sábado, 26 de febrero de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 4.

Salí del baño, sólo con la toalla a mi cintura, ella, en su cocinita se preparaba un té. Me acerqué y me miró sin dejar de sonreír, aunque un poco sorprendida por mi atrevimiento porque esperaba, verdaderamente, que me fuera a dormir. La besé nuevamente. La tomé de su mano y la llevé sin decir nada a su dormitorio, recámara para ella, le saqué suavemente el pañuelo del cuello que ni siquiera se había quitado. Le desabroché los mil botoncitos perlitas de su suéter, desnudándola muy despacito mientras la acariciaba y besaba. Ella, se quitó las medias que siempre usa hasta sus muslos, y ya, sin la toalla, me acosté sobre su cuerpo desnudo en la cama. Con mucha dulzura nos besamos, acariciamos en silencio, y me metí en su intimidad hasta que no pudo más y murmuró un ‘’te amo’’, largo, sentido. Pronuncié entonces lo que esperaba decir desde tiempos inmemorables: ‘’Por fin…’’

Estuvimos horas en la cama desnudos, ella de espalda, yo casi encima, dando vueltas como las agujas del reloj, hablando, riéndonos mucho y haciendo el amor una y otra vez. Me dijo que jamás le había pasado algo así con nadie, ni con su ex esposo. Nos besamos infinidad de veces durante largo rato sin parar; era también nuestra manera de hacer el amor. Nos acariciábamos mirándonos, como no creyendo lo que estábamos viviendo, y de hecho era muy extraño que nos estuviera pasando eso después de habernos visto sólo una vez durante una hora y media de nuestras vidas. Yo le decía que no llevábamos ni un día entero de conocernos pero que éramos amantes eternos. Ella me aseguró que venía de nuestras vidas pasadas. Estábamos viviendo lo que seguramente ya habíamos vivido a través de los siglos, pero que no recordábamos, por eso todo era nuevo para nosotros. Luego de horas de amor, el sueño me venció y quedé profundamente dormido, desnudo en su cama. Ella se quedó sentada en el piso, con su espalda contra la pared, observándome dormir durante un largo rato, feliz de tenerme allí y agradeciendo a los dioses que eso sucediera.

Los miedos desaparecieron para los dos, los sueños se hacían realidad y para mi esa mujer era lo más bello que existía sobre la tierra. Para ella, yo era muy guapo, me lo decía todo el tiempo. Descubrí que usaba lentes de contacto, era por eso entonces que me creía guapo, pero yo con mis anteojos veo perfecto, lo suficiente para saber que es hermosa. Su cuerpo desde ese momento no tuvo secretos para mí y el mío para ella tampoco; nos recorrimos cada poro de nuestra piel, cada lugar íntimo fue descubierto el uno del otro. Éramos un sólo ser, con los mismos pensamientos y los mismos gustos al hacer el amor. No nos tuvimos piedad.

Dormí sólo una hora y media. Cuando desperté, en la posición en la que estaba en la cama, traté de ubicarme: me encontré en un lugar desconocido por unos segundos hasta que me di cuenta de que era su recámara. La puerta estaba cerrada, ella no se encontraba a mi lado. Me levanté, salí del cuarto y la vi de rodillas en el piso de espaldas hacia mi, con sólo su ropa interior puesta. Buscaba algo, pensé en atacarla pero se dio vuelta y me dijo: “Holaaaaa, se me cayó una perlita de mi aro…¡Acá está! ¿Dormiste bien mi amor?” Es una mujer que tiene la gran virtud de enamorar a todos y cada uno de los hombres que se cruzan por su vida, eso hoy lo sé después de conocerla bien. Es muy inteligente, dulce, cautivadora, seductora y enigmática. Esa actitud desinhibida buscando su perla, fue una constante en nuestra relación. Con cada cosa que hacía lograba que me volviera loco de amor. Sentía ganas de morderla, hacerle daño, quería oírla gritar, pero no soy violento entonces mi actitud era la de estar acariciando absolutamente todo su cuerpo el tiempo que me fuera posible.

