domingo, 23 de septiembre de 2012

238


Usted tiene varios hermanos, soldado, así que su destino es Malvinas, ¿me entendió? A Roberto no le sirvió de nada su ruego por quedarse en el continente argumentando que su mamá sufre de una enfermedad incurable; para sus superiores, ella no lo necesita, la patria, sí.
Se despidió con un mal presentimiento que lo atormentaba aunque su mamá le dijera que no se preocupara, que volviera pronto, que ella lo iba a estar esperando. Como le decía siempre cuando iba a la escuela y regresaba con el delantal sucio de barro y tierra. Él, que a veces tenía una pelea a la salida del colegio, de esos desafíos vaya a saber porqué, de pronto se embarcaba a un lugar desconocido, en el medio de un océano helado,  para pelearle a uno de los ejércitos más poderosos del mundo, vaya a saber porqué. No tenés que pelearte, Roberto, las cosas se arreglan hablando… Le decía su mamá. Sabia, ella; ignorantes los que provocan.
Estamos ganando, decían por la radio y la televisión. Averiamos al portaaviones Invencible, decían los triunfalistas sentados a un escritorio. Nos están cagando a palos, decían los soldados aguantando en sus trincheras húmedas y congeladas.
La madre de Roberto se moría, no había nada que hacer, su mayor deseo era ver a su hijo nuevamente y besarlo fuerte porque volvía sano y salvo de la guerra. Lo que le pasara a ella no le importaba nada.
Roberto convivía con la muerte. Él que soñaba con trabajar duro para tener su casita y casarse con una noviecita del barrio, sólo veía a sus compañeros morir o quedar mutilados para siempre. Es injusto morir acá, si no me mata un inglés voy a morir congelado. Quiero estar en mi casa, con mi viejita, quiero comer un guiso de lentejas bien caliente y el arroz con leche que nadie hace como ella.
Todos sus hermanos, alrededor de la cama donde su mamá da sus últimos respiros, escuchan decir al médico: se nos va, es cuestión de tiempo. Poco tiempo. Ella lo nombra, Roberto, hijo querido, pronto vas a estar aquí conmigo, lo sé.
Roberto, en un pozo cavado por él mismo en la tierra mojada, soporta el asedio de los misiles que llegan desde los barcos ingleses. Su compañero de trinchera, con el casco agujereado en la frente por una esquirla, tiene los ojos clavados en alguna de los millones de estrellas que sólo no se ven cuando explotan las bombas. No lo quiere mirar, si hasta hace un instante hablaban de fútbol y chicas para darse ánimo. Ahora está mejor que yo, piensa.
Qué frío, por Dios es insoportable, estoy mojado hasta los huesos, grita con la voz temblorosa. Cállese, soldado, le gritan desde una trinchera a no más de diez metros de la suya. Sargento, tengo los dedos entumecidos, si nos atacan no puedo disparar mi Fal… grita con angustia. Aguante soldado, cuando amanezca yo no dispararán, ¿me entiende? Mi mamá me tejía pullóveres y guantes para que yo no tuviera nunca frío… Con los ojos bañados las ve venir, bolas de fuego acompañadas con un silbido penetrante. Explotan iluminando todo el campo. Algún grito desgarrador da fe de que han cumplido su cometido.
Va a morir ahora, susurra el médico y se retira de la habitación del hospital donde ella está internada. Sólo se quedan sus hijos, los hermanos mayores de Roberto, esperando el momento. Acompañándola en el final.
Roberto no puede más, lo presiente, sabe que está todo mal. Sale del pozo y corre por el campo gritando: mamá, mamita querida… La explosión le quema las entrañas, le desgarra la vida, cae empapado por un líquido caliente que lo baña quitándole el frío que hasta hace instantes le endurecía el cuerpo, y queda de espalda mirando como el firmamento se apresta a recibirlo. Mamá… mamá… no te preocupes, no me duele nada…
Roberto, mi amor, estás aquí… Estira sus brazos para abrazarlo. Delira dice uno de sus hijos, se nos va. Estás todo sucio, yo te voy a lavar la ropa, no quiero que te enfermes, ¿tenés frío? No mamita, ya no tengo frío… El le besa la frente,  ella le besa la mejilla y de la mano se elevan al cielo. Sus cordones se cortan, ya viajan muy lejos.
238 tumbas de soldados argentinos hay en el Cementerio Darwin de Malvinas. 123 sin identificar todavía. Allí están, Roberto, Juan, Daniel, Pedro, Ramón, Julio, Jorge… Allí están todos los que fueron a pelear una guerra absurda y no pudieron besar a sus madres al despedirse de este extraño mundo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Don Carlos.

