lunes, 13 de diciembre de 2010

El renacer.

Estoy en el cielo. Toco con mis manos las nubes. Desaparezco en ellas. Me oculto de mis enemigos y de las mujeres que he besado porque a una sola amé. Pero no es mi época. Las paredes que me rodean son de toda mi vida. La vida que viví y que vivo ahora, que no es mi hoy. Los muros están tal cual los he dejado. Bañados por el sudor de las nubes que siempre están tapando el sol que también está. La gente no es la misma, son extraños, me miran con temor, como si les fuera a hacer daño. Las mujeres no suspiran por mí. Se alejan. Si las miro a los ojos bajan la vista y huyen. No me gusta este tiempo. Quiero volver.

Allí adentro está mi tumba, dicen los extraños que la visitan; lo escucho de bocas que hablan distinto a mi; igual los entiendo. Qué ha pasado, mi Dios de las alturas, qué aberración cometió el tiempo para que usen ese irrespetuoso lenguaje. Allí, detrás de esos muros está mi reina en su ataúd. Como la dejé; yo a su lado, como lo ordené. Estamos acostados uno al lado del otro con los ojos cerrados durmiendo un sueño en paz, que no será eterno. Mi espada en mis manos sobre mi cuerpo tendido, siempre lista para luchar en las tinieblas si fuera necesario defender a la mujer más hermosa que ha existido y que sólo a este rey ha amado. Mi fiel perro guardián a nuestros pies, con los ojos bien abiertos cuidando atento nuestra supuesta eternidad.

Por qué si estoy aquí viéndolo todo, hoy, en este tiempo que no me agrada, ella no está a mi lado, observando lo que yo veo. Alentándome en mi guerra contra la Francia, como siempre lo ha hecho. Curando mis heridas después de cada campaña de meses, años. Amándome intensamente hasta agotar mis fuerzas. Reponiendo mis flaquezas con alimentos a mi alma. Veo en cada mujer que baja la vista ante mí, que ninguna se le parece, ninguna la iguala. Soy el rey, señoras, el rey de esta nación que está para servirme y yo para serviros. Acaso no lo entienden. No, no lo entienden. Yo tampoco. Mi vestimenta son harapos que no me puedo quitar para no mostrar mi desnudez. Qué puedo hacer para vestirme como lo que soy y que nunca dejé de ser.

Ahí está otra vez esa florista que no me teme. Me observa con una sonrisa, siempre. Me acercaré para verla mejor. ¡Mi Señor! Esos ojos oscuros ya los he visto, me han mirado con amor en aquél tiempo que no es este. Señora, que huele a sus flores con miles de colores, usted me conoce. Sabe de mis penas, mis sinsabores y mis dolores. Acaso mi ropa hecha jirones no la asustan ni a usted ni a sus flores. Temo se marchiten con mi aliento de siglos, quizá deba retirarme de su vista sabia.

No me reconocéis, mi amado Señor. Me dice con su voz que no he podido olvidar. Me lo prometiste, mi rey, en nuestro lecho de amor: Te reconoceré en otra vida mi amada Señora, me decías, y soy yo quien debo recordártelo. ¡Por las barbas que me asisten! Si es ella y no tengo perdón. Me inclino ante ti, mujer de ojos pardos, ridículo me siento con ropa de harapos. Es la mejor que podéis vestir, me dice mi reina, no está tu pueblo para venerarte, pero sí estoy yo para siempre adorarte.

Este tiempo es otro, no importa el pasado, no cuenta el futuro, sino este presente. Viviremos amándonos, sin espadas ni lujos, sin guerras absurdas, con reverencias si así lo queremos. Con flores que comprarán nuestro alimento. Serás mi reina como siempre lo fuiste. Seré tu Señor como tú lo sentiste. Y cuando llegue el momento de nuestro descanso, detrás de esos muros está nuestro lecho. Quién sabe, mi Señora, cuándo será el próximo renacimiento. Sea cuál fuere el siglo que venga, tenemos un pacto que nunca olvidaremos y siempre cumpliremos: en todos los tiempos seremos, amantes eternos.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Balcones soñados.

Su Excelencia:

En cada uno de los balcones de mi pueblo, he tenido un amor distinto, único. Caminar estas callecitas angostas y serpenteantes ha sido a lo largo de mi vida como recorrer el mundo. En cada balcón he dejado una flor y cada flor ha sido testigo de un gran amor. Hoy le escribo a usted y a todas las damas que desde allí me vieron pasar, simplemente porque jamás con ninguna, definitivamente, me quedé. Mi camino de ida y vuelta nunca tuvo un final, sólo un momento, un instante de paz, de pasión y entrega total para luego seguir recorriendo cada callecita soñando con el próximo balcón que habría de visitar. Fui un marino navegando sobre un empedrado de adoquines sin tiempo. Mis velas al viento siempre desplegadas, despertó en cada puerto, un suspiro de admiración que me atrajo tal cual sirenas a Ulises. Para mí, la tentación fue un arrecife que no pude salvar. Con nada me ataría para evitar abordar cada uno de esos balcones de madera antigua, y dejar allí todo el amor que tuve hacia cada una de las bellas mujeres que desde la altura, me llamaban con su canto sensual. Por ellas he vivido y por ellas ya llega mi final.

A veces pienso que la mujer que no me ha tenido en sus brazos no fue afortunada. Se ha perdido de algo que sólo yo le pude dar. Las que si me han tenido, pueden dar fe de ello. No lo digo por vanidad, sino porque ellas se encargaron de decírmelo, y les creo. A todas siempre les creí. Quizá por ingenuo, o por bondad hacia las más bellas criaturas de Dios, y de eso mis ojos se encargan de dar fe. Recuerdo cada instante en sus lechos como si ninguno fuera distinto al otro, pero lo fueron. Cada una de ellas dejó su sello en mi piel, en mis labios, en todo mi ser. Cada mano que me acarició provocó una vibración especial en mis entrañas, en mi mente, en mi corazón. Cada boca que me besó, un sabor inolvidable en mi paladar experto en catar lo suave y lo dulce de toda mujer.

En mi niñez la vi, en ese balcón sin flores, a ella, la que sería mi primer amor. En mi adolescencia recién la amé, en ese mismo lugar, pero con flores que yo mismo le llevé. Fueron los ojos azules más azules que besé. Esas calles sin fin me llevaron de regreso a otros amores, a otros balcones que como islas aparecían ante mi vista que nunca dejó de visualizar el horizonte. Sirenas que me cautivaron sin piedad y a ellas me entregué. Escape una y mil veces de todas, me entregué una y mil veces a todas. La última fue la que no era de este lugar, sino del otro lado del mar. Ojos negros, más negros que el océano. Pura pasión, acento distinto con logros impensados para mí, cautivándome como todas, aunque sé, que como ninguna.

Unas me tuvieron más tiempo que otras, otras me tuvieron el tiempo que yo quise para ellas. Pero todas, en sus balcones rústicos, fueron lo más hermoso que me quedó de esta vida. Esta vida que ya no quiero transitar porque mis pies no dan más. Si no puedo recorrer mis callecitas como siempre lo he hecho, lo haré con mi espíritu. Los balcones no se irán, las almas de las que lo habitaron y habitan tampoco y, a cada una le llevaré una flor trepando hasta sus brazos, hacia sus besos, hacia sus sábanas de seda que otra vez me recibirán.

Sin ya más nada que decir en esta carta que le dejo, Sr. Juez, clavo entonces en este final, un puñal en mi vientre como un samurai que da la vida por su Emperador, dando de esta manera la mía por ellas y por mis balcones soñados.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Mi inocente, Weena.

