domingo, 27 de septiembre de 2009

Ella, escribe y borra.

Su mamá la regañaba cuando de tanto borrar agüjereaba las hojas de los cuadernos en su época escolar. Siempre una mancha de tinta se escapaba de su lapicera y ella borraba y borraba hasta gastar el papel. Inevitable rutina que nunca logró cambiar.
Hoy, escribe y borra. Tiene mucho que decir y lo dice, pero borra. No termina nunca de estar conforme con sus palabras. Siempre hay una manera distinta de decir las cosas, y las dice. Luego, borra.

Ese hombre que una vez la perturbó allá lejos y hace tiempo, con palabras dulces, con simpatía, con aparente amor. Ese mismo que le prometió la Luna y castillos de cristal es el destinatario de sus palabras en esos papeles borroneados, estrujados y arrojados diez veces al cesto o al piso, según se lo permita la puntería de su estado emocional.
Teclear y ver la frialdad de sus letras en una pantalla luminosa no va con ella, no, para escribir como corresponde estudió caligrafía. Su letra es perfecta, un dibujo con el que habría que hacer un cuadro. Su vida, su personalidad, quedan en el papel impresas por la tinta de su pluma-fuente. Sabe que lo que diga llegará mejor, más creíble, como si se lo estuviera diciendo a la cara. Sus cinco sentidos juntos en su mano derecha expresarán mejor lo que su corazón le dicta.

Aquél hombre que fue suyo hace ya veinte años; ese, que un día desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra dejándola con su ilusión y su intenso amor por él, volvió como si por fin hubiera encontrado esos cigarrillos que fue a comprar aquella noche en la que ella le dijo que estaba embarazada. Con las mismas promesas de castillos para su Cenicienta.
¿Cómo la encontró?, ella no sabe porque después de aquella vez tuvo otra vida, en otro lugar, con otro hombre; pero lo hizo. Con una carta lo hizo. Otra vez la perturbó. Con las mismas armas que una vez la cautivó; sin piedad, sin remordimientos y con un vicio menos: dejó el cigarrillo. Tampoco sabe ella cómo se enteró, que aquél niño por venir no llegó a nacer. Lo perdió por el disgusto.

Mil perdones le rogó. Tuvo un ataque de amnesia y no supo ni como se llamaba durante todo ese tiempo, le dijo. Pero está aquí nuevamente, para darle todo lo que le prometió. Eso sí, le confesó en la carta que tiene varios kilos de más, 20, uno por año en el que no se vieron. Pancita... un poco prominente y menos pelo; digamos que nada de pelo. Supo ser muy buen mozo, elegante, un dandy. Una vista de lince en sus ojos negros conquistadores que hipnotizaban.
Ella era tan bonita hace tanto tiempo. Dulce e inocente. Se creía todo lo que le decía porque su amor era tan grande que de ninguna manera podría romperse por las estúpidas cigarrerías cerradas a medianoche. Hoy es casi más bella que aquella vez; sólo un poco más rellenita... alguna que otra arruguita, pero él volvió por ella y está feliz que haya sucedido. Ahora con su carta le dirá todo lo que siente, por eso escribe y escribe y... borra.
Cada palabra le parece poca. Escribe con amor, con palabras que encierran esperanzas, sueños, a veces rabia... y vuelve a borrar. Por momentos se siente insegura, teme que sus palabras no sean las correctas, que no le lleguen como cree deberían llegarle. No quiere equivocarse porque esta será su última oportunidad con él, por eso, ella, escribe y borra... borra, rompe el papel, lo arroja y vuelve a escribir en uno nuevo.

Ahora sí, ya está, lo logró. Son las palabras correctas, las que él cuando tenga el papel de carta en la mano leerá con sus ojos... con anteojos, porque también le mencionó que ahora los usa; multifocales para ser más exacto.
Ella, pasa en limpio las palabras elegidas en un papel rosa. Una pinturita cada curva de las letras. Envidiable el pulso que no ha perdido con el paso del tiempo. Una gota de Channel Nº 5 como toque final; a él le encantaba sentir ese aroma cuando con sus labios recorría su cuerpo inmaculado, lisito y suave como una seda. Metió en el sobre, también rosa, la carta. Pasó su lengua por el engomado y lo cerró. Escribió el nombre y la dirección de ese hombre con la misma caligrafía insuperable que sólo ella puede hacer y la llevó personalmente al correo.

Nada más. Sabe que en dos o tres días él tendrá el sobre en sus manos. Lo abrirá con emoción al ver el color rosa, al oler su perfume preferido, se llevará la carta a su pecho y mirando al cielo pronunciará un rezo porque habrá vuelto a vivir: "Gracias, Dios mío". Luego leerá el contenido casi con lágrimas en los ojos:

Por qué no te vas a la puta madre que te parió.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Las flores hablan.

