domingo, 23 de septiembre de 2012

238


Usted tiene varios hermanos, soldado, así que su destino es Malvinas, ¿me entendió? A Roberto no le sirvió de nada su ruego por quedarse en el continente argumentando que su mamá sufre de una enfermedad incurable; para sus superiores, ella no lo necesita, la patria, sí.
Se despidió con un mal presentimiento que lo atormentaba aunque su mamá le dijera que no se preocupara, que volviera pronto, que ella lo iba a estar esperando. Como le decía siempre cuando iba a la escuela y regresaba con el delantal sucio de barro y tierra. Él, que a veces tenía una pelea a la salida del colegio, de esos desafíos vaya a saber porqué, de pronto se embarcaba a un lugar desconocido, en el medio de un océano helado,  para pelearle a uno de los ejércitos más poderosos del mundo, vaya a saber porqué. No tenés que pelearte, Roberto, las cosas se arreglan hablando… Le decía su mamá. Sabia, ella; ignorantes los que provocan.
Estamos ganando, decían por la radio y la televisión. Averiamos al portaaviones Invencible, decían los triunfalistas sentados a un escritorio. Nos están cagando a palos, decían los soldados aguantando en sus trincheras húmedas y congeladas.
La madre de Roberto se moría, no había nada que hacer, su mayor deseo era ver a su hijo nuevamente y besarlo fuerte porque volvía sano y salvo de la guerra. Lo que le pasara a ella no le importaba nada.
Roberto convivía con la muerte. Él que soñaba con trabajar duro para tener su casita y casarse con una noviecita del barrio, sólo veía a sus compañeros morir o quedar mutilados para siempre. Es injusto morir acá, si no me mata un inglés voy a morir congelado. Quiero estar en mi casa, con mi viejita, quiero comer un guiso de lentejas bien caliente y el arroz con leche que nadie hace como ella.
Todos sus hermanos, alrededor de la cama donde su mamá da sus últimos respiros, escuchan decir al médico: se nos va, es cuestión de tiempo. Poco tiempo. Ella lo nombra, Roberto, hijo querido, pronto vas a estar aquí conmigo, lo sé.
Roberto, en un pozo cavado por él mismo en la tierra mojada, soporta el asedio de los misiles que llegan desde los barcos ingleses. Su compañero de trinchera, con el casco agujereado en la frente por una esquirla, tiene los ojos clavados en alguna de los millones de estrellas que sólo no se ven cuando explotan las bombas. No lo quiere mirar, si hasta hace un instante hablaban de fútbol y chicas para darse ánimo. Ahora está mejor que yo, piensa.
Qué frío, por Dios es insoportable, estoy mojado hasta los huesos, grita con la voz temblorosa. Cállese, soldado, le gritan desde una trinchera a no más de diez metros de la suya. Sargento, tengo los dedos entumecidos, si nos atacan no puedo disparar mi Fal… grita con angustia. Aguante soldado, cuando amanezca yo no dispararán, ¿me entiende? Mi mamá me tejía pullóveres y guantes para que yo no tuviera nunca frío… Con los ojos bañados las ve venir, bolas de fuego acompañadas con un silbido penetrante. Explotan iluminando todo el campo. Algún grito desgarrador da fe de que han cumplido su cometido.
Va a morir ahora, susurra el médico y se retira de la habitación del hospital donde ella está internada. Sólo se quedan sus hijos, los hermanos mayores de Roberto, esperando el momento. Acompañándola en el final.
Roberto no puede más, lo presiente, sabe que está todo mal. Sale del pozo y corre por el campo gritando: mamá, mamita querida… La explosión le quema las entrañas, le desgarra la vida, cae empapado por un líquido caliente que lo baña quitándole el frío que hasta hace instantes le endurecía el cuerpo, y queda de espalda mirando como el firmamento se apresta a recibirlo. Mamá… mamá… no te preocupes, no me duele nada…
Roberto, mi amor, estás aquí… Estira sus brazos para abrazarlo. Delira dice uno de sus hijos, se nos va. Estás todo sucio, yo te voy a lavar la ropa, no quiero que te enfermes, ¿tenés frío? No mamita, ya no tengo frío… El le besa la frente,  ella le besa la mejilla y de la mano se elevan al cielo. Sus cordones se cortan, ya viajan muy lejos.
238 tumbas de soldados argentinos hay en el Cementerio Darwin de Malvinas. 123 sin identificar todavía. Allí están, Roberto, Juan, Daniel, Pedro, Ramón, Julio, Jorge… Allí están todos los que fueron a pelear una guerra absurda y no pudieron besar a sus madres al despedirse de este extraño mundo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Don Carlos.

