domingo, 18 de diciembre de 2011

Navidad en Tiffany's.


Audrey baja del taxi amarillo y camina hasta el frente del escaparate de Tiffany’s. Lleva en la mano una pequeña bolsa de papel con su desayuno: como todos los amaneceres lo tomará frente a su vidriera preferida. Lo hace con una absoluta naturalidad contrastada por sus anteojos negros y su vestido de noche. La maravillosa melodía de Moon River envuelve a Lucrecia que se siente, en ese milagroso instante, la soberbia mujer de la película: sin dudas la más elegante de la historia del cine. Casi es Navidad en Buenos Aires, Desayuno en Tiffany’s, su única compañía, le humedece los ojos por lo que ha vivido hasta aquí. Por lo que desea olvidar cuando dentro de un instante el cielo de medianoche se ilumine.
Millones de personas están llenando sus copas de burbujas para brindar por una esperanza. Lucrecia lo hace para levantar la suya con el fin de ahuyentar las esperanzas pasadas que no se cumplieron. Ya casi son las doce, la película está en su mejor momento, una luz en el horizonte que se refleja en su ventanal se anticipa desintegrándose en cientos de estrellitas y estallidos. El Niño Dios está llegando al mundo. Un nuevo mundo para ella porque sueña con que, esta vez, la noche buena sea mágica. Sale al balcón en el momento en que un rio de luna la transporta sobre las aguas mansas con aroma a miel, castañas y pan de frutas, acompañando esos manjares con el sabor de los dioses que llega a su garganta estallando antes en su paladar.
Por fin una nueva Navidad. Por fin aquél que le hizo mal ya no lo hará más. Aquellos, corrige, Lucrecia, levantando su copa para luego bebérsela hasta el fondo más blanco. Lo hace una y otra vez, nombrando y exorcizándose de cada maldito que jugó con su ilusión. Los fuegos de artificio siguen en el cielo porque nadie quiere que la Navidad que llega se vaya de pronto. En cada casa una esperanza de paz se convierte en un lugar común: una paz que no será total porque siempre en el mundo habrá un motivo para confrontar, pero, la fe es la de todos los años. Una botella que se termina y otra que Lucrecia descorcha para beberla sola. Con quién estarás festejando esta noche, a quién engañarás como lo hiciste conmigo, le grita a la noche tan ruidosa que nadie la escuchará. Hoy, en esta Navidad, juro por Dios que comenzaré una nueva vida, juro que ya nadie más me hará daño. Seré la Hepburn: libre, auténtica, bella, elegante, codiciada y elegiré a quién me plazca porque ellos morirán por mí. Lo dice con su tercera botella calentándole la garganta. Con su cabeza dándole vueltas en un mareo que quiere dormirla.
The end en la pantalla del televisor, los títulos cierran su película soñada, la música final le dice que debe volver a la realidad. Lucrecia, casi sin poder sostener su anatomía, de pronto lo ve, parado en el centro del living esperándola y extendiéndole los brazos hacia ella en un acto que ya ha vivido otras veces pero que esta vez la llenan de confianza: de una seguridad que necesitaba. No es George Peppard de Desayuno en Tiffany’s, se le parece pero no es él, entonces, quién es este hombre al que se entrega, de dónde salió y como si fuera poco tan guapo. Quién es para quitarle la ropa y levantarla en sus brazos llevándola a su dormitorio. Quién es para que Lucrecia se entregue como lo hace y lo hará toda la noche de Navidad en esa ensoñación producida por el champagne al que no ha respetado ni un instante: ama esa bebida que la pone de la cabeza y de espaldas a la cama sintiendo encima suyo el calor de ese hombre que se mete en su intimidad.
Silencio en la noche que se está yendo es lo primero que escucha al despertar sin escuchar nada. Su cabeza le da vueltas, tantas vueltas que no entiende qué pasó: ese hombre que le hizo vivir una noche de ensueño no está a su lado y parece no haber estado nunca. Todavía no amaneció el día de Navidad. Se levanta con el objetivo claro: será Audrey esa mañana, como todas las que vendrán, porque así se lo gritó a la noche antes de caer en un sueño maravilloso. Se ducha, se peina, perfuma y viste con su mejor ropa de noche, anteojos negros que ocultan sus ojos cansados por la resaca, medialunas de la mañana anterior y café recalentado en un termo.
Lucrecia baja del taxi negro y amarillo y camina hasta el frente del escaparate de una distinguida joyería de la Avenida Alvear. Lleva en la mano una pequeña bolsa de papel con su desayuno; se ha propuesto tomarlo todas las mañanas frente a su vidriera preferida hasta que ocurra un milagro. Lo hará con una absoluta naturalidad contrastada por sus anteojos negros y su elegante vestido de noche. La ciudad duerme todavía después de una noche de brindis, abrazos, deseos y familias queriéndose de una vez por todas. Come y bebe como lo hace Audrey en la película, en la soledad de la mañana observando las luces intermitentes de un arbolito de Navidad, blanco, con adornos plateados en el escaparate de la joyería. Cree escuchar la melodiosa música de Henry Mancini otorgándole una paz que hacía mucho tiempo no sentía. Muerde su medialuna del día anterior que ya no tiene nada de crocante y, una terrible frenada de un auto seguido de un tremendo golpe de chapas contra quién sabe qué, la paraliza.
Estrellado contra una columna de alumbrado ha quedado el auto importado conducido por un hombre, que baja trastabillando del vehículo destrozado, tomándose la frente con un chichón que comienza a crecer por el golpe que se dio en el parabrisas. A Lucrecia, del susto, se le ha caído el termo rociando la vereda de café negro y el último mordisco casi no logra tragarlo. ¿E, e, e, está bien? Le pregunta acercándose temerosa. El hombre, elegantemente vestido pero en un estado un poco deplorable, levanta la vista y la ve: el ángel más glamoroso que vi en mi vida, susurra.
Sí, señorita, fue sólo un golpe en la frente, nada de que preocuparse.
Lucrecia se baja un poco los anteojos negros para verlo mejor y sólo balbucea:
Yo lo vi.
¿Se refiere al choque? Dice él.
No, a usted… Lo vi.
Pero qué torpeza la mía, seguramente estuvimos en la misma fiesta de Navidad, es imperdonable de mi parte no haberla visto, usted es tan…
No –lo interrumpe Lucrecia- no fue en ninguna fiesta.
Acaso nos conocemos de antes –dice el hombre- es imposible que la haya olvidado.
Señor –vuelve a interrumpirlo ella- lo vi anoche… En mi casa.

