se llamaba. Nunca más la vi a menos de una cuadra. Pero qué importa. Sus labios apretados, fundidos con los míos, superó cualquier distancia.