Les voy a contar una historia real, esto no es un cuento que imaginé. Empiezo diciéndoles que por mi trabajo, voy a imprentas de la Capital y Gran Buenos Aires, desde hace casi 6 años. En una de esas imprentas que queda en el barrio de Mataderos, conocí a un señor mayor: Don Carlos, que está siempre en la recepción. Carlos debe tener cerca de 80 años, por lo menos es lo que aparenta. Él atiende a todos los que llegan y conmigo en especial siempre tuvo un profundo respeto y cariño. Y yo por él. 
Carlos es un hombre muy culto. Durante los más de 5 años que voy a esa imprenta, tuvimos muchísimas charlas muy interesantes. Es un hombre amante de la ópera, siempre me habla de óperas de todas las épocas y hasta recita, en italiano, fragmentos de esas óperas. Con la lectura lo mismo, me recomienda libros, autores y su pregunta cuando llego es: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Es capaz de recitar poemas de autores que ni siquiera conozco (ni por asomo he leído lo que él lee). Además ama a los caballos, me cuenta que ha practicado y sigue practicando equitación y salto, (no me imagino cómo porque apenas se puede mover.) Me ha contado, también, que por un trabajo que hacía cuando era joven, recorrió toda América Latina, desde México hasta Tierra del Fuego. Habla de cada ciudad americana que ha visitado con lujo de detalles. Una vez me mostró una foto de su esposa, la tercera de su vida. Una mujer que no debe tener más de 40 años. Cuando vi la foto pensé irónicamente, lo reconozco, si él tiene una mujer así, tengo esperanzas todavía.
En esa imprenta trabaja un amigo de mis épocas de creativo en publicidad. Hace una semana, charlando con mi amigo, me dijo que Carlos había desaparecido, que nadie sabía nada de él. Ayer, después de mucho tiempo tuve que ir a la imprenta y Carlos no estaba en la recepción. Pregunté que sabían, qué me podían contar, y esto fue lo que me dijeron: 
Hace unos días se descompuso, cayó al piso y no quiso que llamaran a un médico ni que lo llevaran a ningún hospital. La empresa pidió un remís para que lo llevara a su casa. Nadie supo jamás dónde vive, nunca se tuvo una dirección exacta. Llegó el remís y lo llevó adonde él le indicó al remisero. Llegaron a una esquina y Carlos le dijo: déjeme aquí… No, lo llevo a la puerta de su casa, le dijo el chofer. Carlos no quiso y se bajó del auto. El hombre lo vio doblar en la esquina, bajó del auto y lo siguió porque se preocupó al verlo tan mal. Lo vio entrar a una casa. Pero no se quedó conforme. Tocó el timbre de la casa y salió a atenderlo una mujer. El remisero le preguntó por Carlos con nombre y apellido. La mujer, un poco asombrada, le preguntó para qué lo buscaba. El hombre le explicó que lo había traído en su auto desde una imprenta para la que Carlos trabaja, pero que estaba preocupado por él porque no se había sentido bien durante el día. La mujer le dijo entonces: Ese hombre al que usted busca es mi papá..., pero murió hace diez años.
Pero esto no termina aquí. En la recepción de la imprenta, en una esquina de la pared, y a una altura que no se puede llegar con la mano, hay un estante pequeño con una calavera, sí, un cráneo humano. Las veces que pregunté cómo llegó eso hasta ahí todos tuvieron una broma para hacer. Un día le pregunté a Carlos, y me dijo, en tono risueño, que antes de que estuviera esa imprenta allí, había otra, y que él trabajaba en aquella imprenta. Cuando aquella imprenta cerró y se instaló la actual, él siguió trabajando como parte del mobiliario. Por eso sabía que esa calavera era de un hombre que trabajó en la antigua imprenta y que había muerto. Un día, alguien, no recuerda quién, trajo la calavera y la puso allí arriba. Por supuesto que lo tomé en broma y me reí con él.
La última vez que vi a Carlos y cuando yo ya me estaba yendo, me dijo: Ricardo, no le perdono que no haya leído, El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco. (Yo le había dicho, hacía un tiempo, que compré el libro y nunca lo leí.) Y agregó: Prométame, antes de irse, que lo va a leer. Le dije, ya en la puerta de salida: Se lo prometo… 
Espero que cuando yo vuelva a esa imprenta, él esté sentado en la recepción y me pregunte lo de siempre: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Le voy a contestar: El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco.

domingo, 22 de julio de 2012

El Pibe.


Nació un día cualquiera, en una ciudad Argentina de este mundo suspendido en el universo infinito. Fue por la década del 40 del siglo XX de la era llamada cristiana. De allí en más fue: El Pibe. Creció archivando en su cerebro cada instante de su vida: lo que pasa a su alrededor y en el mundo. Un don que adquirió quién sabe de quien. Es capaz de recordar fechas, acontecimientos, o lo que sea que haya ocurrido durante su larga vida; lo que no vivió, lo adivina. Pregúntenle a El Pibe que fue lo que pasó ese día, suelen decir los que quieren enterarse de algo. Por esa razón se vio envuelto, hace mucho tiempo, en un hecho involuntario al que lo introdujeron para que sea voluntario: El crimen de la francesita.

La encontraron muerta una tarde de verano en el barrio de Palermo, justamente en un departamento de la calle Uriarte, envenenada con cianuro en una copa de Martini seco con Vodka, mientras la púa del tocadiscos saltaba y saltaba sobre un simple de Julio Sosa, cantando: Madame Ivonne. Para la policía era simplemente una pebeta del barrio latino que llegó un día con dos amigas desde las Europas, y seguramente conoció a un argentino que le hizo ver la barba de Dios en una maldita noche de celos. La francesita estaba para el crimen, atestiguaron los que la conocían. No había ninguna pista a la vista. Ni una huella digital en la copa que bebió. Los investigadores no daban pie con bola y no iba a ser cosa de tener que afrontar un conflicto internacional. Había que resolver el caso sí o sí.

