sábado, 26 de marzo de 2011

Amazona.

Laura, vas a tener que aprender a convivir con esto, hay tratamientos, terapia, te aseguro que no es la muerte de nadie…

En este momento deseo morir, doctor, no cumplí 40 todavía… No es justo… Toda mi vida me sentí hermosa…

Lo sos, y lo seguirás siendo, conozco muchas mujeres que superaron este trance.

Sentada frente a su tocador, desnuda de la cintura para arriba, se mira al espejo recordando el momento tan trágico que ha vivido cuando su médico le dio la noticia. Es una mujer con un cuerpo envidiable, sus pechos armados, duros, no se han caído a pesar de haber tenido a su única hija hace sólo 4 años. Todo le llegó tarde en la vida: el amor más grande, su esposo Lucas unos pocos años mayor que ella; su pequeña hija a los 35. Pero esto le llega temprano, en la flor de su vida. Se tapa su pecho derecho con la mano imaginando cómo se verá sin esa parte de su cuerpo, cómo se verá con una cicatriz allí y no puede evitar las lágrimas, el llanto desconsolado, el grito de dolor del alma que será otra alma cuando todo haya terminado en la maldita sala de operaciones.

Lucas lo sabrá esa noche, por eso ha preparado la cena que más le gusta, abrirá el champagne que sólo descorchan en las noches de aniversario, le hará el amor como nunca se lo ha hecho y luego le hablará de su cáncer de mama. Laura imagina que puede ser su última noche de amor con el ser que más a amado porque cree que él, ya jamás la volverá a tocar. Lo siento mi amor, lo siento, puedes huir si prefieres, correr en busca de hermosas mujeres porque yo ya no lo seré. Y luego vendrá la quimio, la maldita quimio que me dejará sin mi cabello, blanca como la luz, ojeras que harán tristes mis ojos; no podré volver a sonreír para vos.

Siempre son un éxito las operaciones; para los cirujanos lo son, para Laura, no. Ha perdido una parte importante de su cuerpo que por más implantes o cosa que se le parezca no la recuperará. Bombones, flores, familia, sus amigas, su hijita que no entiende qué pasa ni por qué está en una cama que no es la suya y, su amado esposo que sólo acaricia su mano diciéndole cosas que ella no sabe si son ciertas: te amo, te amo, sos mi vida y siempre lo serás. Nada cambiará.

El pañuelo de seda que envuelve su cabeza le da un atractivo especial. Seguramente nadie se da cuenta de que debajo de ese pedazo de tela el cabello no existe. Su mejor amiga que nunca se ha despegado de ella desde que le extirparon el pecho, le cuenta de todos los hombres que la observan porque Laura no mira a nadie, se siente horrible, como si estuviera desnuda mostrando su torso provocando a que le sientan lástima. Sigue siendo tan bella como siempre aunque intente disimular su verdad.

Sabés, Laura, leí por ahí que las amazonas se extirpaban un pecho para usar mejor el arco… En serio, así de esa manera eran más efectivas con las flechas. Ves, a veces los dos pechos molestan…

No me hagas reír, querida amiga, no es lo mismo, ellas no amaban a los hombres, sólo los usaban para procrear… No me toca, él me trata como si fuera una enferma incurable…

Pues entonces, Laura, usá tu encanto que no perdiste para hacer el amor con Lucas. Provocalo, demostrale que no cambiaste nada… Si no, yo tengo un par de amigos que…

La llamada que temió muchas veces le llega al fin: volveré tarde mi amor, tengo mucho trabajo así que no me esperes despierta, ceno algo por acá, no te preocupes. Está con otra mujer, tiene otra mujer, no me cabe duda. Me quiero morir… Por Dios por qué me pasa esto a mí. El mundo se derrumba para Laura. Hasta se imagina a ella misma haciendo el amor con el par de amigos de su amiga, de rabia, de pura rabia. Lo escucha llegar de puntillas cuando está amaneciendo, porque no durmió en toda la noche, acostarse a su lado y dormir profundamente creyendo que ella no lo nota. Huele a perfume de otra mujer, sí, apenas me levante revisaré sus ropas, buscaré marcas de rouge, cabello... Odio a las mujeres con cabello lacio, ondulado, abundante… Las odio…

Lucas, mi amor, lo hablé con un cirujano plástico, no me digas nada, lo decidí, me haré un implante, me dijo que no es igual a mi pecho pero quiero verme bien para vos... No quiero que sientas vergüenza de mí… Lucas la mira sin entender muy bien, están sentados a la mesa de la cocina, desayunando, observa su pañuelo colorido sobre su cabeza, su torso con un top ajustado disimulando la falta de un pecho. Se levanta de su silla, se acerca a Laura y la toma obligándola a pararse frente a él. La besa con ternura, le acaricia el cuerpo, le quita el pañuelo de la cabeza y acaricia su calvicie. Laura no deja de mirarlo asombrada con los ojos bien abiertos, esperando algún desenlace. Él la lleva hasta el dormitorio y le quita toda la ropa, la aprieta contra su cuerpo y ella siente su dureza no pudiendo evitar que una sonrisa ilumine su cara: lo ha excitado. Mientras hacen el amor, Lucas no deja de decirle que no quiere que se ponga algo en el cuerpo, que la quiere así, que la ama. Le pide perdón por no haberla tocado, por lo que pudo haber hecho por temor a que no fuera lo mismo con ella. Le dice que es la mujer más hermosa del mundo una y otra vez.

Parada, totalmente desnuda, se mira al espejo de su tocador, estira su brazo izquierdo a la altura de sus ojos como sosteniendo un arco tenso, acerca su mano derecha a su pecho liso, siente la cicatriz en su dedo pulgar, y abre su mano soltando la cuerda disparando la flecha que se clavará en los corazones de todos los hombres. Ella, ahora sabe que es una mujer entera y nadie se resistirá a sus encantos.

lunes, 14 de marzo de 2011

Así como se lo cuento. 7º y último capítulo.

Después de Lisboa vivimos días de vino y rosas en Madrid y Toledo. Mi vuelta a Buenos Aires fue tan triste como la despedida en Ezeiza cuando ella viajó a verme aquí, en mi ciudad. Volví a Madrid nuevamente unos meses después para seguir con este loco amor que sentíamos y, hoy, después de tanto tiempo, recuerdo su última imagen despidiéndose de mi en aquella Terminal 1 de Barajas con su cara desencajada por el llanto. Así como la había visto venir tan resuelta con esa sonrisa-sandía la primera vez, ahora la veía irse llorando desconsoladamente, como presintiendo que sería nuestra última vez.

Esta historia ya es historia, con todo el dolor del alma lo digo. Sé que me amó con la misma intensidad que yo a ella. Fue, es y será el amor de mi vida, y sé también que se entregó a mí con todo lo que tiene en su corazón porque realmente así lo hace, pero, a veces pienso que a todos nos amó por igual. Siento que estuve de pasó en su vida y me duele terriblemente imaginar que hoy a otro hombre le estará diciendo las mismas cosas que a mi me decía. Me lastima imaginar que estará en los brazos de otro. Extraño su acento mexicano mezclado con el madrileño; su voz por teléfono diciéndome: “Hola mi amor… Te amo tanto, pero tanto…”

De todos modos ningún pacto se ha roto: Seremos amantes eternos y cumpliremos el otro después de irnos de este mundo, un pacto que nunca romperemos. De mi parte juro que si me voy primero, como debe ser, lo cumpliré. Ella, que me reconoció cuando me vio la primera vez después de haber estado conmigo en otras vidas, siempre me decía: “Júrame que me buscarás en nuestra próxima vida.” Lo haré, porque esta vez me toca a mí, pero también sé que cada vez que nos veamos será para vivir un gran amor y luego sufrir por eso, fue así en los siglos anteriores y lo será por los tiempos de los tiempos.

Nunca perderé las esperanzas de volver a verla, aunque, quién sabe cuando será que veré su rostro sonriendo de oreja a oreja o su labio inferior temblando cuando está a punto de llorar. ¿Se colgará de mi cuello diciéndome: te extrañé? ¿La veré venir hacia mí con sus pasitos cortos y rápidos, e irse con sus rodillas rozándose y su cuerpo divino contoneándose mientras se aleja? Deseo verla comer otra vez con tanto placer que da placer de sólo observarla. Disfrutar al verla sufrir por sus mofletes doloridos de tanto reírse. Qué placer al descubrirla leyendo a escondidas y en silencio cualquier libro que cayera en sus manos, como lo hacía en mi casa. Quiero volver a escucharla cantar cuando se ducha y meterme bajo el agua con ella. Ruego que me pida otra vez angustiada que no la deje porque tiene miedo de quedarse sola. Hoy, quizá, otro hombre tendrá toda esa suerte que una vez fue mía.

Ese hombre, ¿la hará reír hasta que le duelan los pómulos? ¿Jugará con ella en la cama como niños? ¿Le escribirá todos los días e-mail largos que a ella le encanten? ¿Le hará dibujos y dibujos de su rostro? ¿Le hará caritas apagando y encendiendo la luz para que se ría como una niñita pequeña? ¿Escribirá la novela de un gran amor si es que viven juntos un gran amor? Ella: ¿Le dirá qué tiene un esposo loco como a mí me lo decía? ¿Se divertirá con su torpeza susurrándole: Me encantas, mi amor?

Ella y yo, vivimos desde que nos vimos por primera vez la noche en que murió mi madre, una gran historia de amor. Con cartas durante dos años, con intermitencias, sí, pero siempre retomando el hábito de contarnos cosas, soñando con algo que finalmente pasaría. Luego los llamados hasta vernos nuevamente, pero esta vez para amarnos como los grandes amantes de la historia.

Hicimos el amor en cinco ciudades: Madrid, Lisboa, Toledo, Buenos Aires y Salamanca; tres países y dos continentes separados por un gran océano, a pesar de que si cuento los días en que nos vimos, desde mi noche triste hacia acá, no superamos los dos meses de nuestras vidas. Me siento muy afortunado de haber vivido algo tan maravilloso y ruego que ella sienta lo mismo. Le pido que me recuerde siempre; me moriría si supiera que me olvidó, aunque no lo creo, lo que realmente creo es que en algún rinconcito de su corazón estoy y allí me quedaré para siempre, y ruego también que cuando a ella le toque dejar este mundo y al final de la luz me vea esperándola, no se sorprenda; se me acerque como en la Terminal 1 de Barajas con su sonrisa-sandía y me diga: “Holaaaaa…” La voy a abrazar tan fuerte como la primera vez y de la mano la voy a llevar conmigo al infinito, a la eternidad, con los dioses.

Por último, en este relato en el que he contado lo que ella y yo vivimos, tengo que decir casi como una súplica, que doy la mitad de lo que me queda de vida, y que no es mucha ya por cierto, por volver a vivir juntos los cinco maravillosos días en Lisboa y aquél 11 de abril.

“A Fernanda”

martes, 8 de marzo de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 6.

Lisboa, diminuta e infinita. Descubríamos cada lugar con asombro; hacia allí íbamos, nos internábamos, como una vez en la Catedral de la ciudad que se nos antojó el mejor lugar para pedir por un buen futuro de nuestro amor, y lo hicimos, rogándole al Señor que nos diera una señal: Dinos que lo que estamos viviendo no se terminará nunca. Y, en el silencio del inmenso recinto, de pronto, sonó un celular; nos reímos y dijimos: No, esa no puede ser la señal que nos da el Señor, volvamos a pedírselo otra vez. Luego de unos segundos de paz la ansiada señal llegó, desde mi estómago por el hambre. Salimos de allí riéndonos como locos, divertidos, con ella tomándose las mandíbulas por el dolor en sus pómulos de tanto reírse.

Un mediodía, muertos de hambre después de caminar y caminar contando retacitos que forman baldosas, nos metimos en un restaurante hindú, pero no comimos nada típico sino unas lagsañas que estaban sabrosísimas. Charlábamos y charlábamos en ese lugar sin que nada nos distrajera. De pronto nos dimos cuenta de que había vida a nuestro alrededor, aunque no quedaba nadie, habían comenzado a cerrar y nos tuvimos que ir después de cuatro horas sin parar de conversar, comer y tomar vino. El tiempo se había detenido para nosotros.

Un día, vimos una cantina perdida en una de esas callecitas que subían y dijimos: Este debe ser un buen lugar para comer algo rico de Portugal. Era pequeñita y sin turistas, sólo parroquianos, bien lisboeta, sin otro idioma que el portugués, con nuestro español rompiendo la monotonía. Comimos como los dioses una cazuela de pulpos con un vino tinto que nos puso soñolientos. La panera que a ella le encantó y que quiso saber dónde poder comprarla, terminó en su cocina mexicana por la amabilidad del señor regordete que nos atendió con su delantal blanco atado a la cintura; seguramente era el dueño del lugar.

Otra noche fuimos a cenar a los Altos de Lisboa, así se llama la zona, y queda en plena ciudad. Para llegar hay que subir por calles empinadas y veredas de escaleras; es el lugar de la noche en la ciudad donde van todos los que quieren divertirse y pasarla bien. Hacia allá fuimos por recomendación de un conserje del hotel, un señor mayor que le confesó a ella con lágrimas en los ojos, que cuando era joven se enamoró de una chica mexicana, pero, cuando la joven regresó a América jamás la volvió a ver. Creo que se lo contó porque también se enamoró de mi mexicana tan amada. Me causó mucha pena esa confesión y miedo a la vez por el futuro que nos esperaba a los dos.

Esa noche, paramos a un señor en una plaza de los Altos, para pedirle que nos recomendara un buen restaurante allí para comer bien y escuchar fados, la música portuguesa tan melancólica que, creo, por la melodía triste supera al tango en eso. Este señor, habló y habló mirándome a mí como si yo le entendiera perfectamente, explicándonos como llegar al mejor restaurante, y se fue deseándonos suerte. No entendí ni jota. Ella no sólo comprendió todo, sino que hasta se enteró de como estaba compuesta su familia y en dónde vivía. Luego me guió feliz al lugar recomendado, un restaurante que para los dos sería inolvidable: El Café Luso.

Caminamos por callecitas angostas, flanqueadas por casas de dos o tres pisos, con balcones de madera y en ellos la ropa lavada colgada esperando el día para secarse al sol. Llena de jóvenes y turistas, esas calles sin vereda, que se amontonaban en la entrada de cafés, bares, restaurantes, de los cuales se escuchaba toda clase de música y ruido. Todo el mundo hablando a los gritos, riéndose y nosotros juntitos, callados, observando cada detalle, felices y afortunados de estar allí. Nos dieron una mesa en el restaurante a media luz, una vela iluminaba cada una de las mesas; pedimos nuestra comida, un vino tinto que nos iba a calentar la garganta, y disfrutamos del show que dos hombres y una mujer daban cantando esa música triste, melancólica, acompañados por una guitarra y una mandolina. Todo era más que perfecto: el vino, la comida, la música y ella casi en penumbra sentada frente a mí en la agonía de mi vida; esta vida que me daba la oportunidad de vivir algo que hubiera soñado en otro momento y en otro lugar.

La cantante, recorrió luego cada mesa ofreciendo su disco, se lo compré pidiéndole que nos lo dedicara; lo hizo con nuestros nombres deseándonos suerte. Le dijimos que ella era de México y yo de Argentina, y la mujer, Elsa Laboreiro era su nombre, nos miró con un quedo de tristeza como presintiendo un futuro nuestro si esperanzas por la enorme distancia que nos separa. Nos deseo suerte de corazón.

Salimos de allí ya tarde para volver al hotel, besándonos en cada farola, preparándonos para hacer el amor como todas las noches antes de que el sueño nos venciera, y luego, casi sin darnos cuenta, dormirnos abrazados como siempre. Despertados todas las mañanas por unas palomas que llegaban a nuestra ventana, nos perdíamos el desayuno del hotel por hacer el amor nuevamente, y meternos juntos en la ducha dejando que el tiempo pase sin prisa; éramos dueños de la vida, de todo lo que nos rodeaba.

Los cinco días pasaron porque el tiempo no existe, el tiempo es el momento en que uno vive y al minuto siguiente cambia. Y cambió para mí en ese aeropuerto a la hora de volver a Madrid. Todo había salido soñado, único, sin nada que entorpeciera ni un instante lo que vivimos en esa ciudad, pero un empleado de la aerolínea, allí en el mostrador de ese caótico aeropuerto, me exigió mi boleto de vuelta desde Madrid a Buenos Aires, si no, no me dejaba entrar a España. Un imbécil con todas las letras ese joven portugués, que en su primitivo español trataba de explicarme lo que no tenía ningún sentido. Por supuesto que mi pasaje electrónico impreso de una computadora había quedado en Madrid. No me dejó embarcar. No hubo caso, ni las consultas a sus compañeros en el mostrador, que creo, ni ellos entendían lo que me pedía hizo que me diera el lugar que me correspondía en el vuelo. No viajé. Fue para ella y para mí la primera despedida en un aeropuerto. Llorando se fue casi sobre la hora de embarcar después de abrazarnos desesperados por tener que separarnos involuntariamente, luego de haber vivido días y noches maravillosas. El autoritarismo estúpido de un chico, porque era muy joven, me dejó solo con mi maleta y mi cámara de fotos, viéndola perderse entre la gente para tomar el avión. Fui estafado por Vueling (así se llama esa compañía española) porque me obligaron a sacar otro pasaje para dos días después, no había lugar para el otro día. Volví a la albergaria rogando que hubiera un lugar para mi; por suerte me dieron la habitación 15, justo debajo de la que había sido nuestro nido de amor. Allí me quedé, solo en Lisboa, una ciudad que ya amaba mucho pero que en un pequeño momento odié por la ineficacia de un empleado portugués. Dos días después, en ese mismo mostrador de la aerolínea, no me exigieron nada de lo que ese joven me había pedido, sólo me dijeron: “Buen viaje.” Eso lo entendí perfectamente.

Lisboa fue mágica y de ensueño para nosotros, nos lleno de ilusiones futuras difíciles de concretar, pero nuestra inconciencia por un amor tan grande, no tenía límites a la hora de hacer planes. Ella soñaba con tener una vida conmigo, lamentaba realmente no haberme conocido antes, e hicimos dos pactos en nuestra locura, dos pactos de amor: Nos propusimos ser amantes eternos pasara lo que pasara en nuestras vidas futuras. Si no podíamos estar juntos, siempre buscaríamos la manera de volver a vernos y hacer el amor. Con viajes de uno o del otro, a Buenos Aires ella o a Madrid yo, pero amarnos hasta que uno de los dos no pudiera más porque la vida se le acabara. El segundo pacto se cumplirá después de la muerte, después de irnos a otra vida. El primero que se vaya esperará al otro en la luz, para que no tema nada, y tomándolo de la mano lo guiará hacia los dioses. Seré yo esa vez el que estará allí esperando porque me iré primero, es la ley de la vida, como debe ser, ella es muy joven y tiene mucho por hacer todavía en este mundo.

jueves, 3 de marzo de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 5.

A la mañana siguiente me despertó el canto de una sirena, o de una alondra, no sé; era algo cautivante que venía de lejos, de otro lugar, e imaginé a los marinos de Ulises poniéndose cera en los oídos para no ser atrapados para siempre, e ir a parar al fondo del mar con una de esas mujeres con cola de pez. No me puse cera ni me até a la cama; me levanté y seguí el sonido de ese canto hasta meterme en el cuarto de baño y descubrirla a ella, con un duchador, arrodillada en la bañera dejando que el agua tibia se deslizara por su cuerpo desnudo, cantando con una enorme dulzura algo muy suave en francés, para mi más dulce que el gorrión de París. Me miró sonriendo de oreja a oreja, sonrisa sandía como les conté que la llamé, y me dijo con ternura, a la vez con picardía: “¿Qué pasa mi amor? ¿Te desperté?... Perdona…” Me metí en la bañera inmediatamente. Todas las mañanas que estuviéramos juntos, la escucharía cantar en la ducha; ahora sé que es uno de los momentos que más disfruta en el día.

Nos fuimos al aeropuerto, a la Terminal 4 de Barajas, para abordar el avión que nos llevaría a Lisboa. No habíamos completado ni dos días de vernos cara a cara y ya partíamos de luna de miel, sí, porque lo que vivimos el día y la noche anterior fue nuestra noche de bodas. Sabina canta: “Que todas las noches sean noches de bodas, que todas las lunas sean lunas de miel.” Así sería cada minuto que pasara con ella; pegados, juntitos disfrutaríamos cada momento como dementes, inconcientes y a la vez inolvidable.

A la hora de vuelo, Lisboa se presentaba bajo nuestro como una gran maqueta de color uniforme: con sus puentes que cruzan el río Tajo, ese río que desemboca en el Atlántico y nos puede llevar a Toledo sin escalas. Lisboa maravillosa, tan pequeña, se la veía toda mientras alcanzaba el avión el aeropuerto, un lugar, ese aeropuerto, caótico como cualquiera de ciudades latinoamericanas o, me imagino, asiáticas. No lo sé, simplemente se me ocurre que es así por la cantidad de gente yendo de un lado a otro con sus equipajes, nerviosos y apurados, atropellándose con un perdóneme usted dicho en mil idiomas. Se me hizo una verdadera Torre de Babel con todo el mundo sin saber qué hacer. Una hora y media hicimos la cola para tomar un taxi que nos lleve a la albergaria que ella había reservado por Internet, y al llegar, el taxista dándose vuelta nos preguntó si estábamos seguros de que ese era nuestro hotel; ni a él le gustó. Entramos preocupados, las fotos decían otra cosa, no nos gustó ni siquiera la habitación de tres por tres; la número 25 que nos tocó. Salimos corriendo al centro de la ciudad buscando otro hotel después de dejar nuestras maletas allí, y de paso comernos una tosta de jamón y queso por el hambre atroz que teníamos, pero la proximidad de los días de pascua tenía a la ciudad atestada de turistas; no quedaba nada más. Resignados, volvimos a nuestra albergaria, nos acostamos sobre la cama observando cada rincón de la número 25, e hicimos el amor como ya habíamos aprendido, como nadie lo puede hacer salvo nosotros, para luego darnos cuenta de que amábamos a ese cuartucho de hotel con tan poco espacio para movernos. Éramos los seres más felices de la tierra.

Lisboa, hermosa y eterna ciudad del amor, así la siento y la recuerdo, con su gente amable hablando un idioma incomprensible; todos lo son para mí porque salvo el que hablo, nunca tuve facilidad de comprensión con otras lenguas. Para ella es fácil, enseguida entiende todo y por eso habla francés e inglés perfectamente. El portugués de mis vecinos brasileños no me resulta difícil de comprender, será porque viven rodeados de países de habla hispana; algo de influencia tuvimos en su idioma, pero el portugués de Portugal, aunque están pegados a España, creo que sólo lo entienden ellos. Ella, preguntaba lo que queríamos saber para llegar a tal o cual lado y hacia allí me guiaba risueña, feliz, diciéndome por mi torpeza: “Me encantas, mi amor”.

Fueron cinco días maravillosos los que vivimos allí, paseando por sus callecitas pequeñas, empedradas, con vías de los tranvías que circulan y en los que viajamos. Balcones de madera perfumados por las macetitas llena de flores de todos los colores. Cantinas parecidas a algunas de la Boca, pero con el aroma a las delicias de esa ciudad diminuta para mi y por eso, imagino, llena de duendes. Caminábamos kilómetros por día, cansándonos, porque en Lisboa todo baja y sube. Íbamos hacia arriba por veredas con escaleras o bajábamos por otras casi deslizándonos. Juntitos siempre, tan pegados que era como si su brazo izquierdo no existiera y mi brazo derecho tampoco, o viceversa. Muertos llegábamos a la albergaria después de un día descubriendo cosas con la intención de descansar antes de salir a cenar, pero nuestra pasión podía más, y uníamos nuestros cuerpos exhaustos porque siempre les quedaba un resto para hacer el amor.

Nos reíamos mucho; a ella le divertía mi torpeza de poco viajado, como la vez que quise tomar un tranvía parado y resulta que no se movía porque no tenía ruedas; era simplemente una oficina de turismo. “Me encantas, mi amor” me decía.

Un niño en una calle peatonal, llena de gente, tocaba el acordeón con un perrito a su lado que sostenía un sombrero para que depositaran unas monedas los transeúntes, a la media cuadra vimos a otro y yo creí que era el mismo que rápidamente se había cambiado de lugar. “Me encantas, mi amor” nuevamente como burla risueña salía de sus hermosos labios. Hay chicos con acordeones y perritos por toda la ciudad. Salíamos de un restaurante y si había que ir hacia la izquierda yo encaraba a la derecha; suficiente para escuchar el “Me encantas, mi amor” que me obligaba a volver sobre mis pasos. Ella, se orientaba perfectamente, mientras para mi Lisboa era un laberinto. Como lo es Madrid, ciudad en la que me cuesta saber hacia donde está el norte, o el sur. En Buenos Aires, el Río de la Plata al este, me resuelve rápidamente el problema.

Me decía: “Estoy en la gloria” cuando le preguntaba como se sentía en esos días conmigo, allí en Portugal. “Es la luna de miel que no tuve, son los días más gloriosos que he vivido.” También para mi era así, felices, únicos, con una intensidad absoluta. Cada segundo sería inolvidable luego cuando partiéramos de allí, por eso cada instante lo vivíamos como si fuera el último respiro en esta vida. Guardábamos en nuestras retinas todo lo que observábamos para que nos quede para siempre y desempolvarlo alguna vez como yo lo estoy haciendo ahora. Mi enorme cámara de fotos colgada de mi cuello, que me doblaba un poco hacia delante por el peso, registraba cada rinconcito en donde ella se parara y, hoy, impresa en un papel, me queda como recuerdo de ese instante de la vida tan maravilloso que pasó ante mis ojos.