En nuestras charlas por teléfono nos decíamos que cuando estuviéramos juntos, por la magnitud de la distancia que nos separaba, viviríamos pegados como abrojos. Así estuvimos ese 11 de abril y en los días siguientes. No podíamos separarnos más de algunos pocos centímetros uno del otro, por temor a que volviera a existir la distancia de continentes que era nuestra realidad física. Desnudos como estábamos, sólo con nuestra ropa interior, comimos algo, es decir lo poco que tenía para hacerlo porque al otro día viajábamos, sólo quedaba algo de carne para cenar esa noche. La comida que sirven en el avión siempre tiene gusto a poco y yo tenía hambre.

Ya era la tarde. Debí salir un rato para visitar a una persona a la que le prometí parte de los alfajores y el dulce de leche que tanto habían pesado en mi bolso. Me cambié para irme y nos despedimos con su súplica de que volviera pronto. Después de cumplir con esa promesa, volví a su casa en el Metro haciendo combinación en Plaza de Castilla, allí mismo donde dos edificios se miran inclinados uno hacia el otro como desafiándose. Ese martes 11 de abril, con mucha gente en las estaciones, el viaje de vuelta se me hizo interminable, tedioso, más que las doce horas que había volado. La extrañaba como loco, no veía la hora de llegar y me parecía que el tren tardaba más de la cuenta. La extrañé como la habría de extrañar siempre que me separara de ella, sin tener conciencia en ese momento de cómo sería después la dolorosa realidad que me tocaría vivir cuando volviera a Buenos Aires.

Bajé en Cuzco, caminé esas dos calles que tantas veces recorrería después, subí a su piso y ella me recibió tirándose a mi cuello casi con desesperación y diciendo: ¡Te extrañe, te extrañé tanto mi vida!.. No podía más, mientras preparaba mi maleta para mañana casi lloraba porque no estabas aquí, ¡te amo, te amo, te amo! Nos quedamos varios minutos abrazados porque a mi me había pasado lo mismo ¡Por Dios como la amaba! ¡Cómo nos amábamos!

Ya eran más de las nueve de la noche, preparó la cena: una carnita como la llamó, no quiero compararla con los bifes nuestros de cada día. Acompañada por unas verduras con guacamole, más alguna cosita mexicana que estaban muy ricas. Abrimos un vinito francés que tenía en su despensa y pusimos a Piazzolla para que nos acompañara con su música mientras cenábamos. Todo era perfecto; la mesa decorada con delicadeza, ella es experta en eso, las miradas, dos velas encendidas, el sabor de la comida que disfruta siempre; eso lo iba a comprobar yo cada vez que comíamos en algún lugarcito de donde estuviéramos. El vino tinto que nos calentaba hasta el alma y los tangos que nos llegaban al corazón. Luego, en su sillón del living, nos quedamos pegados como abrojos escuchando la música mientras mirábamos la luna rodando por Callao. Metió su cara en mi pecho de tal manera que le pregunté si estaba cómoda así porque ni respirar la oía; me dijo, sin abrir los ojos, que estaba muy feliz.

Luego de no sé cuanto tiempo de estar extasiados y viajando por las estrellas hacia otros mundos, quizá a alguno de esos en los que habíamos vivido esto en otras épocas, nos fuimos quitando la ropa para hacer el amor allí, en ese silloncito de estilo que está en su living que amo tanto, para seguir en su cama hasta quedarnos profundamente dormidos abrazados, “cucharita”. Al otro día, un avión, esta vez en la terminal 4 de Barajas, nos esperaba para llevarnos directamente a nuestra luna de miel, en Lisboa, después de haber pasado el mejor día de nuestras vidas: aquél 11 de abril.

martes, 22 de febrero de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 3.