Lo fueron a buscar a su trabajo, una agencia de publicidad en las que hacía sus primeras armas, aunque jamás hizo un aviso que matara ni a una mosca. Pibe, necesitamos datos que nos abran la cabeza para resolver esto, le dijeron dándole toda la información que tenían. Entonces, acomodándose en su sillón frente a su tablero de dibujo, con plena seguridad y arrogancia en sus palabras, así se expresó El Pibe.

“En el 47, que fue el año en el que cumplí un año; vean, observen esta foto, este soy yo con ojos negros saltones y detrás están mis padres que Dios los tiene en la gloria. Como les decía, en ese año de postguerra, en París, que es de donde dicen ustedes que llegó esta chica, hacer el amor era la mejor diversión; sin importar el amor. Por eso, ¿Parisia dicen que se llamaba? Nació en una casa de amores inexistentes. Luego, en el 65, el año en el que cuatro melenudos de Liverpool empezaban a cambiar el pensamiento de todos los jóvenes del mundo, agobiados por la guerra de Vietnam, se vino a este país con esa amiga inglesa de la que ustedes me hablan: ¿Londresa, no es así?” Sí, le dijeron los investigadores, además de una italiana: Romanía. “Como ven, siguió El Pibe, era una época en la que toda Europa se venía para acá.”

“Parisia, Londresa y Romanía vivieron juntas y felices, hasta que por distintas circunstancias, pero que tienen que ver con el amor tan necesitado por la francesita y por qué no de las tres, comenzaron los problemas. Eso sucedió en el 67, año de gobierno militar en Argentina, yo hice el servicio militar aquél año y no me enorgullezco de eso; una América Latina convulsionada y una guerra fría entre potencias que dominaban al mundo. Romanía se enamoró de un ruso que, decían las malas lenguas, era un espía y Londresa se lo robó una noche más fría que en Siberia; es que no quería dormir sola. Además ocurrió que Parisia se puso de novia con un americano de la embajada de ese país que se llevaba de muerte con el rusito, para él, un comunista peligroso. Sólo faltaba montar una base de misiles en Palermo que apuntaran a Moscú y Washington por como venía la cosa"
"Y llegamos a hoy, en este año 69, con el hombre en la luna; entre nosotros no les creo nada a estos americanos; pura propaganda, se los digo yo que de esto sé algo. Como les decía, en este año aparece esta chica muerta. Un crimen horrendo, terrible, en el que todos son sospechosos: sus amigas europeas, el rusito, el americano y… quizás alguien más.” 
¿Quién? Dijeron todos.

El día que cayeron las Torres Gemelas, el primer año del siglo XXI, el asesino salió en Libertad. Había sido condenado a cadena perpetua, pero, en este país nadie cumple las condenas totalmente. El Pibe les había dicho a todos que el gallego Asturios, portero del edificio de la calle Uriarte de Palermo, nunca soportó que Parisia prefiriera el champagne a la sidra o el tango a la jota y discutía mucho con ella por estas trivialidades. Los investigadores lo fueron a buscar y lo arrestaron inmediatamente. Ese fue el argumento que el jurado esgrimió para condenarlo. Claro, era una época de mucha incertidumbre y las cuestiones se resolvían rápidamente. Lavada de manos y ya está, pasemos a otra cosa y que nadie piense demasiado era el lema del momento. Las relaciones con Francia seguirían siendo buenas, lo mismo que con Inglaterra e Italia por no haber puesto bajo sospechas a sus amigas.
Londresa y Romanía vivieron en Buenos Aires hasta el 78, año del mundial en Argentina y, cuando la cuestión de los derechos humanos se puso pesada, volvieron a sus países.

Hoy, al escribir esto que El Pibe me contó, tengo que reconocer que fue sincero conmigo: nunca supo quién fue el verdadero asesino. Él cree que al gallego Asturios lo condenaron injustamente, porque está convencido de que a la pobre chica la mataron como a la Marilyn Monroe: por saber demasiado. Meterse con un representante de la embajada americana, en este país en ese momento, era como involucrarse con el mismísimo presidente de los Estados Unidos. Por supuesto que las relaciones con el país del norte eran más que importantes.

Hace poco viajé a Italia porque quise saber algo más de aquél caso de la francesita. Llegué a Toscana, lugar donde Romanía pasa sus últimos días, como suele decir ella. Una mujer encantadora que cuida de la tumba de su difunto esposo, un ruso que conoció en Buenos Aires. Me sorprendí al enterarme de esto porque pensé que la tal Londresa se lo había robado. Pero, la vida da sorpresas y vaya si Romanía me las dio al contarme lo siguiente: “Sí, me lo robó, y yo decidí que la mejor manera de recuperarlo era sacándome de encima a la inglesita. Entonces una noche, preparé su bebida preferida, Martini seco con vodka, sí, lo que tomaba Bond, James Bond, ella era fanática, y puse en su copa unas gotas de cianuro que me proporcionó el americano de la embajada porque le dije que había decidido matar al ruso. ¡Él estuvo encantado con eso! Pero, en un descuido mío, al ir a la cocina a buscar aceitunas, llegó Parisia de visita, y fue directamente a agarrar la copa bebiéndose de un saque el Martini seco con vodka preparado con el cianuro; parece que la pobre tenía mucha sed, era un día de mucho calor. Luego de tener terribles convulsiones, murió echando espuma por la boca. Fue horrible. Convencí a Londresa de que no tocara nada porque seguramente el rusito había envenenado el vodka para matarnos a las dos. Limpiamos todo y llamamos a la policía como dos corderitos inocentes. De esa manera lo saqué de su vida, el tipo volvió conmigo y tuvimos una larga vida, juntos. El plan no salió como yo esperaba, pero resultó brillante, ¿no le parece?"