En una pequeña comarca unos pocos habitantes conforman un pueblito que allí se encuentra, solitario, perdido por ser tan chiquito. El sol, que a veces pide permiso para asomarse, no logra embellecer el lugar. Los lugareños no encuentran motivos para ser felices.
Así comienza la historia de una mujer tan pequeña como la comarca de la que les estoy hablando. Ella, todos los días atiende a los componentes de su familia de la misma manera que lo hizo ayer, antes de ayer; siempre sin una sonrisa. No entiende por qué, pero siente que así debe ser. Confundida y resignada vive como el resto de las mujeres de su pueblo.
Nadie se preocupa por los jardines, por pintar las casitas de ese pueblo, de hacer que los niños aprendan juegos, o lograr que esos niños sólo se preocupen por ser niños. Ya verán ustedes que alguien decidió que la vida debía ser de esa manera.

Sucedió que, la mañana del primer día de primavera, la mujer de esta historia abrió la puerta de su casa y, allí en el umbral, había una flor. Superada su sorpresa inicial, levantó del piso lo que parecía ser lo único de color en el mundo y, descubrió de pronto, que después de mucho tiempo algo le pasaba a su vida. No entendía que era; ella estaba acostumbrada a vivir así día a día, por qué entonces tenía que ser distinto, se preguntó.
Pero, al otro día había una nueva flor en el umbral, y después otra, todos los días una nueva flor. Lloró entonces, siempre lo hacía pero esta vez sus lágrimas saladas se endulzaron. Empezó a reír, a jugar con sus hijos. Sopló a las plantas que por arte de magia se llenaron de colores. Les habló a los pájaros y ellos le dedicaron una melodía. Se miró al espejo y descubrió que era hermosa.

Todos en el pueblo comentaban el cambio de la bella mujer. Hasta su esposo comenzó a preocuparse por su actitud y decidió investigar el motivo. Subió a lo más alto del pueblo. Allí vivía, solo, el brujo que puede controlar desde ese lugar cada movimiento de las personas del pequeño pueblito, imponiendo con sus predicciones el temor, logrando que cada uno de los pobladores le rinda tributo por su protección a la que él llama: "espiritual".
Le dijo a el marido de la mujer de esta historia que lo que estaba pasando no estaba bien. Le siguió diciendo que la persona que le dejaba las flores no podía tener buenas intenciones, y le dijo además que cuidara a su esposa, ella no tenía por qué ser distinta a las otras mujeres del pueblo.
El hombre, furioso volvió a su casa y destruyó las flores, porque sólo creía en ese brujo, para él, sabio; sin entender que el corazón ve mucho más allá que la mente fría para analizar sin ningún sentimiento.

La bella mujer, temerosa, volvió a llorar con lágrimas saladas. La luz que irradiaba se apagó, los colores de su hogar ya no fueron tantos, sino uno: el gris. Los pájaros no la volvieron a escuchar. Las mujeres del pueblo que de pronto habían visto en ella una luz de esperanza, se sintieron nuevamente solas. Siguieron con sus rutinas. Todo volvió a la normalidad.

Una noche, en la que sólo se escuchaba el canto de los grillos, una silueta, sigilosamente y con cierta dificultad, se deslizó hacia lo alto del pueblo metiéndose en silencio en la casa de aquél brujo. Los grillos callaron.

A la mañana siguiente, la pequeña mujer, abrió la puerta de su casa y allí estaba, en el umbral, una flor. En la casa de enfrente, en la de al lado, en la de la esquina, en la otra y la otra, en todas había una flor.
Las mujeres lloraron lágrimas dulces, se tomaron de la mano y volaron juntas a la Luna y luego a las estrellas. Fueron la envidia de los pájaros. Todas embellecieron. Pintaron de colores las cercas de sus casas, cultivaron flores en sus jardines, llenaron de niños jubilosos las calles del pueblo, hicieron felices a sus hombres. La comarca creció y se lleno de luz en las noches.
Hoy, sigue siendo un misterio la muerte de aquél brujo, pero a nadie le interesó investigar ese hecho.

Una tardecita de sol, en la que la pequeña mujer de esta pequeña historia regaba sus flores en el jardín, el hombre más anciano del pueblo que pasaba por la vereda caminando dificultósamente, se detuvo y le dijo mirándola a los ojos: "Las flores hablan, nos enseñan a ver la belleza que nos rodea. Lo aprendí de mi madre cuando era un niño y en toda esta pequeñita comarca, sólo había luz, color y una sola casa; esa en la que yo vivo".

sábado, 12 de septiembre de 2009

El extraño caso de ¡Masaman!

