Ella
vive en Praga. De la mano de alguien que puede regalarle una ciudad con tanta
belleza. Con música clásica que se escucha en el aire que hoy respira. Con
fragancias de flores blancas, amarillas y rojas en maceteros que perfuman
plazas sin césped. En callecitas de cuestas que no cansan porque inyectan
energía. Navegando por el Moldava que atrevido serpentea esas callecitas. Bajo
un cielo con cientos de años de historia. Ella está donde debía estar siempre.
En
un pequeño instante de su destino pasé
yo como una ráfaga. Me amó. Lo sé porque no tuve nada para darle; sólo un
corazón que los dos sabíamos que se rompería con el tiempo. No hay amor más grande
que el que surge de la locura. Cuando duele. Cuando jamás se olvida. Cuando los
dos sabemos que será eterno.
Jamás
estuve en Praga. Pero estoy. Sus ojos me llevan por calles de empedrado
perfecto. Aquellos retazos de veredas lisboetas que una vez pisamos, quedaron ya lejos. Sólo
conservo un pedazo que ella puso en mi maleta en una de tantas tristes despedidas.
Ahora
me quedo con ese recuerdo. Y con lo que hoy sus ojos me muestran.