En fin. De vuelta en Buenos Aires, decidí no contarle nada de esto a El Pibe porque supuse que destruiría su ego, pero debería, porque sin duda es un farsante.

sábado, 14 de julio de 2012

Lugares comunes.


Estoy seguro de conocer cada piedra de esta calle por el sólo hecho de haber vivido en esta cuadra los momentos más intensos de mi vida, y no por tener la costumbre de mirar el piso cuando camino, sino porque cuando lo hago, mi mente está perdida en aquella vez que la tuve tan cerca de mí. Mi adorable Erika.
Llegó de lejos, cruzando el inmenso océano que separa su continente del mío en unas  horas, suficiente para que yo dijera: qué chico es el mundo. Nunca pude decir otra cosa que frases hechas; por eso lo que aquí les cuento no es producto de mi imaginación. Lo viví, lo sentí en mi piel y pasé del amor al odio en un santiamén. Por su culpa, su maldita culpa. Sí, porque si tenía que enamorar a ingenuos como yo, lo hubiera hecho en su tierra, a horas de mi ciudad, a doce mil kilómetros de mi vida.
Esta calle, que no es la mía, pero que transito a veces por circunstancias que no vienen al caso en este relato, nos puso frente a frente un día de lluvia en que los dos corríamos para no mojarnos tanto. Chocamos de frente. Claro, yo miro el piso siempre, y parece que ella también. Sentados en el empedrado mojado nos presentamos: Soy  Erika, perdón pero apenas hablo español, me dijo. Soy Ricardo, no te preocupes, yo apenas hablo el mío, le dije, soy muy callado, los Ricardos somos así. Nos reímos hasta que intenté limpiarle la cola empapada por el agua del empedrado con mi mano y, tuve que pedirle perdón por mi torpeza. No es nada, me dijo, ya me la han tocado en el bus. Ustedes los argentinos son… No todos, la interrumpí, la mayoría somos cortados por la misma tijera.
Ella estaba viviendo en un pequeño departamento amueblado que alquilaba por los días que pasaría aquí, a metros de nuestro choque casual. Allí fuimos a secarnos al lado de una estufa a gas y un té caliente que nos calentaba las manos, envueltos en una toalla. En una sola porque era la única que tenía en ese momento. No sólo el té a mí me calentaba las manos. Yo le agradecí al cielo que la otra toalla estuviera en el lavadero de la esquina. Fue mi primer momento de gloria en las alturas: en un segundo piso con vista a la calle.
Casi no me despegaba de ella aunque tuviera que cumplir con mi trabajo, por eso llamaba a la oficina con excusas como: Se murió mi abuela. No dormí bien porque anoche comí algo que me cayó mal. Sigue lloviendo y perdí el paraguas en el subte. Me despidieron. No me preocupé, ya lo haría en otro momento. Erika tenía éuros, suficientes para que yo no me hiciera problemas. Yo la llamaba: mi princesita vikinga y ella me decía, mi gaucho de las pampas salvajes. Un día le pregunté si se quedaría a vivir en mi ciudad, en San Telmo, en este país. Vine con una misión, me dijo, una vez que la cumpla me voy. Allí mismo se me cayó el techo encima; toda mi esperanza de una vida con ella se desplomó en un segundo. ¿Qué misión? ¿Qué puede ser más importante que vivir conmigo para siempre? Recuperar a mi esposo que llegó siguiendo a una argentina que lo cautivó. ¿Qué? ¿Sos casada?
Sueca tenía que ser.
El tipo se enamoró de una minita argentina que había ido a Suecia enganchada con un jugador de fútbol vendido a un club de ese país. Allá se pelearon, pero ella no perdió el tiempo, conoció a este sueco, arquero de no se qué equipo de allí, y se lo trajo de la pestaña sin importarle que fuera casado. Cuando Erika me dijo el nombre del tipo, enseguida me acordé de haberlo visto por la tele probándose en Huracán, Nueva Chicago y algún otro club de fútbol de aquí, pero sin ninguna suerte. Fue suficiente para rastrearlo y encontrarlo con las manos en la masa, pero de otra argentina. La que vino con él, cuando vio que era un fracaso como futbolista, lo dejó. Sin plata a la vista no hay amor que valga. Esta vez fue Erika quien lo agarró de la pestaña y se lo trajo al departamentito de San Telmo. Yo quedé entre dos fuegos y más triste y confundido que un hamster sin ruedita para correr todo el día. Me vieron tan mal que me propusieron hacer un trío. Suecos tenían que ser.
Juro que no acepté. Sé de qué son capaces las suecas pero de los suecos no estoy muy seguro. Esta situación me rompió el corazón y mi dignidad. Yo la amaba con locura y no sabía como reponerme. Sin trabajo y sin posibilidad alguna de volver a hacer el amor con ella. Pero, los argentinos siempre le buscamos la solución a todo. Así salimos de las crisis a las que estamos acostumbrados a vivir. Me hice representante del arquero sueco. Fui a ver a Dios y a María Santísima hasta que lo ubiqué en un club del interior del país. Se fue a jugar allá y Erika se quedó acá. Así que volví al departamentito a vivir mis días de gloria. Los dos solitos. Todo era un golazo… Un mes duró la cosa; el diagnóstico fue: rotura de ligamentos cruzados; seis meses de inactividad. Volvió. Me fui a mi casa con la cola entre las patas.
Hace un año ya de esto; un día llegué para visitarlos con una botella de vodka bajo el brazo, antes me había tomado media botella para darme ánimos, porque fui con la idea de aceptar la propuesta del trío, es que la extrañaba hasta la médula, y el portero me dijo que se habían vuelto a Suecia. Así, sin más y sin una carta, nada para mí. El suicidio rondó en mi cerebro pero como nunca disparé un arma, temí gastar dinero en una pistola, apuntar a mi cabeza y errarle. Por esa razón la empecé a odiar con toda mi alma y les puedo asegurar que es más fuerte cuando se odia que cuando se ama. Por eso ahora, cuando camino por esta calle en los días de lluvia, voy mirando el piso esperando chocar de frente con una europea, de donde sea, de cualquier país, y una vez que estemos sentados en el empedrado mojado, gritarle bien fuerte a la cara: ¿Sabés una cosa? ¡A la princesa Máxima no le llegás a los talones!