Aquél 11 de abril, yo era un “hombre solo” en la inmensidad de ese aeropuerto. Parado al final del largo pasillo de la Terminal 1, observé hacia mi derecha todo el camino que lleva a las Terminales 2 y 3 pasando por la estación Aeropuerto del Metro de Madrid. Como a doscientos metros, o más, el pasillo toma una curva, por eso, más allá no se ve que pasa. Cuando salí de la zona de arribo, vi poca gente esperando a los pasajeros: dos o tres hombres, una pareja, alguna mujer y nada más. Todos los mostradores de las aerolíneas estaban cerrados y sólo se veían persianas bajas en una auténtica soledad. La busqué mirando hacia todos los lados posibles y no la veía, aunque ella, no podía haber dejado de verme cuando salí porque los pasajeros lo hacíamos con intermitencia unos de otros. Pensé que me estaría observando desde un escondite detrás de una columna; busqué algún hombre con los brazos en jarra y a ella mirándome desde el otro lado: no había nadie así. Me invadió la incertidumbre. Miré hacia fuera, sólo un taxi estacionado, o pasaba de pronto un bus con el logo de algún hotel.

Todavía no amanecía; hacía frío. Esperé unos minutos, bajé la vista hacia el piso y me di cuenta de que ella no estaba de verdad, no había ido a buscarme, se arrepintió, me dije a mi mismo. Alguna vez en mi vida alguna chica me dejó plantado en una cita, ¿pero esto? Esto no tenía sentido. Hice 10.000 kilómetros para que me dejasen plantado como a un tonto. Pensé que ella tomaba conciencia de toda esa locura y decidió quedarse en su casa dando por terminado el romance platónico que hasta ese momento habíamos tenido. Me quedé allí inmóvil unos minutos más esperando, perplejo, a que algo sucediera. Revisé mis bolsillos y encontré unas monedas de euros, céntimos para los españoles, que me quedaban del viaje anterior, busqué algún teléfono público y descubrí, como a cincuenta metros, una hilera de ellos, hacia allí fui. Metí no sé cuántas monedas en la ranura porque no sabía cuánto costaba llamar y marqué el número de su móvil; me atendió y le dije: ‘’Hola… Llegué… Estoy aquí en…” ¿En la Terminal 1?’’ me interrumpió… ‘’Quédate ahí que estoy llegando en diez minutos, me quedé dormida, no te muevas de ese lugar’’. Cortó.

Volví a mi lugar en el pasillo con la cabeza gacha y pensando: “Se quedó dormida, no lo puedo creer. ¿Cómo se va a quedar dormida? Yo no hubiera dormido en toda la noche… es inadmisible, ¡no…lo puedo…creer! Me apoyé contra una columna, con mi equipaje delante mío, metí las manos en los bolsillos del jeans gris oscuro que llevaba puesto, además de una remera fucsia de la que apenas se veía una línea del cuello porque tenía encima un suéter negro liviano, mis zapatillas Nike clásicas negras con el iso blanco y una campera corta de cuero marrón gastado. Así estaba, con el pelo corto y más gris que dos años y medio atrás, con alguna arruga más en mi rostro que ella no había visto, esperando el momento de verla aparecer.

Pasaron veinte minutos y, allá a doscientos metros, al fondo, donde la curva del pasillo dejaba ver lo que iba o venía, observé la figura de una mujer con el pelo castaño claro venir muy derechita caminando con pasitos rápidos. Miré al piso como pensativo y dejé que se acercara; cuando la imaginé cerca, levanté la vista y la vi como a veinte metros encarando muy decidida hacia mí con una enorme sonrisa de oreja a oreja, “sonrisa sandía” la llamé desde ese momento. Era tal cual la había visto la noche que murió mi madre. Esa era ella, la verdadera, y no la de las fotos distintas para mi que me confundían. Llevaba puesto una falda gris cuadrillé, tacos bajos, un suéter muy liviano beige también clarito ajustado al cuerpo con mil botoncitos perlitas abotonados y un pañuelo de seda al cuello que la envolvía hasta el mentón. Su bolso azul oscuro que siempre la acompañaría en su mano derecha, iba casi lustrando el piso. “Debe estar muerta de frío”, pensé.