Weena, los Eloi, los Morlocks, el Viajero y la Máquina del Tiempo: personajes, elementos, vida que enriqueció mis sueños con letras que me hablaron alguna bendita vez. Imaginación que despertó en mi, ilusiones de mundos futuros o de un ayer que no he vivido.

Pienso, existo de aquí en más observando con mis ojos cerrados a esa mujer que he de amar. Dulce, inocente, desprotegida, sin conocer el pasado. Es Weena, tal cual con sus ojos celestes, su vestido rosa, su cabello ondulado y rubio. Es ella que me necesita, que me mira sin temor porque no sabe lo que es el miedo. A mi no me teme y quizá debería. Llego de lejos, de un mundo extraño, convulsionado, agresivo, sin convicciones. Su mundo es el que deseo para compartir con ella todo el amor que tengo para darle. Pero no es el mío.

He cruzado el espacio para estar aquí. Luchando contra monstruos iluminados por el otro lado de la luna. Seres oscuros que trataron de impedir mi llegada a vos. Estoy en este lugar para que confíes en mi corazón abierto que te ha buscado por los siglos y siglos que han quedado atrás, en mi viaje interestelar a través del tiempo. Sólo tienes que amarme y seguirme como lo deseo.

¿Qué dices, Weena de mi alma? ¿Qué no te dejan viajar a mi pasado conmigo? ¿Quiénes? Ah, ya sé, son ellos, los malditos Morlocks que no te quieren perder. Los que no dejarán jamás que expreses tus sentimientos. Ellos que no te dejan crecer para que ames como tu corazón te dice que ames: A mí, tu vida de allá lejos. A mí que he venido de quién sabe dónde a traerte el futuro desde mi pasado violento. Tú que no has nacido en mi mundo, estás frente a mí en este y no te atreves a ir conmigo más atrás de tu nacimiento que alguna vez ocurrirá.

No he llegado hasta aquí para volver solo, no, nadie impedirá que subas a mis sueños y atravieses el espacio infinito hasta mi morada. Te llevaré aunque tenga que matar por ello. Perdóname, mi amor, no debí decir eso, no, saco a relucir la miseria humana que otros me han enseñado y yo he aprendido con dedicación absoluta. Es que no conoces mi mundo. No temas, no soy como todos, tengo al alma llena de amor que a ti te daré porque no quiero regresar con esta carga hacia el pasado que es mi presente.

¿Un Eloi? ¿Existe un Eloi que te pretende? No, no lo permitiré. Tú eres mía, te he soñado en la oscuridad de mi cuarto durante años. Tu piel virgen de manos extrañas será recorrida por mi nada más. Tu desnudez tímida y escondida me pertenece. Te enseñaré a amar como nunca lo has hecho, Weena, mi amor esperado, soñado. Maldito Eloi que me molestas, no lo hagas, vengo de allá lejos y no sabes de lo que soy capaz. Puedo retroceder en el tiempo e impedir que nazcas. Desaparece de mi vista, de la de Weena, o lo hago. Aléjate de nuestras vidas. Te lo ordeno. ¿Me enfrentas? ¿Te atreves? Desaparece.

Weena, sube ya a mis sueños, no pierdas tiempo con quienes no dejan que seas mía. Vamos, te enseñaré mi mundo, aprenderás a respirar en él, te haré feliz, te lo prometo. El tiempo se acaba, se va como el agua entre mis dedos. Ya debo irme porque mi sueño se diluye. Sube por favor, ven, no podré vivir sabiendo que aquí vives, sintiendo que allá no vivo. Me estoy yendo, me esfumo de tu mundo mujer del futuro. No te dejaré aquí. Debo irme, no es este mi lugar. Weena, mi sol, mi amor, mi cielo, no destruyas mis sueños. Te lo suplico. Ven. No me obligues.

Lo siento mujer que ya no serás mía. No deberías nacer nunca. Está escrito en mi mente que con mis manos allá en el futuro y porque así lo querrás, te quitaré la vida. Tu inocente y adorable vida.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Carta entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

Esta es la tercera y última carta de la historia de amor que comencé con: "Carta desde el Nuevo Mundo" y continué con: "Carta desde el Viejo Mundo". Aquí termina este cuento.


He decidido escribir cada tanto las penurias de este viaje que con mis niñas he emprendido para reencontrarme con mi esposo, en Lima, la Ciudad de los Reyes, en el Nuevo Mundo, gracias a la buena voluntad del Capitán del barco que me ha proporcionado papel, tinta y una pluma. Lo hago porque realmente, este viaje, es de los mil demonios. Ya me había advertido el buen misionero que me trajo noticias de mi esposo: No hagáis semejante travesía con las niñas, os lo ruego, me había dicho. Es tarde, aquí estamos y ya no podemos volver atrás, pero, ¡ostia! que es para morirse este balanceo permanente del barco que me tiene de mal en peor.

A catorce días desde que partimos de España: Es casi de no creer que la única que no siente mareos, ni tiene vómitos desde que nos adentramos en el amplio mar, es la más pequeña de mis niñas. Sí, ella, que siempre ha sido tan delicada de salud, se ríe de nosotras. Mi hija mayor y yo no podemos probar bocado porque enseguida lo lanzamos por la borda. La Peque, como la llamo, va a engordar en este viaje porque come por las tres. Creo que si no fuera mujer, su futuro sería en una goleta para conocer todos los mares del mundo. Mi pequeña más mayor y yo estamos tan pálidas que el capellán del barco se ha preocupado mucho por nosotras. Le he dicho: Usted, sólo haga su trabajo rezando como corresponde, que le aseguro que con eso y la ayuda del Señor, al Nuevo Mundo llegamos como está planeado.

Un mes de sólo ver olas y más olas: Por suerte ya nos hemos acostumbrado un poco con mi hija mayor y podemos comer algo sin que nos haga mal. La más pequeña come menos porque no sobra nada, es mejor, no quiero que llegue rodando a tierra. Tierra, es lo que desearía ver de una vez por todas, aunque el Capitán dice que no nos impacientemos, falta una eternidad todavía para que la divisemos. Mientras, no me gusta como nos miran los marineros, con esos ojos que parecen de fuego por ser mis hijas y yo las únicas mujeres aquí. Qué cosa los hombres, siempre con el deseo a flor de piel. Por suerte el capellán nos cuida bastante y no deja que se acerquen los muy malditos. Me he procurado una daga que llevo todo el tiempo escondida en mi vestido -en realidad se la robé al cocinero- así que al primero que se atreva a tocarnos lo atravieso de lado a lado. Uno me sorprendió hace dos días y me dijo algo horrible acercando su boca tan cerca de mí que pude oler su aliento putrefacto, ¡qué asco, por Dios!

Cincuenta interminables días ya: De tierra ni noticias. El Capitán ha empezado a racionar la comida y el agua. Aunque sabe que esto es largo, no es la primera vez que cruza este ancho mar, me ha dicho que a esta altura del viaje lo tiene que hacer siempre. Eso si, el ron para los hombres no falta nunca. Más de uno, borracho, se ha quebrado una pierna o herido en una pelea y ¿a quién le a pedido el Capitán que lo cure? A mi, sí, porque el médico toma más licor del diablo que estos marinos imbéciles. Le he pedido al Capitán, ron para cauterizar y darles a los pobres infelices cuando tengo que poner un hueso en su lugar, y por suerte eso sobra en este barco del infierno. De vez en cuando me tomo un trago a escondidas de las niñas que se escandalizarían si me ven; es que termino tan agotada que merezco un poco para reponerme.