jueves, 26 de abril de 2012

Sorpresivo glamour.



Rubia como la Bacall; con el cuerpo de la Gardner y el trasero de la Mansfield, la vi apoyada en la ventana redonda que mira al Pacífico, desde el salón de grandes fiestas con más glamour de todo Santa Mónica. Había acudido hasta allí, después de un mes sin trabajo, por el llamado telefónico de esta impresionante mujer aquella misma mañana a mi oficina. Me acerqué a ella sigilosamente, quería dejar grabada en mis retinas la totalidad de su despampanante cuerpo de espalda. Se dio vuelta hacia a mí antes de que yo dijera algo. Después de quedar impresionado al verla de frente, supe que me iba costar decir algo coherente de ahí en más: no era tan bella por ser su rostro como el de Bette Davis; tenía menos delantera que Humphrey Bogart, y la voz de Clark Gable.
Bienvenido, Mister Flynn, gracias por aceptar mi caso. Me dijo con su penetrante voz.
No he aceptado nada todavía, Miste… digo, My Lady.
Si yo le dijera, Mister Flynn, que mi novio, dueño de todo este enorme salón de fiestas al que acuden todas las estrellas de Hollywood, me engaña con una voluptuosa platinada, usted que me diría.
A usted nada, a él le diría que a la mire siempre de espalda y listo.
¿Sabe una cosa, Mister? él muere por mi espalda.
¿Sabe una cosa, My Lady? a mí casi me pasa cuando la vi de frente.

Volví a mi oficina con el caso aceptado: fotografiar a su novio con su amante rubia, para que… My lady, lo extorsionara de tal manera hasta quedarse con el 50% de las ganancias del salón, que por lo que me dijo, le deja una verdadera fortuna anual al tipo. Claro que también lo acepté por los cinco grandes que yo cobraría. Me llevé mil adelantados y dos botellas del mejor whisky del bar, para empezar a festejar por ese nuevo trabajo esa misma noche. Solo. No sé si fue la bebida, quiero creer que sí, pero tuve toda la noche en mi mente la espalda de ese travesti. Pensé en volarme la cabeza con mi Luger, -el arma que le quité a un oficial alemán muerto en Dresden- pero me juré que sólo por la Monroe haría algo así. De esa manera me salvé la vida.

No me fue difícil seguir al tipo con mi Plymouth y mi vieja Nikon para fotografiarlo con su voluptuosa amante: en la playa de Santa Mónica, en las colinas de Hollywood, en las mejores tiendas de Los Ángeles, en las joyerías más caras de todo California, y en algún motel de las afueras de la ciudad; en realidad, desde las afueras del motel; lamenté mucho no poder fotografiarlos en una habitación, es que esa platinada le quitaba el aliento a cualquiera. Claro que después de tanto trabajo me pregunté: ¿qué hace este tipo con un travesti teniendo una amante como esta? Seguramente aquí había algo que el Mister… o la Lady, no me había dicho, y que me empezó a quemar la cabeza.

Revelé las fotos y pasé por el Snack Bar de Charlie, allí donde como todos los días, especialmente cuando no tengo un céntimo. Él me fía gracias al cielo. Después de pagarle lo que le debía con el dinero que me adelantó el Lady, le pregunté por una novia, actriz secundaria ella, que tuvo hace un tiempo atrás, para ir a verla y hacerle algunas preguntas relacionadas con el caso. No hubo problemas, la vi y me enteré de alguna que otra cosa del mundo del cine. Luego fui con las fotos a ver al despampanante -de espalda por supuesto- que me contrató. Fue raro verlo sin la peluca rubia y sin el vestido blanco glamoroso, es más, creo que no se había afeitado bien esa mañana.
Buen trabajo. -Me dijo después de ver todas las fotos.- Le pagaré los cuatro mil que faltan ahora mismo.
Antes hay algo que debemos aclarar. -Lo interrumpí.- Este tipo no es su novio ni ella la amante de él.
Oiga amigo, usted hizo su trabajo y acá terminó ¿no cree?
No, no creo, Mister, esto no es otra cosa que una estafa y será mejor que lo aclaremos ahora.