Se puso a centímetros de mí y en una actitud valiente, lanzó un “holaaaaa” largo y madrileño como acentuando la “a’”, me besó en la boca apenas sin tocarme con sus manos, yo la abracé muy fuerte contra mí, me quedé así unos segundos, pensando en que si lo que estábamos haciendo estaba bien. Luego la miré cara a cara a diez centímetros, ella seguía con su sonrisa que era la primera vez que veía porque aquella noche no la había visto sonreír; y la besé dos o tres veces en su boca roja que me dejó huellas en mis labios. Cuando hablábamos por teléfono, en esas largas charlas que teníamos antes de que yo viajara, nos decíamos de los miles de besos que nos daríamos en el aeropuerto, pero los nervios nos traicionaron. Nos separamos. Sugirió que nos fuéramos en taxi, pero para mí, 25 euros hasta su casa era un dinero que lo aprovecharíamos mejor en Lisboa, así que le propuse tomar el Metro. En Madrid, “vaya donde vaya, el Metro lo deja” y de su casa sólo estaba a dos calles. Caminamos unos diez minutos, yo no dejaba de mirarla, lo que hacía que se pusiera cada vez más nerviosa, pero para mi era increíble estar con esa mujer que sólo había visto una vez y hace tiempo, y ahora la había besado como viejos amantes que se encuentran después de una larga separación. Tomamos el Metro sin hablar casi, o diciéndonos pavadas como: “Viaje bien… Estuve leyendo anoche hasta tarde y me quedé dormida… En el avión no duermo así que llevo horas despierto… Cuando me di cuenta de la hora salí volando para acá… Creí que te habías arrepentido… Bueno, si me arrepentía seguías la flecha hacia el Metro y te ibas a algún lado… ¡Ah! qué bromista sos… ¿Cómo piensas eso?”

Bajamos en la estación Cuzco del Metro; ya amanecido, caminamos por la calle Sor Ángela de la Cruz. El barrio me gustó mucho. Madrid es lindo por donde se lo mire. Un lugar distinguido como se la veía a ella caminando derechita con su bolso y sus rodillas rozándose. Yo llevaba mi maleta arrastrando y un bolso en mi hombro con mucho esfuerzo porque estaba cargado de alfajores, dulce de leche, mi cámara de fotos y dos discos de tangos. Ella nunca intentó ayudarme, por eso le pregunté con sorna: ¿Cómo estás? “Feliz” me contestó sin dejar de sonreír, mirando al frente como una princesa. A mi me gustaba su altanería.

Ya en su departamento, pequeño pero muy bonito, me enseñó cada cosa que me había descrito en sus mail y en las charlas que tuvimos: Sus plantas, una jaula con periquitos que no paraban de chillar, un pequeño balconcito adornado con estilo andaluz, su cocina de estilo mexicano. Yo estaba muy feliz de estar allí. En el medio del living nuevamente la abracé y la besé, pero ahora lo hice con pasión, con caricias y diciéndole cuanto la amaba. Nos mirábamos a los ojos estudiándonos, preguntándonos sin hablar del por qué habíamos esperado tanto para ese momento que deseábamos. Sus labios carnosos me eran dulces y sentía ganas de morderlos hasta hacerle daño, mis labios pequeños se perdían en la inmensidad de su boca que tanto había mirado en la pantalla de la computadora preguntándome como sería besarlos. Ahora lo estaba haciendo y podía quedarme así todo el tiempo que quisiera porque ya no era un sueño, era real, la tenía con toda su anatomía pegada a mi cuerpo. Luego, le dije que necesitaba ducharme y afeitarme, además llevaba muchas horas sin dormir, no como ella que se había quedado dormida esa mañana incomprensiblemente.