A ochenta días de viaje: Mi pequeña ha cumplido diez años. Gracias al cocinero que me proporcionó harina, azúcar y un poco de miel, pude hacer un pastel que me dejó cocer en el horno a leña de su cocina. La Peque, no ha tenido el cumpleaños que debería si estuviéramos en Extremadura, pero se ha sentido muy feliz. Las tres hemos disfrutado del pastel acompañado con leche caliente endulzada, que por suerte es fresca gracias a una de las vacas que llevan en la bodega junto a los caballos. Los hombres se acercaron atraídos por el olor dulce del pastel y, les he prometido que les cocinaré a ellos si se mantienen lejos de nosotras. Parece que el hambre de estómago es más poderoso que el otro; ya no nos molestan, por suerte.

A más de tres meses: Gaviotas sobrevuelan el barco. Es buena señal me ha dicho el capellán, eso quiere decir que pronto veremos tierra. No creo que haya en el mundo una palabra más bonita: tierra. El mar es más calmo, y la travesía en las noches estrelladas es de poesía. Mirar el cielo es lo más hermoso que nos ha pasado desde que partimos. Me recuerda las noches en mi pueblo cuando con mi esposo, antes de casarnos, nos escapábamos al campo y nos acostábamos en la hierba de cara al firmamento. Nos amábamos bajo la mirada de Dios como único testigo sin importarnos el pecado. Esposo mío, cómo te amo y extraño, cuánto deseo estar contigo, seguramente el cielo de La Ciudad de los Reyes será tan bonito como este, y nos amaremos noche tras noche como aquella vez en que éramos tan jóvenes.

En el Istmo de Panamá: Ya dejamos el largo mar. Estamos cruzando tierra hacia otro mar que queda lejos todavía por una especie de río. Antes de divisar tierra, el mar se hizo más azul, como el cielo, transparente y bellísimo. Los hombres, casi desnudos, nadaban en él junto a delfines y peces multicolores. Mis niñas inocentes querían zambullirse allí por el intenso calor que hace, pero, Dios me libre y me guarde si las iba a dejar arrojarse en esas aguas infectadas de tiburones, con esos hombres libidinosos y quién sabe con que intenciones. Vemos selva a cada lado del buque. Los marinos desembarcan para buscar agua fresca y comida y, a veces alguno no regresa u otros vuelven con una flecha clavada en la pierna o en el brazo. Es terrible. Las niñas están muy asustadas y yo también. Nunca creí que fuera así la vida en esta nueva tierra. Ya nos atacaron con flechas y lanzas, indios que no vemos por la espesura. Gritan como marranos y el terror que sentimos es espantoso. Ni me imagino cómo serán esos indígenas porque nunca alcanzamos a divisarlos bien.

Cuatro meses y medio: Esto es casi insoportable, estamos navegando por otro mar interminable pero gracias al Señor más calmo que el anterior. El Capitán dice que pronto llegaremos a El Callao, así llaman al puerto de Lima. Ruego que mi amado esté allí esperándonos porque si después de semejante travesía tenemos que buscarlo en esa ciudad, creo que moriré de cansancio y vejez. Mis dos maravillosas niñas que todo lo han soportado, me mantienen en pie con su fortaleza que ya es admirable. Se alimentan con frutas sabrosísimas, para ellas, desconocidas y exóticas para mi, que los marinos recogieron en tierra y que a mi me cuesta probar por miedo a envenenarme. Creo que comenzaré a comerlas porque si no, no cumpliré mi sueño de morir en mi vejez en brazos de mi adorado esposo.

En la Ciudad de los Reyes por fin: No se como explicar lo caótico de este lugar. El puerto lleno de españoles que van y vienen. Cientos de indígenas cargando bultos, -por fin vimos como son- gritos, suciedad, hombres asquerosos y mutilados por largas luchas en la conquista de esta tierra y, mi esposo: Se me cayó el alma a los pies cuando lo vi. Por suerte él me reconoció porque a mi me costó hacerlo. Un hombre avejentado, flaco y desgarbado. Las pobres niñas se quedaron paralizadas al verlo. No dijeron una palabra por varios días. Yo me fundí con él en un abrazo interminable.

Estamos en casa: En lo que pretendo sea un hogar. Este lugar se va pareciendo a un palacio porque así me lo he propuesto. El padre de mis niñas es otro hombre gracias a nosotras. Volvió a ser el gallardo hidalgo que fue cuando lo vimos por última vez en España. Las niñas se van acostumbrando y juro que serán felices aquí. Hemos recorrido un largo camino para estar todos juntos y no voy a dejar que esto se desmorone. Si alguien me preguntara, qué hicisteis por amor, le diría: Recorrí el mundo entero, ¿os parece poco? Les daremos nuevos hijos a esta Nueva Tierra, si mi esposo y yo no podemos lo harán ellas, las pequeñas que ya no lo son tanto porque han crecido mucho con semejante viaje. Por fin en casa, por fin todos juntos. De aquí en más será otra historia.

Arancha, con mi familia, juntos para siempre.

domingo, 24 de octubre de 2010

Carta desde el Viejo Mundo.

La historia de amor que comencé con: "Carta desde el Nuevo Mundo", sigue con esta segunda carta.


Mi amado, esposo:

Seis meses después de escrita tu carta, la he recibido de manos del noble misionero, con la esperanza intacta de que estuvierais vivo. Jamás dude de eso y, por lo tanto, el negro no ha sido mi vestido durante estos cinco años y medio de tu ausencia. Mi vida y la de las niñas, no fue fácil sin ti, ni tampoco lo será en los próximos meses. No importa cómo ni el tiempo que tarde, sólo te pido una cosa a partir de que leas estas líneas: No os ocurráis morirte porque vamos por ti.

Sí, con nuestras dos hijas que te extrañan como yo, nos embarcaremos al Nuevo Mundo, a La Ciudad de los Reyes, para que nunca volvamos a separarnos. Cuando recibáis esta carta de manos del buen misionero que regresa con la orden de evangelizar allí, ya estaremos viajando. No te asustes por nuestra travesía, ni por los pesares que viviremos en meses de viaje, nada superará la angustia de los años que no te he tenido en mis brazos. Ya me ha contado este servidor de Dios de lo duro que será cruzar el inmenso mar que nos separa y, del recorrido por tierra que tendremos que hacer a través de lugares inhóspitos; es más, por las niñas me rogó que no lo hiciera. Imposible, no me conoce, a mi nada me detendrá, te devolveré la vida que crees se te está yendo de las manos. Por ti he vivido y contigo moriré.

Nuestra más pequeña, que gracias al cielo ya está mejor de su delicada salud, cumplirá 10 años durante el viaje, su hermana mayor ya está en los 12 y ambas son preciosas, lo verás, estarás orgulloso de tus hijas y de mí que tan bien las he criado. La pequeña sólo necesita abrazarte para terminar de curarse, no hay un solo día que no me haya preguntado por ti, tu calor de padre le dará lo que le falta para tener una larga vida. Y no os preocupéis por lo que vivirá ella en este largo trajín que nos espera, lo soportará todo porque lleva nuestra sangre; la mejor de toda España.

Tú no eres un hombre vencido para mi, sólo eres alguien que fue en pos de un sueño, como muchos de esta tierra lo han hecho, y te encontraste con la realidad que no esperabas. Hicisteis lo imposible, mucho más de lo que la mayoría de los hombres hacen; fuisteis a enfrentarte con lo desconocido por nosotras, por darnos una vida de princesas. Yo te digo, mi amado, que la tendremos. Contigo seré una reina, la de esa modesta casa en la que dices que vives y que convertiré en un palacio.