Empezó a gritar como un loco, o una loca histérica. Iba de un lado al otro del salón dándole patadas a las sillas, mesas y todo lo que se le interponía –intuí que debió haber sido un gran pateador jugando football en la universidad.- Usted, Mister Flynn, no es otro que un pobre tipo, no tiene vergüenza al acusarme de algo sin ninguna prueba; lo voy a demandar… Ok, le dije, demándeme, pero vaya pensando qué le va a decir al juez de todo lo que lo voy a denunciar yo: ese tipo no es su novio, es más, lo vio una sola vez aquí en alguna fiesta del mundo del cine y, a él, como a otros, los manda a fotografiar con una estrellita de cuarta, pero atractiva, y que además es su socia en esto, para extorsionarlo por dinero o, si no, les mostrará las fotos a su familia. ¿Es así, o me equivoco? Siempre elige tipos casados y, si es posible, productores con mucho dinero, demás está decirle que usted es sólo una vendedora de cigarrillos en este lugar, ¿no es cierto? 
Pero… pero… De dónde saca usted, maldito detective de pacotilla, todas esas…
De sospechas… Cómo voy a creer que un hombre que tiene una amante como esa, vaya a ser su novio… Mister... Además, la ex novia de un amigo, actriz secundaria por ahora, ha venido varias veces aquí, y conoce muy bien a su socia que además es lesbiana… Para que usted sepa, a mi amigo lo dejó por ella.
No puedo creer que la muy maldita me engañó con una mujer… Gritó enfurecido el Lady. Parece que es un travesti que le atraen ciertas mujeres. Qué interesante y raro es este mundo; del cine, claro.

Cuando me fui de allí llevaba en mi bolsillo diez de los grandes. Hacia mucho que no tenía en mis manos tanto dinero junto, ya ni me acordaba desde cuándo. Es lo que me ofreció el Lady para que no lo delatara. Sí, ya sé, y dónde está mi dignidad. Creo que la perdí cuando las deudas me agobiaban tanto que no pude resistirme a ciertas cosas. Les confieso que lo primero que me ofreció para callarme fue la de entregarse a mí. Sólo le pedí que se pusiera aquél vestido blanco con tanto glamour, la peluca rubia, y se quedara en la ventana redonda de espalda mirando el mar de la playa de Santa Mónica; tal cual la vi por primera vez, pero eso si, sin darse vuelta en ningún momento. Luego, tome una botella de whisky de su bar, la abrí, y comencé a beber, a beber y a beber.

jueves, 5 de abril de 2012

Lo de Poncho no es cuento.


La foto que ilustra este cuento es de archivo.

-Che, gallego, otro cortadito...
Los cuatro jóvenes que acostumbran a encontrarse en una mesa del café de mitad de cuadra de algún lugar del barrio de Victoria, de pronto se preguntan lo que nunca se preguntan:
-Che, siempre veo esa placa ahí arriba y nunca se me dio por saber qué significa.
-¿Qué placa?
-Esa que está ahí arriba del ángulo de la ventana.
-Ah, es verdad, ni me había dado cuenta..., a ver que dice: “En este lugar se hizo más grande un grande: Poncho.”
-¿Qué habrá pasado en este café de mala muerte para que se haga grande alguien?
-Perdón que los interrumpa, pibes, pero conozco la historia y se las puedo contar, si me permiten y con el mayor respeto.

Un hombre, ya no tan joven, sentado a un par de mesas de los jóvenes que sí lo son, se dirige a ellos con total convicción sobre el significado de esa placa que allí está, pero que a veces parece que nadie ve. Es como una simple parte de la escenografía del café y nada más. Los cuatro muchachos, sorprendidos por la interrupción, se miran entre ellos y…, bueno, está bien, cuente nomás.

“En este café no pasó nada importante -comienza el hombre su relato- pero sí pasó antes de que existiera. Hace muchos años en toda la manzana había una cancha de fútbol del club ya desaparecido: Los Pibes de Victoria. Con una tribuna para no más de cien personas, un cartel grande con el nombre del club y debajo una frase: “Con el Victoria siempre a la victoria.” Pero nunca se lograba otra cosa que ganar de vez en cuando algún partido. El campeonato zonal lo ganaba casi siempre: La Pasión de San Fernando, además de tener de hijos a Los Pibes de Victoria, que tenían que hacer un esfuerzo tremendo para recordar cuando había sido la última vez que los vencieran.
A esta altura, los cuatro muchachos de la mesa, al hablarles el hombre de fútbol, comienzan a interesarse por el relato; se acomodan en sus sillas, y lo dejan seguir con la historia no sin antes pedir cuatro cafés más y un vermucito para éste señor que peina canas.