Saqué mis cosméticos de la maleta, me dio una toalla diciéndome que luego quería que descansara; ella velaría mi sueño. Me afeité y duché en su baño que es toda una paquetería de buen gusto. Secándome, desnudo, me quedé mirando al espejo un buen rato sabiendo que no iba a dormir, no, quería hacer el amor y me preguntaba siendo ella tan joven si todo saldría bien de mi parte, pero me sentía más que bien a pesar del cansancio por tan largo viaje. Era un reto, no podía fallar.

sábado, 19 de febrero de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 2.

Ella y yo nos encontraríamos en Barajas y había que planear de que manera, en que momento estaríamos juntos, solos, dónde, y por supuesto cómo sería cada segundo nuestro en Madrid. Lo programó con su ansiedad por tenerme; todo se presentaba correcto. Pensó en que deberíamos irnos de la ciudad a algún sitio lejano. Imaginó viajar a Córdoba o Galicia, pero al fin lo decidió: Lisboa era un buen lugar para escaparnos. ¡Qué locura! Ni nos conocíamos casi y nos iríamos a una habitación de tres por tres en Lisboa. Para mi era impensado, irracional. Lo hablábamos y nos divertía mucho la situación imaginándonos en ese hotel que finalmente encontró por internet y que contrató por mail: una albergaria en una ciudad que ella ya conocía pero que para mi era un mundo nuevo. Compró los pasajes de avión Madrid-Lisboa y ya no había vuelta atrás; abril estaba planeado.

El avión de Air Madrid en el que yo viajaría, llegaría al aeropuerto de Barajas a las siete y treinta de la mañana del martes 11 de abril y ella iba a estar allí, esperándome en la Terminal 1. Todo era tan extraño, que me daba lugar a hacerle bromas sobre ese momento que íbamos a vivir después de tanto tiempo sin vernos. Le decía que se escondería detrás de un hombre con los brazos en jarra a la cintura, para espiar a través de ellos, hasta verme aparecer con mi maleta y si no le gustaba como me veía, salir corriendo hacia su casa dejándome solo allí.

Me preparé para el viaje con la culpa de haber dejado todo por ella. Los últimos días en Buenos Aires los vivía con temor a que algo sucediera y me impidiera viajar. Quería que los días que se me hacían interminables pasaran rápido, mientras nos escribíamos y hablábamos dejando que el destino hiciera lo que quisiera con nosotros. Soñábamos conque ese destino nos diera una sorpresa grata e inolvidable; lo que pasaría con nosotros en mis días de abril en Madrid no nos asustaba porque nos sentíamos tan seguros de nuestro amor que nada podía salir mal.

El 10 de abril, día de mi partida, me moví en el aeropuerto de Ezeiza casi deslizándome, con mi corazón bombeando muy pausadamente, sin prisa. Quería vivir cada minuto como si fuera el último, disfrutar cada segundo del viaje sin ansiedad. Así me sentía, no estaba nervioso porque lo que estaba haciendo me gustaba más de la cuenta. Siempre me atrajeron los aeropuertos a pesar de lo poco que he viajado: amo las esperas caóticas por la salida del vuelo, la gente con sus maletas yendo de un lado para el otro, los monitores que anuncian las salidas y llegadas, las largas veredas metálicas que lo llevan a uno sin caminar. Cruzar la manga que me lleva hacia el avión, la comida chatarra en bandejas de plástico o de cartón que sirven las azafatas. La sensación de irme hacia otro lugar lejano y, lo más extraño, saber que en pocos minutos ya estoy muy lejos de donde vivo. Ver todo desde el cielo es increíble, volar no tiene sentido si nos imaginamos que estamos dentro de una máquina pesadísima, que por más que me lo expliquen, jamás entenderé como hace para elevarse y menos para desplazarse como un pájaro en el aire. Los campos, las ciudades, los ríos, los valles, el océano inmenso e interminable, el cruzar la cordillera de Los Andes, como lo he hecho en más de una oportunidad. Ver todo desde el cielo es una gran suerte que tenemos los que nos ha tocado vivir desde el siglo pasado hasta acá. Volar es maravilloso para mí y por eso quería expresarlo en este párrafo.