Te quitaré cada insecto, larva o lo que sea que se haya metido debajo de la piel. Lameré tus cicatrices hasta que no te queden huellas en el cuerpo. Haré que tu cabello recupere el color y la fuerza que tenían; te alimentaré de tal manera que volverás a ser fuerte como el toro que fuisteis. Todo lo haré con mis caricias, en noches interminables de amor. Nuestro encuentro será como la primera vez que fui tuya. Volverás a ser el hidalgo caballero que se fue de aquí hace tantos años. Me envidiarán las mujeres del Nuevo Mundo por tener a semejante hombre en mi lecho. Te envidiarán por tener a una mujer con mi fuerza y belleza que aún conservo. Conquistaremos el Perú, te lo juro por el santísimo.

Todos estos años de soledad he lamentado que no me quisierais llevar contigo; quizá fue lo mejor, no lo se, seguramente no era el momento para nuestras pequeñas, pero todo llega. Hoy es el tiempo de nuestra conquista, de empezar a construir el futuro. Dios sabe por qué tuvimos que pasar tantas tristezas, seguramente nos preparó para lo que vendrá, eso que será la buena vida que soñamos tantas veces cuando estábamos juntos aquí. No estoy dispuesta a dejar pasar esta oportunidad.

Resiste, se fuerte, allá vamos. Te amo como si me hubiera enamorado ayer de ti. Comienza a mirar el horizonte con fe, en cualquier momento me verás llegar con nuestras pequeñas y nos fundiremos en un abrazo que será eterno, sólido, para siempre. Así viviremos, como si fuéramos uno, hasta que el Señor nos reciba.

Arancha, tu luz que no se apagará nunca.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Carta desde el Nuevo Mundo.

Con esta primera carta, comienzo una nueva historia de amor. Muy pronto, la segunda carta.


Mi adorada, Arancha:

Nunca me arrepentiré de no haber permitido que me siguierais en esta locura, esta fiebre que padecemos los hombres por ir detrás de un sueño dorado, que hoy, reconozco imposible. Las Indias, es la tierra más inhóspita que un cordero de Dios pueda pisar. Miles de peligros acechan agazapados en cada rincón de un lugar en el que me siento un usurpador. Si muriera hoy aquí, y de hecho lo haré alguna vez, sería el mejor castigo que pudiera recibir, como todos los españoles que hasta esta tierra llegamos con el fin de conquistar. Tanta ambición desmedida me asombra en mi mismo.

Mi cuerpo, ese que tú has conocido joven y hermoso -esas eran tus palabras cuando lo recorrías sin vergüenza y tanto amor- es ahora un pedazo de carne infectada por toda clase extraña de alimañas y ponzoñas que se han alojado en él. No hubiera soportado tu piel blanca como el mármol, lo que aquí hubiese sido un manjar de los dioses para insectos y larvas que no me atrevo a describir con precisión, porque no se como hacerlo para que entiendas sin que te cause repulsión.

Este Nuevo Mundo es el infierno. Para ti y las niñas que extraño hasta enloquecer, sería un calvario. Ustedes no merecen semejante suplicio, no, por eso mi negativa a que viajaran conmigo fue la mejor decisión de mi vida.

Arancha, amada mía, no queda oro en las paredes ni en las piedras; no he visto ni una onza en los cinco largos años que llevo recorriendo cada palmo de este lugar. He caminado selvas escondiéndome de animales salvajes y carnívoros, durmiendo con los ojos abiertos por el insoportable temor a ser devorado en las noches. He cruzado ríos llenos de peces que pueden dejar de un cristiano sólo los huesos en menos que canta un gallo. He subido y bajado montañas con un frío que hiela la sangre, viendo con horror a hombres sin fortaleza, quedarse sentados y duros como gárgolas con los ojos clavados en el horizonte mirando el otro mundo. Luché contra criaturas desnudas, como Dios las trajo al mundo, más feroces que todo el ejército francés. -lo digo con conocimiento por haberlos peleado reconociendo su bravura- Estos indígenas de aquí no conocen el poder del fuego, pero sus lanzas y flechas envenenadas, al menor roce matan, no sin antes sufrir uno, una tremenda e insoportable agonía.

Tengo suerte de estar vivo, pero hoy, si me vieras, moriríais de tristeza. Envejecí diez años por cada uno que llevo aquí. Parezco un anciano con el cuerpo cansado, herido por mil cicatrices que lo cruzan, deteriorado, con el cabello largo, blanco y sucio. Por eso, mi vida, sólo quiero que me recuerdes como me has tenido en nuestro lecho de amor, allí en mi entrañable Extremadura: fuerte y sano como un toro, como supe ser antes de embarcarme en esta aventura llena de sueños estúpidos de mi parte.

Tú y nuestras dos preciosas niñas merecen otra vida, la que allí tienen, y no esta que alguna vez pensé para vosotras. Merezco el más bajo lugar del infierno, por eso en él estoy. Sufriendo con tu recuerdo que es una tortura de dolor en el alma. Ningún metal precioso que vine a buscar, vale más que tu rostro que es lo más hermoso que mis cansados ojos han visto.

Me he instalado en la Ciudad de los Reyes, en Perú, aquí esperaré el final de mis días, solo e imaginando que ustedes estáis conmigo. Hablándole a las paredes de mi modesta casa, pero a ti, porque estás en cada rincón cuidándome, como siempre lo hacéis con nuestra más pequeña que es tan delicada de salud –Dios quiera que ya sea una niña fuerte como lo eres tú.- Con este pensamiento me basta para soportar lo que me quede de vida.

Saber que tu alma no me deja es suficiente para sobrellevar mis pesares. Mientras, te ruego mi bella Arancha, que si usas luto por mí, te lo quites, que no llores mi ausencia, que comiences otra vida con un hombre que no te abandone como yo lo he hecho; un hombre que te de, a ti y a las niñas, lo que yo no supe darles. Que te merezca.

Esta es mi última carta, que seguramente leerás cuatro meses después de escrita. Un buen misionero que regresa a España me prometió entregártela en mano. Él te contará más de mi en esta tierra que vine a conquistar y en la que terminé siendo prisionero.

Viviré hasta que el señor lo disponga; no volveré a España porque no tengo recursos para hacerlo y además me avergüenza que me veas vencido. Resistiré contigo en mi corazón porque eres lo mejor que me pasó en la vida. Nunca dejaré de lamentar lo tonto que he sido; tuve en mis manos el tesoro que aquí vine a buscar, y mi arrogancia y mala sed, no me lo dejaron ver.

Tu luz me iluminará siempre.

jueves, 14 de octubre de 2010

Mis ojos empañados.

Elijo este medio para escribirle, sabiendo de antemano su predilección por las letras. Cada palabra elaborada por mi puño, llegará mejor a su corazón, supuestamente herido, por sinsabores que le he causado casi involuntariamente. Digo casi por no sentirme injusto como alguna vez le he parecido. Déjeme decirle mi querida señora, antes de seguir con mi elocuencia, que usted ha sido también causante de mi arrogancia sumada a mis penas.

Todo tiene un comienzo que el destino de antemano ha trazado en el tiempo, hablo de ese espacio que nos envuelve y que a veces se hace insoportable. Si por equivocación repentina usted no se hubiese cruzado en mi vida un tanto solitaria, hoy no verían sus ojos esta carta sentida y por sus manos, sostenida.

Fue ayer o antes de ayer, casi no lo recuerdo, es que a veces mi memoria que los años deterioran, no me deja un espacio en el cerebro para no olvidar lo que olvido. No importa el momento, sólo sé que la vi de repente, haciéndose presente con tanto desparpajo que, hoy de mi asombro no salgo. Es que a veces peco de ser bastante inocente, como un niño de pecho para dar un ejemplo, y termino sufriendo porque estos acontecimientos, seducen hasta un ciego que ve lo que no debería ver ni por asomo, pero sí, lo ve, y con asombro.

