Entre tantas cosas que hice para ganarme la vida, siempre relacionadas con la publicidad, fue la de trabajar en una productora de cine. Durante un poco más de un año. Con amigos, verdaderos amigos que me tuvieron mucha paciencia, porque hacer el trabajo de Director de Arte en cine, era nuevo para mi. El trabajo de creativo publicitario, que fue siempre mi profesión, es totalmente distinto. He estado en decenas de filmaciones durante mi carrera, pero casi siempre del lado de la agencia; estar dentro de la misma cocina del cine, es otra cosa.
Durante ese tiempo, hubo algo que fue muy importante en mi vida; un lugar: la sede de la productora; la casa de Martinez como la llamábamos. Pequeña, cálida, con una escalera de madera que crujía al pisar los escalones, y a veces, sin que nadie subiera o bajara por ella crujía igual, porque estoy seguro de que habitaban duendes en la casa. Sus pisos también eran de madera, lustrosos, impecables y tenía un balconcito en forma circular que daba a la calle, en el que en los días de calor, almorzábamos todos juntos al aire libre. Rodeada de un barrio de casitas bajas con tejas rojas, veredas arboladas y naranjos en flor, ayudaba a que el estado en el que yo vivía, fuera todavía más de ensueño. Sólo el ladrido de algún perro por ahí o el cantar de los pájaros, rompía la dulce monotonía del lugar.
Allí soñábamos con filmar mil películas, crear historias que protagonizaran algún día, los mejores actores; creábamos proyectos futuros, mientras, de vez en cuando, la realidad nos obligaba a cumplir con los compromisos de filmar los guiones de comerciales que nos llegaban de las agencias.
Fuimos pocos los que pasamos nuestros días en esa casa, pero muy amigos. Fueron días y a veces noches de aunténtica calidez. Alli preparé los mejores mates que cebé y tomé en mi vida. Escribí mucho en esa casa y extraño no estar en ella cuando hoy lo hago. La paz que me rodeaba ayudaba a pensar mejor, a soñar mejor.
Una tarde de julio, estaba solo en la casa porque era feriado, escribiendo y con las ventanas cerradas por el intenso frío que hacía afuera; cuando me di cuenta de que la tarde caía. Terminé lo que estaba haciendo, apagué la computadora, las luces, la estufa, salí a la calle y me encontré con la escenografía menos esperada en esta parte del país: estaba nevando. Todo blanco. Los árboles, el césped, los autos con un manto inmaculado y pequeños copos que caían del cielo, volaban bailando en el aire. Fue un milagro. Como cruzar una puerta y estar en otro lado del mundo. La magia de esa casa fue la culpable de que haya vivido, esa tarde-noche, un cuento de hadas.
En esa casa fui feliz y también lloré por cosas que me estaban pasando en mi vida personal. Mis amigos siempre tuvieron los mejores consejos para mi, con largas y trasnochadas charlas. Hubo, es verdad, proyectos que discutimos y que luego nunca se cumplieron porque a veces las cosas no se dan. Si los sueños se cumplieran siempre, viviríamos en un mundo perfecto y quizá todavía estaríamos trabajando entre esas paredes.
Nunca olvidaré la casa de Martinez, ni tampoco mis compañeros y amigos. Sé que a ellos al leer esto se les piantará un lagrimón, como a mi. Sé que si tuvieramos la oportunidad de volver a trabajar juntos en ese lugar no lo dudaríamos ni un segundo, porque en esa casa tuvimos esperanzas, pero Dios, que sabe lo que hace, tenía otros planes para todos nosotros.