El avión iba casi completo, por eso me tocó estar solo en mi lugar casi a la cola. No duermo en los vuelos porque no lo puedo hacer sentado. Miraba, cuando anocheció, las luces de ciudades sudamericanas allá abajo como libélulas por la forma extraña y divina que forman. Pensaba en esa mujer que me esperaba pero también en todo lo que quedaba detrás de mí, allá lejos. El largo recorrido sobre el océano tan negro como la noche, con monstruos marinos que tratan de atraer a la nave con sus encantos, pero, por suerte, como el avión no piensa, no siente, sigue su camino con su carga de seres humanos que sí piensan y sienten, por eso, si esos monstruos descubrieran esa carga, sus cantos que encantan estarían dedicados a esas personas y muchos aviones se precipitarían al mar para ser devorados sin piedad.

Fue un viaje tranquilo, con la comida servida a tiempo para matar el tiempo más que el hambre, un par de películas para matar la ansiedad y el desayuno a casi metros de empezar a volar sobre el continente europeo. Observé a mi derecha las luces de Las Canarias, e imaginaba a sus habitantes soñando con sus historias distintas y quizá alguna como la mía. Calculaba el tiempo que faltaba para llegar al aeropuerto de Barajas, y a ella, ya despertándose para ir a esperarme a la Terminal 1 de ese inmenso lugar no sé cuantas veces más grande que el nuestro de Ezeiza. Desde allí, todo empezó a ser raro, extraña sensación por lo que iba a suceder, la vería otra vez cara a cara después de dos años y medio. Y fue en el momento en el que los tímpanos parecen hincharse, en el que todo se siente lejano por una sordera inesperada, en el que el estómago sube hasta la garganta por descender varios cientos de metros repentinamente, y cuando sólo el zumbido de las turbinas se escucha como entre sueños, porque ya nadie se mueve de su lugar, en el que caí en la cuenta: ¡Qué diablos estaba haciendo yo a 10.000 kilómetros de mi casa y sobre suelo español!

miércoles, 16 de febrero de 2011

Así como se lo cuento.

Por los siglos de los siglos. Porque somos eternos el amor nunca muere. Viviremos una y otra vez amándonos hasta que seamos dioses, de allí venimos y hacia allí volvemos.

Una noche de octubre, en un lugar de Madrid, con mi madre yéndose para siempre de esta vida, ella me reconoció. Me observó todo el tiempo porque ya me conocía de otros tiempos; sabía lo que habíamos vivido en otra vida. El amor que estaba comenzando en ese momento venía de antes, de cuando éramos distintos, en otro mundo, en otra época. Ella me enseñó todo eso y más, me enseñó a ver más allá de los tiempos, a no tener miedo, a saber que moriré por un sueño: mi sueño de morir de amor.

Después de esa, mi noche triste, y a mi vuelta a Buenos Aires, comenzamos a comunicarnos con cartas que parecían inconclusas por largas intermitencias, pausadas. Cada carta suya era para mí un motivo de felicidad por una esperanza que indudablemente en ese momento era muy lejana. Hoy, me parece que el tiempo transcurría sin que yo tuviera conciencia de nada razonable, sino de algo con un toque de locura por lo absurdo de pensar en un futuro cara a cara con ella. Sólo la había visto en un momento de mi vida y de la vida que pasa ante mis ojos. Sus facciones comenzaban a ser borrosas en mi mente, y seguramente lo mismo le pasaba a ella, mi rostro se confundiría con mil rostros que pasaban ante sus ojos día a día. Su mirada penetrante de aquella noche la tenía clavada en mí, pero el dibujo de su cara, que para mi había sido hermosa, empezaba a ser un enigma que algún día debería resolver. No nos animábamos a más. Ni hablábamos de enviarnos fotos y eso era porque, creo, queríamos prolongar lo enigmático y mágico de nuestra relación. Jamás nos dijimos esto, pero con el tiempo que ya pasó, y que es como si no hubiera existido, siento que no hay otra conclusión que esta a la que me refiero.