Por Dios que bonita es, me dije en silencio aunque rogaba que hasta mis amigos me escucharan. Tengo que reconocer con temor a ofenderla, que pensé sin reparo lo que ya le relato: “Qué jamoncito me voy a comer dentro de un rato”. Sabe usted que ese rato se convirtió en semanas para mí interminables, y para su merced, inagotables.

Necesito ver más que esta foto que mi pantalla muestra, le pedí con insistencia, es importante para mi saber como es su existencia. No hubo caso, que pena, por más que yo le rogara, ni un llamado, ni nada, hasta que terminé llorando su ausencia.

Pero tomando las cosas con calma, esperé el momento oportuno, sabiendo de antemano que la vida da revancha, cosa que usted a sus anchas, ya había hecho sin apuro. Fue así que descubrí con tan hondo pesar, que usted, señora que lee, no parece ser la que a mi me enamora, y es por eso que ese jamón del medio que iba a comer sin empacho, es sólo una imagen de vaya a saber quién y de cuándo.

Con mis ojos empañados, de tristeza permanente, le digo a usted que la extraño a pesar de mis pesares que por otra parte no me dejan ver la luz en mi ventana. Con sol o con luna llueve. Las gotas se deslizan por el cristal que separa mis ojos de esa vida que allí afuera queda, tan lejos de usted o tan cerca.

Hoy le puedo decir con franqueza, que en mis sueños ha pasado que he desnudado una diosa, acariciado el firmamento para luego entrar en el misterioso cosmos, que por otra parte, quizá sepa usted cómo besa.

Mis lágrimas no se secan, mi inocencia me vale, mi ventana sigue húmeda, aunque mis sueños intactos, no descansarán nunca.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Agua mansa.

Querido diario:

Han pasado ya tantos días desde que partió que no recuerdo cuántos. Es como si la eternidad se hubiera apoderado de mí; como si el tiempo, implacable, existiera de verdad. Quiero creer que no, no existe si la espero.

El río marrón, con sus aguas calmas siempre, extraña verme remando, cruzándolo con mi bote “Mabel”, así bautizado por mí, como lo único que me quedó de ella: su nombre que yo mismo le puse. Desde que se fue, está anclado esperando. Seguirá así, en el mismo lugar, no volveré a subir a él si no la veo en la otra orilla otra vez, saludándome con su brazo en alto. De esa manera la vi crecer, con su mano llamándome desde que éramos niños, para que fuera a jugar con ella; luego, cuando crecimos y nos descubrimos, rogándome que cruce el río para amarnos en la arena, bajo el sol. Hasta que llegó ese día, en el que con su mano en alto me pidió ayuda. Fue aquella terrible tarde, que no puedo olvidar aunque quisiera.

La crecida de las aguas, la inundación por el temporal que nos azotó, impidió que con mi bote lograra llegar a la otra orilla. El agua mansa parecía enfurecida conmigo, con los peces, con cada cosa que flotara, con los hombres y mujeres ahogados sin piedad. Gritándome que ella es la naturaleza y yo un simple mortal. Enseñándome como es la vida. Mostrándome como es la muerte. La muerte que terminó con mi vida y mis sueños, esa fatídica tarde.

Mabel, mi bote, espera como yo, soportando todo lo que pasa, sin quejarse de los que con su picnic ensucian la orilla que fue nuestra. De vez en cuando alguna bolsa de plástico se pega como abrojo a la madera y allí se queda, sin querer irse, sintiéndose protegida como yo lo sentía cuando flotando en el río, llegaba a sus brazos, a sus labios en los que me fundía, a su cuerpo en el que me hundía.

Vi, ese gran pez saltar desde el agua, y tomarla con su enorme boca para llevarla con él al fondo barroso de mi río marrón. Había resignación en su rostro, una resignación placentera al hundirse juntos. Como si lo estuviera esperando, como si lo hubieran pactado. Sus ojos se despedían de los míos. Del horror de mi rostro impotente ante una situación que no podía evitar. Rogué que el impetuoso río ese día, diera vuelta mi bote y, me ahogara con toda esa gente que flotaba muerta por la fuerza de la naturaleza.

Las aguas se calmaron desde aquella vez. La paz, el silencio, que sólo se rompe cuando llegan los hombres y mujeres con sus niños y sus picnic que ensucian, ahora es cosa de todos los días. Ya no escucho el canto que me cautivaba, no veo la sonrisa que me encantaba. Nunca me até a un árbol para no ir hasta ella por temor, porque no lo tuve jamás, ni desde que era niño ni menos cuando le enseñé a amar como los hombres lo hacemos. Hoy, en el fondo de este río, le enseñan a amar como siempre debió hacerlo aunque a mi me duela en el alma.

No perderé las esperanzas de volver a verla en la otra orilla nuevamente, sentada en la arena llamándome, cantándome. Con su cabello de oro ondulado y largo hasta la cintura cubriendo sus pechos desnudos de mujer. La más hermosa mujer que pueda existir. Con la otra mitad de su cuerpo desnudo con cola de pez.

Es la mujer que espero y que sólo yo he amado. La sirena que sólo mis ojos han visto.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El mar dorado.

Pedrito, observa con admiración a su padre dando brazadas con su hoz, en el medio del trigal que existe desde que él se acuerda. Nunca vio en ese lugar, otra cosa que no sean esas espigas bañadas por el sol. Nada es más bonito en el mundo, repite siempre, ese mundo que no va más allá de hasta donde alcanza su vista.

Detrás de las montañas hay otra cosa, le dice María, gente que no conocemos, pueblos que no hemos visitado. Un mar con barcos que viajan lejos y, cuando regresan, traen a otra gente distinta a nosotros.

De que color es el mar, le pregunta Pedrito a su amiga de siempre.

Azul, como el cielo y con olas blancas como las nubes.

Mi mar es dorado, brilla, le dieron ese color nuestros antepasados, cuando aquí había oro en las piedras. ¿Lo ves, María? Mi padre nada en él, algún día lo haré yo como antes lo hacía también mi abuelo. En él navegaré y me iré muy lejos, más allá de la cordillera, a ver lo que hoy no ven mis ojos.

En ese campo de trigo no podrás ir muy lejos, Pedrito, si no dejas de mirarlo no verás otra cosa.

Pero yo veo muchas cosas desde aquí, serán muchas más desde allí.

Yo sólo veo un trigal dorado que brilla por el sol y nada más.

María, si quieres, te enseñaré a ver el mundo desde ese mar que el viento balancea, sólo tienes que acompañarme y verás lo que nunca viste. Toma mi mano, vamos.

Las montañas se ven igual desde aquí, dice la niña parada en el medio del campo de espigas que le cubren el pecho. Mi casa es igual, allí está, Pedrito, el cielo y el sol no son otros que los que veo siempre.

Yo veo otra cosa, María. Muchas cosas. Porque este es el mejor lugar para ver el mundo.

Dime qué ves.