“Hace unos 40 años, por primera vez en la historia, el club llegó a la última fecha del campeonato barrial a un punto de La Pasión de San Fernando, y justo en esa última fecha se enfrentaban para cerrar el título que seguramente ganarían los de siempre. Para Los Pibes de Victoria era un sueño vencerlos, por eso se jugarían el todo por el todo. En el equipo jugaba un tal Poncho, sí, porque nadie se acordaba jamás de su nombre, para todos era Poncho, el pibe que llegaba siempre del barrio de Tigre. Decir que jugaba también es un decir, porque en todo el año no había pisado el césped ni una vez. Bueno, lo del césped también es un decir, porque en esa época, en cualquier cancha brillaba por su ausencia; todo era pura tierra y ni que hablar del barro cuando llovía.
El día de la gran final la tribuna de cien personas crujía por el peso porque más del doble de aficionados se instalaron allí. En todo el resto del perímetro de la cancha no cabía un alfiler. Fue una conmoción la que se generó en todo el barrio de Victoria por este partido que se había convertido en una esperanza vecinal. Hasta el cura de la iglesia del barrio llegó con la imagen de la Virgencita de Luján para bendecir el campo de antemano. 
Los equipos salieron a la cancha con los que siempre jugaban de titulares; Poncho, por supuesto, fue al banco de suplentes como todo el año. El partido comenzó y a medida que pasaban los minutos se iba haciendo más áspero, durísimo. Por suerte para Los Pibes de Victoria la puntería de sus rivales era muy mala esa tarde, porque los 10 jugadores de campo, vivían en su área y no había manera de sacarlos de ahí para atacarlos. Terminó el primer tiempo 0 a 0, lo cual era un triunfo para el Victoria, pero mentiroso, porque los de San Fernando salían campeones con el empate por estar un punto arriba. Claro, por esa razón, en el segundo tiempo, le entregaron la pelota a los de Victoria y se dedicaron a aguantar el empate con total tranquilidad porque no había caso, que les hicieran un gol era una misión imposible de lograr. Faltaba un minuto más el descuento para el final, la hinchada de San Fernando ya festejaba el título y…, ocurrió un milagro: al 9 del Victoria le partieron su pierna derecha de una patada terrible; sí, la única pierna con la que podía patear con alguna chance quien era la estrella del equipo. Ya estaba todo dicho, la historia volvía a repetirse.”

- Pero, mister, ¿por qué fue un milagro?
-Dejame que te siga contando, no te impacientes…
“Poncho, entrás por el 9… -dijo el técnico del Victoria apesadumbrado y con total desilusión- Poncho no se movió del banco por lo acostumbrado que estaba a estar allí todo el año futbolístico. ¡Poncho, entrás vos! Le gritó el técnico totalmente sacado. Poncho se levantó como un resorte y entró a la cancha por primera vez en el campeonato… Por primera vez en la historia del club.
Era la última jugada; el fin de otro año sin pena ni gloria. Un corner para el Victoria; el último y luego vendría el pitazo final y la vuelta olímpica para los de San Fernando. Llegó el centro…, llovido…, el 5 del Victoria parado al borde del área grande la calza de volea y revienta el travesaño…, la pelota vuelve al campo como un misil. Poncho, que estaba parado pisando el área chica la toca por única vez..., por única vez en su vida… La redonda le da de lleno en la cara…, vuelve en cámara lenta hacia el arco…, el estadio enmudece…, el arquero hace vista confiando en su intuición ganadora, y…” ¡Gallego, me traés unas aceitunitas más!

-¿Pero qué pasó, señor? ¿San Fernando salió campeón o qué? ¿Entró? ¡Traele las aceitunas de una vez, gallego! Y otro vermouth.
-Pará pibe, pará, dejame terminar…
“La pelota, impulsada por la cara de Poncho, se metió en el ángulo superior izquierdo del arco… Cuando despertó, porque el pelotazo lo durmió hasta cien por lo menos, lo llevaban en andas dando la vuelta olímpica por primera vez en la historia del club. Fue la gran tarde de Los pibes de Victoria, pero sobretodo de Poncho: un crack para toda la afición…”

-¿Y qué pasó después con Poncho, señor…?
“Al año siguiente se vendieron los terrenos para construir un edificio de 24 pisos con pileta, parque y la mar en coche, y el club desapareció. Se construyeron en toda esta cuadra locales para alquiler y en este lugar el café con esa placa recordando aquella tarde de gloria… A Poncho no lo volvieron a ver nunca más… Por eso esa placa está allí, porque justo en ese lugar estaba el ángulo del arco por donde se metió la pelota que le dio el título a los de Victoria…”

Los cuatro jóvenes terminan su café, saludan al hombre agradeciéndoles la historia sobre Poncho y se van murmurando cosas como:  
–Yo no le creo nada a este tipo, dice uno, bueno, por lo menos nos entretuvo un rato, dice otro… ¿¡Qué va a haber un club acá, qué va a haber…!? ¡Ese Poncho no existió nunca…! Andá a saber… ¿Un gol de cara dijo que fue, quién te lo va a creer?

El mozo gallego, que no es gallego pero así le dicen por llamarse Manuel, mientras limpia la mesa donde estuvieron los cuatro jóvenes, ve que el vaso con el vermouth del hombre que contó la historia ya está vacío…
-¿Qué tal otro vermucito, Poncho? Como siempre invita la casa… Este, ¿y si la próxima le agrega una mujer a la historia? Eso siempre le da un toque más… Sí, qué sé yo, un toque.

martes, 13 de marzo de 2012

Debo decirte.


Si yo te dijera
Que tu andar se desliza
En mis ojos cerrados
En mis pupilas impresos.

Si yo te dijera
Que tus labios me besan
En mi soledad absoluta
Y en mis sueños que sueñan.

Si yo te dijera
Que tu piel me acaricia
Desde tu distancia que teme
Perturbar mis temores.

Si yo te dijera
Cuanto deseo
Que no haya barreras
Ni tampoco olvidos.