Así lo sentía: raro, tonto; el escribirnos desde distintos continentes sintiendo en la piel de cada uno lo implacable del clima, calor, frío, pero como si sólo una habitación contigua nos separara el uno del otro. Ella estaba allí, a centímetros de mí, leyendo mis letras que trataban de seducirla casi como un grito para que no me olvide. La imaginaba en el piso 28 de la Torre Picasso, su lugar de trabajo, sin tener idea de cómo sería ese lugar. En su casa, en las calles de Madrid o en los lugares que me describía con sus letras. Me costaba imaginar su andar porque casi no lo recordaba, es más, no sé si la había observado caminar. Ella seguramente sí conocía mis pasos porque esa noche no me quitó la vista de encima. Era una mujer que empezaba a convertirse en algo misterioso para mí y eso me gustaba, me encantaba amar a alguien que no tenía ningún motivo para defraudarme.

El amor convierte a las personas en tontos y hasta a veces en ridículos, no se puede pensar con claridad y sólo se actúa por lo que dicta el corazón, especialmente en los hombres, que somos capaces de hacer cualquier cosa por una mujer, como la de recorrer miles de kilómetros para estar con ella con el sólo fin de ver qué pasa. Es así de irracional, no manda la mente y son frecuentes los impulsos por hacer algo.

No hay nada mejor para el hombre que lo misterioso, lo que no conocemos, lo que pasará al otro día o lo que habrá en otros mundos. Lo que vivimos ya está, no nos sorprende más porque pasó, pero lo que vendrá es motivo de historias imaginadas con resoluciones sin límites.

“Te amo amor mío y no tienes una idea de lo mucho que te necesito. Soy tu vida y tu eres la mía.” Me escribía. Sentíamos los dos una gran ilusión. Le decía de la locura grande de encontrarnos alguna vez después de tanto tiempo sin saber cómo podía ser, ella me contestaba que sería perfecto, que su instinto no la traicionaría; su amor era más loco que el mío.

Disfrutemos de este amor, así a la distancia, hasta que podamos estar a medio metro cuando sea. El amor duele, no lo descubrí yo pero duele, mucho más cuando los que se aman no se pueden tocar, eso lo sabemos ahora pero este dolor es hermoso, si lo puedo llamar así.

Quiero saber por qué nos pasa. Quizás por las letras que nos escribimos o las llamadas o esa mirada tuya aquella noche y hace tiempo.

Te beso recorriendo todo tu cuerpo con mucha dulzura, con todo mi amor.”

Y lo planeamos: sería en abril. Cruzaría el inmenso Océano Atlántico para saber como era esa mujer cuando la abrazara. Ella, me resultaba distinta en cada una de las fotos que comenzó a enviarme. Se fotografiaba con su móvil, me llegaba a la computadora y siempre me parecía otra persona, lo que hacía que mi incertidumbre sea mayor. Estaba lleno de miedos por lo que iba a vivir y a ella le pasaba lo mismo, pero los dos queríamos que esa oportunidad que teníamos no se perdiera por nuestros temores. Teníamos una gran ilusión y cuando al fin comenzamos a hablar por teléfono, nos decíamos todo lo que nos haríamos el uno al otro cuando estuviéramos juntos. En cada carta que ya eran decenas y decenas, hablábamos del amor tan intenso que sentíamos. Ya no había día en que no habláramos o nos escribiéramos. A mí el tiempo hasta abril se me hacía eterno, para ella no era nada, estaba allí, no falta nada me decía. Se reía de mí por mi impaciencia, se reía mucho por teléfono cuando me escuchaba por lo feliz que se sentía. Creía haber encontrado el gran amor de su vida. Yo le creí porque sentía lo mismo.

El tiempo es implacable, pasa aunque no exista. Como ella me lo había dicho: no es nada. Abril llegó, pero esa es otra historia.