Veo la tierra que es la madre de todas las cosas, mi alimento, el refugio que me protege, el alimento de los animales que nos ayudan, las montañas que son pirámides, el hierro que brota de ellas para forjar mis herramientas, el oro que mis tatarabuelos Incas descubrieron, forjaron, y que otros nos robaron, el agua cristalina que baja de la nieve en las alturas y me purifica, me quita la sed, el sol que me da calor, vida, esperanza, el cielo en su inmensidad azul, la luz de ese cielo que me ilumina, las sombras de la noche, las estrellas que me guían si me pierdo, la luna que vieron todos los que aquí han estado, este trigal que lastima mis ojos por su brillo pero le da fuerza a mi vista, en él floto, el viento me lleva a otros lugares, navegando, volando como los pájaros, sobre ciudades, pueblos blancos, puros, soñados por todos y por los que vendrán, veo guerras que peleamos, por la vida que perdimos, por la vida que ganamos, veo hombres y mujeres que cosechan, sacrificios para que esa cosecha sea abundante, guerreros que empuñaron las armas contra ellos, los conquistadores que nunca nos conquistaron, veo el Valle Sagrado, ahí están los espíritus de nuestros sabios, antepasados que soñaron por mí, mi presente que no los olvida, el futuro que no me olvidará, madres dando a luz, los hijos que la tierra nos dará, la misma tierra que nos recibirá, veo quien fui una vez, veo quien soy ahora, veo que nunca he muerto y tampoco moriré, veo que soy el primero que pisó este lugar, seré el último que lo hará, veo que no hay mar como este mar, veo El Dorado, el tesoro de mi tierra, el que nunca me robarán.

Juan, hijo de Pedro y María, observa a su padre en el medio del trigal, cortando las espigas que serán el alimento para todos, sin cansancio, mientras dure el día. El niño, sabe que jamás se irá de allí, nadie se lo dijo pero lo sabe. No hay mejor lugar para vivir, ni más hermoso en el Universo. La tierra es suya. La heredó del pueblo más grande del sur de América. Él nadará allí un día como todos lo hicieron y lo harán, escribiendo la historia de la vida que es eterna, navegando en ese campo dorado. Su mar dorado.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Mensaje.

Los dos relatos anteriores a este mensaje, escritos por mi como cartas, conforman una historia, por eso, para entender cada una, recomiendo leer las dos desde la primera carta. En este orden:

Primero: "Carta en Otoño."

Luego: "Carta en Primavera."

Carta en Primavera.

Amado de mi alma:

Los días son más largos, los árboles recuperaron su color verde de distintos matices, las flores renacen con su aroma. Los grillos me cantan una canción de cuna en las noches; los pájaros me despiertan con su canto en las mañanas. El polen vuela en el aire, es un verdadero manjar para las abejas que han vuelto. El colibrí aletea enloquecido porque la Primavera llegó. La esperada estación prometida trajo su calor a mi piel, pero, mi dolor sigue, mi pecho parece estallar: tú, no regresaste.

La Familia reunida, la misma que me prometió tu vuelta en esta época, me dio la noticia; no volverás. Tú, el mejor, cumpliste con la misión que te encomendaron. Tus balas acribillaron al enemigo. Dejaste viudas llorando por sus hombres muertos. Hiciste del negro un color de moda, allá lejos, donde fuiste a hacer tu trabajo. Ni una bala te hirió, pero si, una perdida me hirió a mí. Me conoces, sabes de lo que soy capaz, la mujer que se ha atrevido a dormir en tu lecho, tiene los días contados. No imagina con quién se metió.

El arma que esta vez puso en mi mano la Familia, no fallará. Nadie, aquí, perdona una traición. A esa desgraciada, le volaré la cabeza con el consentimiento que ya tengo de todos. Yo, personalmente, rogué por ese derecho. Ahora la misión está en mis manos. La cumpliré con creces, amado mío, no habrá lugar en el mundo en el que puedas esconderte de mi ira. Te encontraré, a ti y a la condenada por mí.

Eres un hombre valiente, el más audaz de todos los de esta Familia, aunque sé, que en este párrafo de la carta, y que no debería asombrarte porque me conoces bien, has comenzado a temblar de miedo. No te preocupes, sin mi intervención ante la Familia y porque te amo con locura, eras hombre muerto, lo sabes, formas parte de esta comunidad. A ti te salvé. Perdonaré tu vida porque sin ti no vivo. Lo haré porque te llevaste la mitad de mi corazón. Perdonaré cada una de las noches que con ella has dormido; perdonaré tu infidelidad y cargaré toda tu culpa, en el cuerpo de la que, por un instante, te ha seducido. Ni aunque la metas bajo tierra la salvarás; no hay escapatoria fuera de este planeta.

Haz tu maleta, no olvides nada, regresarás conmigo a nuestro querido y pequeño pueblo y, ya no habrá misión alguna para ti. La Familia me lo ha prometido. Te hemos condenado a estar a mi lado, aquí, para siempre. Las próximas misiones las haré yo misma. Seré tan implacable como tú. El dolor en el pecho que siento cada vez que te vas, lo sentirás en el alma, cuando a mi me toque hacer el trabajo. Porque me amas, lo sé mejor que nadie. El estúpido desliz que has cometido, será una carga de culpabilidad en tu vida, sí, lo sabes; no me importa ese sentimiento eterno que tendrás, agradece que te he salvado la vida.

Amado mío, luz de mis ojos hoy ciegos de ira, la Primavera te recibirá con todo su esplendor. El perfume de las rosas de nuestro jardín, impregnará tu nariz y te acompañará en la noche cuando mi cuerpo recorras con tus labios. Caminaremos como siempre lo hacíamos por las callecitas del pueblo, disfrutando de cada clima, cada sol y cada luna. Si no lo recuerdas, te obligaré a hacerlo con toda la dulzura que tú sabes sólo tengo para ti.

Mi vida, cuando llegue a donde estás, y cumpla con mi misión que no tiene vuelta atrás, prepárate a lavar la sangre de mis manos, como siempre lo he hecho yo con las tuyas, para luego amarnos delante del espíritu de la condenada, y emprender juntos el regreso a nuestro hogar. Conmigo no se juega, por algo soy, la Reina de la Mafia.

Allá voy, por la mitad de mi corazón.

domingo, 29 de agosto de 2010

Carta en Otoño.

Amado mío:

El ocre de los árboles que pinta nuestro pequeño pueblo, entristece aún más mi existencia, desde que te vi partir, por el camino que nunca deseaste volver a tomar. La alfombra que cruje bajos mis pies, hecha de hojas secas que el Otoño esparce como una lluvia, no produce el mismo sonido, la misma música celestial que sonaba a nuestro paso, cuando juntos, de la mano, solíamos caminar sintiendo el tibio sol de esta estación, en nuestros rostros iluminados por tanto amor, tanta ilusión por un futuro que soñamos construir hasta que la muerte nos separe.

Te extraño tanto, y es tan duro despertar en la mañana sintiendo que no estás a mi lado. Porque cada vez que abro los ojos, lo hago con la esperanza de que tu ausencia, haya sido sólo una pesadilla. Pero no estás y mi alma se desmorona. Cada noche cuando cierro los ojos, pienso, que un día más se ha ido, siendo entonces, un día menos para tu regreso.

La Familia, dueña de nuestras vidas, de nuestro presente y futuro, no tiene piedad cuando de intereses se trata, quitándote de mi lado una vez más, con la excusa de que eres el mejor, y eso no lo puedo contradecir, nadie como tú para hacer lo que hay que hacer.

Maldita guerra que parece no terminar nunca. Maldito presente que nos obliga a vivir separados, permitiendo que tu ausencia, parta mi corazón en dos pedazos iguales, dejando el más triste y doloroso dentro de mi pecho. Cada vez que te vas, renuevo este juramento: Que ninguna bala se atreva a tocarte, que ninguna daga cruce tu cuerpo, que ningún enemigo se quede con tu corazón y la mitad del mío, porque conocerán mi ira sin límites. Vivo por ti, amado mío, que te dejen vivir por mi, le advierto a quién sea. Tú sabes, que no les temo.

Las viudas, que lloran eternamente por sus hombres acribillados por las armas de las Familias rivales, serán siempre mal recibidas en el seno de nuestro hogar. Jamás un manto negro cubrirá mi cuerpo, que es tuyo; nunca mi esperanza me abandonará. Tú cruzaras nuestra puerta sano y salvo, te lo juro por Dios que me asiste. Hoy lloro tu ausencia, mañana no lo haré porque estarás conmigo hasta la eternidad.

El arma que pusieron en tus manos para matar, cumplirá con su cometido si es lo mejor para todos. No me importa cuantos caigan, no me importa si la guerra no termina nunca, no me importa si muchos no vean más el sol y sus viudas no vuelvan a sentir dentro suyo, el amor de un hombre. Yo lo sentiré: a ti, porque el día que dejes este mundo, lo harás muy dentro mío.

Me prometieron que en la Primavera, estarás de vuelta después de cumplir con tu misión, lo juraron todos cruzando sus dedos en sus bocas. Y yo les digo, mejor que sea así, porque si no, primero besaré sus mejillas, y luego, lo prometo, no volverán a pronunciar una palabra en sus vidas. Pobre del que se atreva a hacerte daño, porque después de ocuparme de la Familia, iré por él y, te juro, deseará no haber nacido nunca.

El Otoño, cubre nuestro querido pueblo con un manto de neblina en estos días. Ya no hay flores multicolores, ni pájaros que canten con la salida del sol. El frío se hace sentir y presiento que el invierno será duro, pero quiero que llegue pronto, así, la Primavera prometida que te regresará a mis brazos, será una realidad cercana.

Mi amado del alma, mi vida eterna, no ver tus ojos es una tortura, saber que existes es un alivio para mis heridas del alma. Cumple con tu misión y regresa; lavaré la sangre que manchen tus manos como lo he hecho siempre. Nadie lo puede hacer mejor que yo, por eso me llaman, la Reina de la Mafia.

Espero con ansias, la mitad de mi corazón.

sábado, 21 de agosto de 2010

Duendes de mi ciudad.

El ruido que produce el acero contra el acero, me inquieta, si cierro los ojos. Sé que viene subiendo con esfuerzo, trayendo su carga, esa que observo al abrir los párpados cada día, desde mi lugar. Mi visión es la misma, siempre. Desde mi ángulo perfecto, veo venir el tranvía que pasará a mi lado como cada vez, como cada amanecer. Veredas anchas y escalonadas al costado de las vías, esos surcos que marcan un camino que no ha de cambiar. Balcones vacíos a veces, con ropa colgada otras veces. Graffitis en las paredes, que uno nunca sabe quién los pinta, si es que alguien lo hace. Allá abajo: el río. Cruza todo un territorio, mi frontera, y desemboca en el mar. De allí, me imagino, llega la carga que transporta el tranvía.

El conductor fija su mirada al frente, ignorándome. Nunca he visto que me mire. Los pasajeros, distintos día a día no reparan mi presencia. Yo sí la de ellos. Los veo descender y volver a subir cuando el vehículo emprende el regreso bajando hacia el río, o, hacia otra ciudad que desconozco. Niños bulliciosos gritan y se ríen cuando el tranvía pasa frente a mí. Con sus juegos que envidio, porque los míos han quedado muy atrás. Ancianos silenciosos porque han vivido lo suficiente y, ya no tienen nada que decir.

Mi presencia inadvertida tiene un fin en este lugar: la espero. Como siempre lo he hecho, espero verla descender frente a mí. Así paso mi tiempo que no termina nunca, porque sé que vendrá. Cada día, cada noche, sueño con verla llegar, en el tranvía que ya es mío, si los sueños que sueño me pertenecen.

La larga espera tiene su premio por fin: hoy, el pequeño amarillo que le da color a mi visión, se detiene a pocos metros. Siempre observo con expectativa al que desciende. Es una mujer; ella, la más hermosa mujer que he visto en mi vida. No me ve aunque me mire; su mirada triste busca algo, o alguien que debería estar allí. Sólo yo estoy, pero no me ve. No puedo creer que no me vea. Intento llamar su atención; su teléfono móvil la distrae. Habla, nerviosa, preocupada. Quiero escuchar su voz y no lo logro, mis cinco sentidos alertas no me lo permiten. Apaga el teléfono en una actitud de rabia y tristeza a la vez. No puedo acercarme a ella. Lo intento y no puedo moverme. El sonido del acero de las ruedas del tranvía, me avisa que está volviendo y temo lo peor. Se irá en él. Deseo su número de teléfono, quiero llamarla, decirle que toda la vida la esperé aquí, en este lugar. Mil veces el tranvía llegó sin ella. Y ahora se va a ir con ella.

Quiero gritar, llorar, decirle tantas cosas. Ruego que el tranvía no se detenga. Lo hace. La veo subir sin haberme mirado ni una sola vez. Mi dolor no tiene cura. Es ella o nada. Dios, no me hagas esto. Se va, sólo alcanzo a ver su espalda, su cabello, en el interior del convoy amarillo. Maldita mi suerte, me digo, y noto que es la primera vez que hablo, que puedo decir algo.

El punto amarillo allá abajo, se hace cada vez más grande. Vuelve. Mi adorado tranvía regresa. Una esperanza me embarga, Una esperanza de vida me dice que no todo está perdido. Se acerca. Mis sueños me prometen que bajará frente a mi otra vez, reconociéndome, porque sabe que la espero. No se detiene… No se detiene, pasa frente a mi y esta vez sus ocupantes me miran, me ven, clavan sus miradas en mis ojos. Son extraños, caras extrañas que no he visto otras veces. Ellos saben de mi dolor, de mi soledad infinita, de mis sueños incumplidos. Ellos: los duendes de mi ciudad.

lunes, 16 de agosto de 2010

La ciudad dormida.

Para Lisa, la ventana de su cuarto es una pintura que va cambiando sus colores con cada pincelada diaria: Las ventanas de los edificios linderos, el sol que sale por el este, las pocas estrellas que la luz artificial le deja ver, el verde de los árboles, las nubes, la lluvia. Todo lo demás parece detenido en el tiempo. Para ella su casa es un mundo despierto porque Lisa vive alerta a todo lo que la rodea. El mundo exterior está lejos. Las cartas en las que con sus dedos dibuja palabras es lo que la comunica con gente que jamás ha visto. Con gente que tampoco la conocen a ella. No importa, a muchos los siente como sus amigos sin tener sus presencias nunca porque no son de su mundo.

Cuando sale a la calle, camina por el empedrado de su ciudad observando todo lo que se mueve aunque parezca detenido. Ya no busca un amor porque está convencida de que nadie lograría perturbar su corazón que late al mismo ritmo cansino desde hace varios años atrás. Un hombre que tenga los ojos abiertos, que duerma de noche, viva de día, no parece existir sobre las piedras que arman su poblado. Un hombre que le diga al oído lo que de muchos otros escucha con sus ojos. Lisa pide a gritos que su ciudad se despierte de una vez porque quiere amar y ser correspondida. La sensatez que la caracteriza no la conmueve con cada encuentro repentino del destino a su paso. Su taconeo no logra hacerles abrir los ojos a ellos, inmersos en un sueño profundo y vacío.

Mimetizada sin desearlo con sus coterráneos, el carruaje que se cruza en su camino la despierta de repente. Cae sintiendo que su tobillo se ha torcido y el dolor insoportable deja escapar una lágrima de sus ojos oscuros. Mi Dios, señorita, ¿está usted bien? Escucha decir a su espalda a una voz masculina y compungida. Lisa levanta la vista con odio en sus ojos encendidos y húmedos a la vez, chocando con dos faroles celestes que le ruegan una respuesta de alivio. Sólo me duele el tobillo, alcanza a murmurar confundida porque lo que tiene enfrente es un milagro del cielo.

