Audrey baja del taxi amarillo y
camina hasta el frente del escaparate de Tiffany’s. Lleva en la mano una
pequeña bolsa de papel con su desayuno: como todos los amaneceres lo tomará
frente a su vidriera preferida. Lo hace con una absoluta naturalidad
contrastada por sus anteojos negros y su vestido de noche. La maravillosa
melodía de Moon River envuelve a Lucrecia que se siente, en ese milagroso
instante, la soberbia mujer de la película: sin dudas la más elegante de la
historia del cine. Casi es Navidad en Buenos Aires, Desayuno en Tiffany’s, su
única compañía, le humedece los ojos por lo que ha vivido hasta aquí. Por lo
que desea olvidar cuando dentro de un instante el cielo de medianoche se
ilumine.
Millones
de personas están llenando sus copas de burbujas para brindar por una
esperanza. Lucrecia lo hace para levantar la suya con el fin de ahuyentar las
esperanzas pasadas que no se cumplieron. Ya casi son las doce, la película está
en su mejor momento, una luz en el horizonte que se refleja en su ventanal se
anticipa desintegrándose en cientos de estrellitas y estallidos. El Niño Dios
está llegando al mundo. Un nuevo mundo para ella porque sueña con que, esta vez, la noche buena sea mágica. Sale al balcón en el momento en que un rio de luna
la transporta sobre las aguas mansas con aroma a miel, castañas y pan de frutas,
acompañando esos manjares con el sabor de los dioses que llega a su garganta
estallando antes en su paladar.
Por fin
una nueva Navidad. Por fin aquél que le hizo mal ya no lo hará más. Aquellos,
corrige, Lucrecia, levantando su copa para luego bebérsela hasta el fondo más
blanco. Lo hace una y otra vez, nombrando y exorcizándose de cada maldito que
jugó con su ilusión. Los fuegos de artificio siguen en el cielo porque nadie
quiere que la Navidad
que llega se vaya de pronto. En cada casa una esperanza de paz se convierte en un lugar
común: una paz que no será total porque siempre en el mundo habrá un motivo
para confrontar, pero, la fe es la de todos los años. Una botella que se termina
y otra que Lucrecia descorcha para beberla sola. Con quién estarás festejando
esta noche, a quién engañarás como lo hiciste conmigo, le grita a la noche tan
ruidosa que nadie la escuchará. Hoy, en esta Navidad, juro por Dios que
comenzaré una nueva vida, juro que ya nadie más me hará daño. Seré la Hepburn : libre, auténtica,
bella, elegante, codiciada y elegiré a quién me plazca porque ellos morirán por
mí. Lo dice con su tercera botella calentándole la garganta. Con su cabeza
dándole vueltas en un mareo que quiere dormirla.
The end en
la pantalla del televisor, los títulos cierran su película soñada, la música
final le dice que debe volver a la realidad. Lucrecia, casi sin poder sostener
su anatomía, de pronto lo ve, parado en el centro del living esperándola y
extendiéndole los brazos hacia ella en un acto que ya ha vivido otras veces pero
que esta vez la llenan de confianza: de una seguridad que necesitaba. No es
George Peppard de Desayuno en Tiffany’s, se le parece pero no es él, entonces,
quién es este hombre al que se entrega, de dónde salió y como si fuera poco tan
guapo. Quién es para quitarle la ropa y levantarla en sus brazos llevándola a
su dormitorio. Quién es para que Lucrecia se entregue como lo hace y lo hará
toda la noche de Navidad en esa ensoñación producida por el champagne al que no
ha respetado ni un instante: ama esa bebida que la pone de la cabeza y de
espaldas a la cama sintiendo encima suyo el calor de ese hombre que se mete en
su intimidad.
Silencio
en la noche que se está yendo es lo primero que escucha al despertar sin
escuchar nada. Su cabeza le da vueltas, tantas vueltas que no entiende qué
pasó: ese hombre que le hizo vivir una noche de ensueño no está a su lado y
parece no haber estado nunca. Todavía no amaneció el día de Navidad. Se levanta
con el objetivo claro: será Audrey esa mañana, como todas las que vendrán,
porque así se lo gritó a la noche antes de caer en un sueño maravilloso. Se ducha,
se peina, perfuma y viste con su mejor ropa de noche, anteojos negros que
ocultan sus ojos cansados por la resaca, medialunas de la mañana anterior y café
recalentado en un termo.
Lucrecia baja del taxi negro y amarillo
y camina hasta el frente del escaparate de una distinguida joyería de la Avenida Alvear. Lleva en la
mano una pequeña bolsa de papel con su desayuno; se ha propuesto tomarlo todas
las mañanas frente a su vidriera preferida hasta que ocurra un milagro. Lo hará con una absoluta naturalidad contrastada por sus anteojos
negros y su elegante vestido de noche. La ciudad duerme todavía después de una
noche de brindis, abrazos, deseos y familias queriéndose de una vez por todas.
Come y bebe como lo hace Audrey en la película, en la soledad de la mañana
observando las luces intermitentes de un arbolito de Navidad, blanco, con adornos
plateados en el escaparate de la joyería. Cree escuchar la melodiosa música de
Henry Mancini otorgándole una paz que hacía mucho tiempo no sentía. Muerde su
medialuna del día anterior que ya no tiene nada de crocante y, una terrible
frenada de un auto seguido de un tremendo golpe de chapas contra quién sabe
qué, la paraliza.
Estrellado
contra una columna de alumbrado ha quedado el auto importado conducido por un
hombre, que baja trastabillando del vehículo destrozado, tomándose la frente con
un chichón que comienza a crecer por el golpe que se dio en el parabrisas. A
Lucrecia, del susto, se le ha caído el termo rociando la vereda de café negro y
el último mordisco casi no logra tragarlo. ¿E, e, e, está bien? Le pregunta
acercándose temerosa. El hombre, elegantemente vestido pero en un estado un
poco deplorable, levanta la vista y la ve: el ángel más glamoroso que vi en mi
vida, susurra.
Sí, señorita,
fue sólo un golpe en la frente, nada de que preocuparse.
Lucrecia se
baja un poco los anteojos negros para verlo mejor y sólo balbucea:
Yo lo vi.
¿Se
refiere al choque? Dice él.
No, a
usted… Lo vi.
Pero qué
torpeza la mía, seguramente estuvimos en la misma fiesta de Navidad, es
imperdonable de mi parte no haberla visto, usted es tan…
No –lo
interrumpe Lucrecia- no fue en ninguna fiesta.
Acaso nos
conocemos de antes –dice el hombre- es imposible que la haya olvidado.
Señor
–vuelve a interrumpirlo ella- lo vi anoche… En mi casa.
Como casi todas tus historias; me encantaaaaaaaaaaaaa!!!!!!
ResponderEliminarCreo que todas las que hemos sido negadas, olvidadas o abandonadas, esperamos que una mañana alguien nos quiera hacer sentir princesas...
Fantástica!!!! me encanta.
ResponderEliminarQue sigan las historias!!!
Bebu.