Cuando aquella despampanante rubia platinada entró a mi despacho, imaginé lo peor, nada más y nada menos que un sin fin de problemas que tendría que resolver por un puñado de dólares, especialmente los de los ratones en mi cabeza. Tuve que tomar el frasco que siempre llevo conmigo con las pastillas para la presión, intentar abrirlo, siempre me cuesta mucho hacerlo y no se por qué, y meterme en la boca dos pastillas de un saque. Cruzó sus piernas blancas de porcelana sentándose frente a mi, y fue suficiente para que esos problemas no me importaran un rábano; decidí hacerme cargo inmediatamente del caso que ella me encomendaba: descubrir al asesino de su acaudalado esposo. Cómo lo mataron, le pregunté. Atragantándolo con una pizza, me contestó.

He hecho de todo en mis años de detective privado, pero intentar encontrar a un asesino que amasa cada plan macabro como si fuera a cocinar spaghettis fue algo nuevo e imprevisto para mi. Pero no lo dudé, tomé el caso ahogado por el alquiler de la oficina y porque la platinada viuda, despertó en mi los más bajos instintos; el negro me vuelve loco, especialmente el mulato dueño de la oficina que me dio una semana para abandonarla si no le pagaba los tres meses atrasados. La viuda me salvó de que me enterraran... por ahora.
El asesino, espolvoreó en la escena del crimen, una mesa con harina, escribiendo sobre ella y con letras mayúsculas, seguramente con su dedo índice, la siguiente frase: "MASAMAN ATACA DE NUEVO". Abrió también la caja fuerte del despacho de la víctima alzándose con todo el dinero que allí se encontraba. Descubrí luego que ya era famoso por estos crímenes al hojear periódicos de varios meses atrás en la biblioteca de la ciudad buscando alguna pista. Jamás veo televisión, ni escucho radio. Desde que me cortaron la electricidad por no pagar las facturas durante un año, no me entero de nada. Tampoco está tan mal vivir a la luz de las velas, especialmente para alguien como yo que enciendo un cigarrillo tras otro; es que a veces no tengo ni para comprar fósforos.

A sus víctimas siempre las asesinaba utilizando el mismo móvil: ahogándolas con cualquier cosa que se hiciera con harina. Desde pizzas, tallarines, ravioles de ricota y parmesano, pollo y verdura hasta agnolotis y lasagna que siempre tienen un punto en común: al dente. En eso el tipo es un cheff para sacarse el sombrero, cosa que yo hice cuando llegué al piso donde se encontró muerto al dueño de una cadena de ristorantes italianos, con la boca llena de canelones de carne y verdura rociados con salsa cuatro quesos que le salían hasta por las orejas. Por supuesto la misma inscripción sobre la mesa con harina como en todos los casos anteriores, además de la caja fuerte vacía. Indudablemente, ninguna combinación se resistía a sus dedos mágicos para abrir cualquier cosa.
Traté de buscar un punto en común entre todos los muertos, siempre hombres, para poder entender más a este extraño Masaman. Las víctimas, todas, eran millonarios y empedernidos amantes de mujeres como Marilyn o Jane Mansfield; voluptuosas, platinadas y bonitas. Suficiente descubrimiento para que me muriera de envidia y deseara haberlos matado yo. La mujer que me contrató era tal cual a esas mujeres a las que me refiero y, única heredera de la fortuna de su infortunado esposo. Debí haber empezado por ella, me dije, quizá sea la clave de estos crímenes más cercanos a la gula que a otra cosa.

Llegué hasta su mansión a las tres de la tarde de un día soleado y ella se sorprendió un poco al verme. No porque no me esperara, sino porque yo jamás salgo sin mi impermeable sobre el traje gris oscuro que siempre uso. Quizá haya sido por mi porte tan elegante que me da esa vestimenta, pero creo que se quedó con la boca abierta por los casi 39º de temperatura de esa tarde de verano. Por suerte siempre llevo el cuello de la camisa desprendido lo cual me refresca un poco. Insistió en facilitarme una toalla para secar mi sudor que ya me estaba dejando sin aire.
Su mayordomo, un hombre que metía miedo con sólo sentir su presencia; alto, muy delgado, casi encorvado, ojos hundidos y negros como un cuervo y mirada penetrante, tomó mi sombrero y el impermeable colgándolos con mucha delicadeza en un perchero. Yo sentí, por este extraño tipo y el calor reinante, que mi presión tocaba las nubes y saqué del bolsillo del saco mi frasquito de pastillas para tomarme una inmediatamente. Comencé a luchar a brazo partido con la tapa del frasco para abrirlo y no había caso. Permitame, signore... Me dijo el hombre con voz dura y latina. Tomó el frasquito con su mano derecha, lo acercó a su oído derecho, acarició suavemente la tapa con los dedos de su mano izquierda, hizo un pequeño giro a la derecha a la altura de las dos de la tarde, otro giro a la izquierda a la altura de las nueve, volvió hasta las cinco y regresó a las once y... "clack"... se abrió el desgraciado. No hay nada que yo no pueda abrir... Me dijo entregándome el frasco y retirándose a la cocina de la mansión. Mirándolo asombrado, cerré nuevamente el frasco y lo metí en mi bolsillo. Me di cuenta que no había tomado una pastilla, por eso mi presión tocó el cielo en ese momento.