Dónde estaba, se pregunta mientras él después de pedirle permiso, acaricia su tobillo cerciorándose de que está todo en su lugar. Hay ruidos en el aire, pájaros que cantan y el viento que le mueve su cabello tiene sonido. Hacía mucho que no lo percibía en su ciudad dormida. Hacía demasiado tiempo que su estómago no le avisaba que algo está sucediendo en su cabecita. Lisa se enamora.

De paso, es la frase clave en estos casos… Estoy de paso. Mi ciudad no es esta y mi vida tampoco, señorita. Es la frase odiosa que ella tampoco quiere escuchar. El té calienta sus gargantas y las masitas endulzan sus bocas. La charla es suave y pausada, sin histeria ni risas desmedidas. El hombre es un caballero que supera a cualquiera de esta ciudad que vive aletargada aunque para Lisa, todos griten y sin razón. Haré que su paso se detenga aquí, piensa y se propone. No habrá sensatez que me lo impida. Mis sentimientos han despertado, no volveré a mi vida anterior.

Se va, por donde vino se va. Ella sabe que no puede detenerlo aunque haga todo lo posible para que no quiera irse. El hombre se lo dijo, tiene otra vida y si no fuera por eso se quedaría con esta mujer que se cruzó en su camino por un accidente del destino que siempre sabe lo que hace. No despierta, su ciudad no quiere despertar y Lisa vuelve a percibir el sueño que parece eterno en sus vecinos. Su ventana que no cambia los colores del cuadro pintado por el señor de las alturas. Sus cartas al desconocido mundo que queda en algún lugar. La rutina a la que se ha acostumbrado y que pareció desaparecer de pronto, fue sólo un espejismo en un desierto que no lo es; esa rutina sigue para adormecerla en una tristeza que ya es costumbre.

Otra vez el mismo camino de siempre, los mismos olores a comida, la misma gente que nunca cambia sus hábitos, gritando cuando habla, y otro carruaje que al esquivarla la hace caer en el empedrado por su distracción culpa de un aburrimiento que a veces es insoportable.

Lisa, estás bien, te hice daño, escucha desde el suelo una voz que le parece conocida. Los colores de sus mejillas sonrojadas se intensifican al darse vuelta para ver con esperanza al que le habla. Lisa, te lastimé. Se queda mirando dos soles acaramelados que la observan con miedo. Dos ojos del color de la miel preocupados por su estado. No puede creer lo que está pasando. Tantas veces lo vio al comprar sus perfumes y sales de baño en la tienda de este joven que casi la atropella con su carruaje, y nunca se dio cuenta de lo que puede significar para ella. Sólo me duele el tobillo, le dice casi sin que se escuche su voz. Él le pide permiso para tocar su tobillo comprobando aliviado que está todo bien. Ella siente que el cielo le da otra oportunidad.

El zumbido de una abeja husmeando una amapola y el sonido de una hoja seca al rozar el empedrado, le abre los ojos. Su ciudad ya no duerme. Por fin se ha despertado.

domingo, 1 de agosto de 2010

Mensaje.

Los tres relatos que anteceden a este mensaje, escritos por mi como cartas, conforman una historia de amor, por eso, para entender cada una recomiendo leer las tres desde la primera carta.

La primera carta: “Estimada, Laura”.

La segunda carta: “Señor Alfredo”.

La tercera carta y cerrando la historia: “Querida, Señora Laura”.


sábado, 31 de julio de 2010

Querida, Señora Laura.

Querida, Señora Laura:

Quise dejarle estas líneas para que las leyera después de que me haya ido a cumplir con mi trabajo en otro lugar. Siempre habrá alguien que necesite de mis servicios y, con su carta de recomendación, no tendré ningún inconveniente en comenzar una nueva vida ayudando a una persona con un corazón tan noble como el suyo.

Fue para mi muy satisfactorio haber estado a su lado cumpliendo con mi deber. He recibido de parte suya el más cordial afecto, lo cual ha enriquecido mi espíritu nutriéndolo de una gran sabiduría. Usted es la culpable de contar con semejante fortuna a esta altura de mi vida.

Reconozco, y usted Señora Laura lo sabe porque se lo he dicho, que cuando el Señor Alfredo cruzó la puerta de su casa tuve mis reparos por su repentina presencia. Diez cartas en diez años, confesándole un amor tan grande, la insistencia con la que lo hizo, y en el marco de su soledad, me produjo temores porque sus intenciones me parecían altamente sospechosas. Usted comprenderá que me sentía responsable de su cuidado y de ninguna manera iba a permitir ningún tipo de arrebato hacia su persona, ya sea físico o espiritual. Si eso hubiese pasado no me lo perdonaría jamás.

El tiempo me enseñó cosas, momentos vividos en la casa que me tranquilizaron, que me dieron una luz de esperanza por usted. Ver al Señor Alfredo atendiéndola con tanto cariño; ver cuando en las noches la levanta de su silla de ruedas con un esfuerzo tremendo porque sus cansados brazos ya no dan más, para llevarla hasta su cama, acostarla, arroparla, besarle la frente y luego retirarse a su cuarto a descansar sin ninguna otra intención, es un acto de amor tan grande, que merece este señor, todo mi humilde respeto.

No cabe duda ya para mí de cuanto la ama. Y menos me cabe lo bien que le hace a usted, Señora Laura, este amor que llegó de pronto aunque diez años tardó, para enseñarnos a todos que siempre hay una luz de esperanza cuando ya todo parece perdido y, sólo el sufrimiento de lo perdido alguna vez, es lo que quedaría en lo más profundo del alma para siempre.

Mi querida Señora Laura, el Señor Alfredo es un hombre tan sencillo que yo me preguntaba cuando llegó, cómo haría usted para estar al lado de un hombre así siendo tan distinta a él culturalmente, en todo sentido. Esto también me dejó otra enseñanza; no hay barreras cuando el que habla es el corazón, no hay distancias cuando son los ojos los que hablan.

Desde la muerte de su amado esposo, en cinco años no la había escuchado reír como lo hace ahora. Éste hombre simple ha logrado que en esta casa hasta las paredes rían; pero mire usted que el color del empapelado parece más intenso, más vivo.

Me voy feliz, porque usted volvió a vivir y el Señor Alfredo empezó a vivir. Juntos tendrán una gran vida, se complementarán. Todo esto que empezó hace diez años en una estación de tren. Esto que comenzó con una apreciación de un hombre que se enamoró de alguien que ni siquiera lo miró. Esto que era un absurdo sin ningún sentido y que el destino, a causa de una tragedia que no debió ocurrir, hizo que una vida solitaria y otra llena de pena se encontraran para remediar dos situaciones tan distantes, no es otra cosa que una historia de amor tan grande como las más grandes que tengan razón de ser.

Querida, Señora Laura, la dejo en las mejores manos, las del Señor Alfredo que merece todo mi aprecio. Me llevo el recuerdo de estos años sirviéndola, ayudándola a sobrevivir sabiendo que di todo de mí y déjeme creer con modestia, preparándola sin querer, a encontrarse con la persona que la acompañará el resto de su vida.

La saludo desde lo más profundo de mi corazón. Sabe que si un día me necesita sólo tiene que buscarme y aquí estaré, aunque sé que ya no hará falta. Beso su frente y le ruego le de mis respetos al Señor Alfredo.

Nora, su fiel Ama de Llaves.

PD: ¿Qué? Siempre me sorprendió escucharlos reír a carcajadas cada vez que uno de los dos hacía esa pregunta. Supongo que será un código entre ustedes. Eso está muy bien y me alegra sobremanera.