Si yo te dijera
Todo esto al oído
Serías vos quien me dijera
Que has sentido lo mismo.

viernes, 3 de febrero de 2012

En tu día especial.


Le pedí a un colibrí
que me diga a qué saben las flores.
A su piel porque es la más suave, me dijo.

Le pregunté a una abeja
qué puede ser más dulce que su miel.
Sus ojos, me contestó, porque sus lágrimas lo son.

Detuve el vuelo de una mariposa
para que me dijera quién tiene alas más bonitas.
Ella, me confesó, porque son las de un ángel.

Quise saber del sol
a quién iluminaría en este día especial.
A la que más e iluminado durante 42 abriles, fue su respuesta.

Le dije a la luna
que me contara su plan para esta noche.
Entraré por su ventana, me contó, para vestirla de plateado.

Le rogué a una paloma
que surcara los cielos con un mensaje.
Allá voy, me dijo, le susurraré al oído cuanto la sueñas.

miércoles, 11 de enero de 2012

La dama del piano.


¿Escuchaste? Anoche, ¿lo escuchaste? No dormí nada del miedo. Estuve casi sin respirar bajo las sábanas. Josefa, tenemos que decírselo a mamá y papá.
Pero, hermana, ¿otra vez? ¡Cuántas veces se lo dijimos y no nos creen! Ni siquiera escuchan lo que nosotras escuchamos tan clarito.
Me quiero mudar de esta casa, no voy a dormir más en mi vida si seguimos acá.
Entonces, María, tenemos que hacer algo.
Qué.
Esta noche vayamos a la sala en punta de pies, sin hacer ruido, y sorprendamos al que toca el piano.
¡Josefa, estás loca! Para mí es un fantasma.
Hermanita, no existen los fantasmas, debe ser alguien que se mete en la casa porque le gusta tocar el piano.
¡Peor! Mirá si es un ladrón y nos mata.
No puede ser un ladrón, si nunca robó nada. Es alguien a quien le gusta la música, nada más.
No sé, me da miedo.

¡Ssshh! María, quitate esas pantuflas que hacen ruido.
Si estoy descalza.
¿Y qué es ese ruido?
Mis dientes.
¡Por Dios, María! Escuchá… Está tocando: “Para Elisa.”
Sí, es la que toca mamá a veces… Entonces es ella… Pero qué tontas somos. Toca el piano de noche porque seguramente está más tranquila.
No, no, María, no puede ser mamá porque...
Corramos a sorprenderla… Mamá, mamá… ¿Qué hacés tocando el piano a esta hor…?
¡Aaaaaaaaaaaa!

A ver, Josefa, qué es todo este escándalo. Qué hacés levantada a medianoche y gritando por los pasillos. Vas a despertar a todas.
Es que fuimos a ver a la que toca el piano en la sala y, María se asustó y salió corriendo a esconderse en el dormitorio.
Otra vez con lo mismo, Josefa...
¿Qué pasa ahí abajo con tanto grito?
Nada, Ricardo, Josefa se asustó de una cucaracha, seguí durmiendo.
¡Ah! Mañana haceme acordar que llame al fumigador.
Bueno, empecemos de nuevo… Por qué gritaste.
Yo no grité, fue María.
¿María? Vos sabés que María...
Sí, es que vimos a la mujer tocando el piano en la sala. Tocaba: “Para Elisa.”
En la sala… El piano.
Sí, la vimos.
¿Qué piano?

Josefa, yo esta noche duermo con vos… Haceme un lugar.
No hace falta que me lo digas, acostate. Sabés, aquí nunca hubo un piano, ni hay. Me lo dijeron recién.
No puede ser, si a mamá le gusta tocar y…
Mamá nunca tocó el piano, María.
¡No me mientas! Yo sé que lo hacía. La escuché y la vi muchas veces.
Ella murió cuando eras un bebé, jamás la viste tocar el piano, ni podés recordarla.
Pero, esta noche la vimos, tocaba… Tengo mucho miedo, Josefa. Voy a llorar.
Yo he llorado muchas veces desde que ella y papá murieron en ese accidente. A los cuatro años de edad entendía todo, no me lo pudieron ocultar. ¡Ssshh…Escuchá! La dama del piano está tocando otra vez.
Sí… Entonces, ¿quién es esa mujer que vimos en la sala?
Es alguien que vimos, pero vos y yo sabemos que no hay piano en esta casa.
Josefa, ¿recordás a mamá después de tanto tiempo? Quizás es el fantasma de ella.
No, María, no la recuerdo muy bien, hace sesenta y ocho años que murió, yo era muy pequeña.
A mi me parece que esa dama que vimos tocando es igual a la de la foto que guardás en tu mesa de luz. Aunque está un poco ajada.
Sí, a mí también me pareció, pero esa foto es mía de cuando era muy joven.
¡Entonces, Josefa! La dama del piano quizás sea la abuela… Escuchá, qué lindo toca… Es un vals… “Olas que al pasar, tarararararararara…”

Silencio, a dormir, se apagarán las luces del pasillo en un minuto. Qué descansen.

María…
Decime, hermana.
La que tocaba el piano en casa no era la abuela, era yo, ¿te acordás cuando éramos niñas?
Sí, Josefa, gracias por volver a tocarlo para mí. Ahora me siento mejor. Qué descanses, hermanita.
Dulces sueños, María.