Tenía que investigar a este señor como sea. Le pedí a la rubia platinada que me trajera documentos y fotos de su esposo con la escusa de que los necesitaba para seguir con la investigación, y cuando ella subió a la parte alta de la casa para buscarlos, me deslizé sigilosamente hasta la cocina para espiarlo. Me asomé y, lo que vi me dejó helado. El tipo estaba amasando una masa de harina enorme con el palo redondo, la levantaba suavemente con sus manos mágicas y la hacía girar sobre su cabeza logrando que la masa, redonda, se hiciera cada vez más grande. Volaba harina por todos lados como una nube. Lanzaba de pronto la masa al aire, encima de su cabeza, y cuando caía la tomaba con sus manos y seguía haciéndola girar con una destreza que me asombraba de verdad. Lo hizo una y diez veces hasta que notó mi presencia (reconozco a esta altura que yo lancé un ¡recórcholis! de admiración que me delató). Cuando me vio bajó los brazos y la masa cayó sobre él cubriéndolo hasta las rodillas como si hubiera sido una sábana llena de harina.
Era él, no cabía duda, ¡Masaman! el hombre masa. Había resuelto el caso, es más, ¡era la primera vez que resolvía un caso! Cuando iba a sacar mi pistola al grito de ¡Queda usted arrestado en nombre del Gobierno de los Es..! Sentí un fuerte golpe en la nuca.

Desperté atado de pies y manos a una silla de la cocina. La platinada caminaba a mi alrededor contoneándose, sonriéndome y acariciándome el pelo con sus suaves manos, mientras me decía que me había contratado para despistar a la policía porque sabía de mi torpeza en estos casos, por eso nunca imaginó que los descubriera. No sabía yo que era tan famoso pero sí, y esto la rubia no lo sabía, que el maldito Inspector del Precinto 48, siempre se aparecía repentinamente en los lugares que yo investigaba llevándose el crédito de mis posibles descubrimientos. Se ve que el hombre siempre me seguía... Algo de bueno debo tener entonces... creo.
Un sabroso olor a salsa rosé se impregnó en mis narices haciendo que mi estómago se quejara con los ruidos característicos que todos conocen. El mayordomo, ¡Masaman! se acercó con un plato de spaghettis, giró el tenedor en ellos y me lo metió en la boca ¡Cielos, estaba delicioso! Comenzó a darme de comer cada vez con más violencia, más y más spaghettis que al principio disfrutaba pero luego me di cuenta que tenía los minutos contados. Me iba a atragantar como a todas sus víctimas, cuando de repente se escuchó un fuerte golpe en la puerta. La rubia grito ¡La policía! y salieron los dos disparados por la puerta de atrás desapareciendo de la escena.
El inspector del Precinto 48 y sus polis, tomaron todas clases de huellas, juntaron harina, confiscaron ollas y sartenes, se llevaron como evidencia el palo de amasar, abrieron el refrigerador y sacaron todas las pastas y pizzas congeladas. Se repartieron esas pastas que seguramente serían un manjar, pero eso si, los policías rasos sólo prefirieron pizzas. Se fueron todos luego de hacer su trabajo. Al otro día y después de luchar 18 horas en la silla, logré desatarme e irme de esa casa no sin antes comprobar que también se habían llevado mi sombrero y el impermeable.

Un mes después de aquellos acontecimientos vividos por mi tan intensamente, comiendo una hamburguesa con patatas fritas en el Snack Bar más cercano a mi oficina, mientras se escucha en la fonola la voz de Dean Martin cantando "That's Amore", leo por enécima vez la carta que me llegó desde la Bella Italia con una fotografía de la rubia platinada, ¡Masaman! y varias platinadas más vestidas de meseras super sexies, en el frente de una Cantina y Ristorante llamado: ¡Masaman Torna Sorrento!
En la carta escrita por la rubia, me invitan a que viaje a trabajar con ellos porque también van a tornar a Rome e Milano e... Me envían un cheque por 5.000 dólares para el pasaje de avión y otros gastos a cuenta, sólo porque les caí simpático y merezco su confianza.
Mientras analizo la decisión a tomar bebiendo mi cerveza, siento una mano afectuosa que me toca el hombro, me doy vuelta y es el maldito Inspector de Policía vestido con mi impermeable y mi sombrero... Cómo estás, amigo, no me guardas rencor ¿no es así?... me dice.
Yo, lo miré con desprecio de arriba a abajo y pensé: Qué imbécil, se debe estar muriendo de calor.