Les voy a contar una historia real, esto no es un cuento que imaginé. Empiezo diciéndoles que por mi trabajo, voy a imprentas de la Capital y Gran Buenos Aires, desde hace casi 6 años. En una de esas imprentas que queda en el barrio de Mataderos, conocí a un señor mayor: Don Carlos, que está siempre en la recepción. Carlos debe tener cerca de 80 años, por lo menos es lo que aparenta. Él atiende a todos los que llegan y conmigo en especial siempre tuvo un profundo respeto y cariño. Y yo por él. 
Carlos es un hombre muy culto. Durante los más de 5 años que voy a esa imprenta, tuvimos muchísimas charlas muy interesantes. Es un hombre amante de la ópera, siempre me habla de óperas de todas las épocas y hasta recita, en italiano, fragmentos de esas óperas. Con la lectura lo mismo, me recomienda libros, autores y su pregunta cuando llego es: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Es capaz de recitar poemas de autores que ni siquiera conozco (ni por asomo he leído lo que él lee). Además ama a los caballos, me cuenta que ha practicado y sigue practicando equitación y salto, (no me imagino cómo porque apenas se puede mover.) Me ha contado, también, que por un trabajo que hacía cuando era joven, recorrió toda América Latina, desde México hasta Tierra del Fuego. Habla de cada ciudad americana que ha visitado con lujo de detalles. Una vez me mostró una foto de su esposa, la tercera de su vida. Una mujer que no debe tener más de 40 años. Cuando vi la foto pensé irónicamente, lo reconozco, si él tiene una mujer así, tengo esperanzas todavía.
En esa imprenta trabaja un amigo de mis épocas de creativo en publicidad. Hace una semana, charlando con mi amigo, me dijo que Carlos había desaparecido, que nadie sabía nada de él. Ayer, después de mucho tiempo tuve que ir a la imprenta y Carlos no estaba en la recepción. Pregunté que sabían, qué me podían contar, y esto fue lo que me dijeron: 
Hace unos días se descompuso, cayó al piso y no quiso que llamaran a un médico ni que lo llevaran a ningún hospital. La empresa pidió un remís para que lo llevara a su casa. Nadie supo jamás dónde vive, nunca se tuvo una dirección exacta. Llegó el remís y lo llevó adonde él le indicó al remisero. Llegaron a una esquina y Carlos le dijo: déjeme aquí… No, lo llevo a la puerta de su casa, le dijo el chofer. Carlos no quiso y se bajó del auto. El hombre lo vio doblar en la esquina, bajó del auto y lo siguió porque se preocupó al verlo tan mal. Lo vio entrar a una casa. Pero no se quedó conforme. Tocó el timbre de la casa y salió a atenderlo una mujer. El remisero le preguntó por Carlos con nombre y apellido. La mujer, un poco asombrada, le preguntó para qué lo buscaba. El hombre le explicó que lo había traído en su auto desde una imprenta para la que Carlos trabaja, pero que estaba preocupado por él porque no se había sentido bien durante el día. La mujer le dijo entonces: Ese hombre al que usted busca es mi papá..., pero murió hace diez años.
Pero esto no termina aquí. En la recepción de la imprenta, en una esquina de la pared, y a una altura que no se puede llegar con la mano, hay un estante pequeño con una calavera, sí, un cráneo humano. Las veces que pregunté cómo llegó eso hasta ahí todos tuvieron una broma para hacer. Un día le pregunté a Carlos, y me dijo, en tono risueño, que antes de que estuviera esa imprenta allí, había otra, y que él trabajaba en aquella imprenta. Cuando aquella imprenta cerró y se instaló la actual, él siguió trabajando como parte del mobiliario. Por eso sabía que esa calavera era de un hombre que trabajó en la antigua imprenta y que había muerto. Un día, alguien, no recuerda quién, trajo la calavera y la puso allí arriba. Por supuesto que lo tomé en broma y me reí con él.
La última vez que vi a Carlos y cuando yo ya me estaba yendo, me dijo: Ricardo, no le perdono que no haya leído, El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco. (Yo le había dicho, hacía un tiempo, que compré el libro y nunca lo leí.) Y agregó: Prométame, antes de irse, que lo va a leer. Le dije, ya en la puerta de salida: Se lo prometo… 
Espero que cuando yo vuelva a esa imprenta, él esté sentado en la recepción y me pregunte lo de siempre: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Le voy a contestar: El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco.