Les voy a
contar una historia real, esto no es un cuento que imaginé. Empiezo diciéndoles
que por mi trabajo, voy a imprentas de la Capital y Gran Buenos Aires, desde hace casi 6
años. En una de esas imprentas que queda en el barrio de Mataderos, conocí a un
señor mayor: Don Carlos, que está siempre en la recepción. Carlos debe tener
cerca de 80 años, por lo menos es lo que aparenta. Él atiende a todos los que
llegan y conmigo en especial siempre tuvo un profundo respeto y cariño. Y yo
por él.
Carlos es un hombre muy culto. Durante los más de 5 años que voy a esa
imprenta, tuvimos muchísimas charlas muy interesantes. Es un hombre amante de
la ópera, siempre me habla de óperas de todas las épocas y hasta recita, en
italiano, fragmentos de esas óperas. Con la lectura lo mismo, me recomienda
libros, autores y su pregunta cuando llego es: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está
leyendo últimamente? Es capaz de recitar poemas de autores que ni siquiera
conozco (ni por asomo he leído lo que él lee). Además ama a los caballos, me
cuenta que ha practicado y sigue practicando equitación y salto, (no me imagino cómo
porque apenas se puede mover.) Me ha contado, también, que por un trabajo que hacía
cuando era joven, recorrió toda América Latina, desde México hasta Tierra del
Fuego. Habla de cada ciudad americana que ha visitado con lujo de detalles. Una vez me
mostró una foto de su esposa, la tercera de su vida. Una mujer que no debe
tener más de 40 años. Cuando vi la foto pensé irónicamente, lo reconozco, si él
tiene una mujer así, tengo esperanzas todavía.
En esa
imprenta trabaja un amigo de mis épocas de creativo en publicidad. Hace una
semana, charlando con mi amigo, me dijo que Carlos había desaparecido, que nadie sabía
nada de él. Ayer, después de mucho tiempo tuve que ir a la imprenta y Carlos no
estaba en la recepción. Pregunté que sabían, qué me podían contar, y esto fue
lo que me dijeron:
Hace unos días se descompuso, cayó al piso y no quiso que
llamaran a un médico ni que lo llevaran a ningún hospital. La empresa pidió un
remís para que lo llevara a su casa. Nadie supo jamás dónde vive, nunca se tuvo
una dirección exacta. Llegó el remís y lo llevó adonde él le indicó al
remisero. Llegaron a una esquina y Carlos le dijo: déjeme aquí… No, lo llevo a
la puerta de su casa, le dijo el chofer. Carlos no quiso y se bajó del auto. El
hombre lo vio doblar en la esquina, bajó del auto y lo siguió porque se
preocupó al verlo tan mal. Lo vio entrar a una casa. Pero no se quedó conforme.
Tocó el timbre de la casa y salió a atenderlo una mujer. El remisero le
preguntó por Carlos con nombre y apellido. La mujer, un poco asombrada, le
preguntó para qué lo buscaba. El hombre le explicó que lo había traído en su
auto desde una imprenta para la que Carlos trabaja, pero que estaba preocupado por
él porque no se había sentido bien durante el día. La mujer le dijo entonces:
Ese hombre al que usted busca es mi papá..., pero murió hace diez años.
Pero esto
no termina aquí. En la recepción de la imprenta, en una esquina de la pared, y
a una altura que no se puede llegar con la mano, hay un estante pequeño con una
calavera, sí, un cráneo humano. Las veces que pregunté cómo llegó eso hasta ahí todos tuvieron una broma para hacer. Un
día le pregunté a Carlos, y me dijo, en tono risueño, que antes de que
estuviera esa imprenta allí, había otra, y que él trabajaba en aquella
imprenta. Cuando aquella imprenta cerró y se instaló la actual, él siguió
trabajando como parte del mobiliario. Por eso sabía que esa calavera era de un
hombre que trabajó en la antigua imprenta y que había muerto. Un día, alguien,
no recuerda quién, trajo la calavera y la puso allí arriba. Por supuesto que lo
tomé en broma y me reí con él.
La última
vez que vi a Carlos y cuando yo ya me estaba yendo, me dijo: Ricardo, no le
perdono que no haya leído, El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco. (Yo le había dicho, hacía
un tiempo, que compré el libro y nunca lo leí.) Y agregó: Prométame, antes de
irse, que lo va a leer. Le dije, ya en la puerta de salida: Se lo prometo…
Espero
que cuando yo vuelva a esa imprenta, él esté sentado en la recepción y me
pregunte lo de siempre: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Le
voy a contestar: El Nombre de la
Rosa, de Umberto Eco.
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