sábado, 10 de diciembre de 2011

El beso eterno.

Cómo puedo describir mi sentimiento de niño por una niña estando ya en el ocaso de mi vida. Rogando a ustedes sepan disculpar mi atrevimiento, trataré de hacerlo en pocas líneas si es que la memoria me lo permite: Ella era tan hermosa, pequeña y frágil ante mis ojos que con sólo mirarla temía hacerle daño. Blanca como el mantel de tela bordada que ponía mi madre en la mesa para recibirme con la merienda cuando volvía de la escuela. Allí la veía, con su delantal inmaculado, pura como la imagen de la virgencita que en los domingos de misa observaba con respeto en la iglesia de mi pueblo. Dulce como el arroz con leche: mi postre preferido de allí y para siempre. Yo daba mi vida por ella en mis noches de insomnio, imaginando que la salvaba de monstruos espantosos para terminar muriendo en sus brazos tan suaves como la lana con la que mi madre tejía mis bufandas. No caminaba: se deslizaba casi en el aire sin molestar al planeta, sin hacerle daño a las piedras, quedándose al pasar con el aroma de las flores silvestres. El sol le hacía una reverencia al salir todos los días. La luna le tenía envidia porque su luz empalidecía ante el brillo de sus ojos.

Mi adorada María Julia creció sin detenerse nunca a mirarme ni un instante. No supo que yo iba a su mismo colegio o por lo menos jamás me lo hizo notar. No me daría por vencido ante ese amor que dolía tanto en mi pecho, por eso no tuve más remedio que esperar con paciencia mi momento que llegó cuando ya éramos adolescentes. Me planté enfrente de su cara en el tren en el que viajábamos al colegio secundario, y largué como un rollo y sin respirar todo lo que había pasado, por ella, dentro de mi corazón, durante mi corta vida. Me mostró sus dientes más blancos que mi cara de terror y con toda naturalidad me dijo: “Qué tonto sos, por qué no me lo dijiste antes.” Caí al piso como una bolsa de papas de sesenta kilos murmurando algo así como: “Me quiero morir bajo las ruedas del tren en este instante y que me entierren para siempre en las vías.” Lo hice sin dejar de mirarle sus ojos más azules que los zapatos de gamuza que usó mi madre en la comunión de mi hermana menor.

Moría por besarla o aunque sea rozarle el brazo con mi codo, pero no había caso, sus catorce años eran inviolables. Mis amigos nos veían juntos a un metro de distancia uno del otro, y así y todo pensaban que éramos noviecitos. Lo éramos si nos preguntaban, no lo éramos si estábamos solos. Cuando me hablaba no escuchaba otra cosa que el sonido de los árboles producido por el viento, el chillido de un gorrión o el zumbido de una abeja husmeando una flor, mientras observaba atontado sus labios moverse. Si pudiera morderlos, les ruego que me permitan hacerlo, suplicaba en las noches juntando las manos y mirando el techo de mi cuarto como si los dioses del Olimpo estuvieran allí para escucharme.

Un domingo a la tarde la vi venir después de esperarla agazapado detrás de una cerca de madera que separaba mi camino del suyo. Ahora o nunca fue mi plan preparado durante días. Me paré en un cajoncito de manzanas para estar más alto que la cerca y, cuando pasó frente a mí, la sorprendí tomándola de las axilas para levantarla como una pluma. Era tan livianita que me creí Superman; ella abrió los ojos enormes al verme a un milímetro de mi cara mirándola como si la fuera a asesinar sin piedad. Le estampé el beso en la boca más largo que he dado en mi vida. Tal cual lo había visto en la película: Lo que el viento se llevó, una tarde de cine, churros y chocolatada. Luego, fui bajándola despacito hasta que sus piecitos tocaron el piso, mientras me miraba a los ojos con su carita de susto que para mí no era otra cosa que la de una niña perdidamente enamorada. Salió corriendo hacia su casa como alma que la lleva el demonio.

Desde ese momento, nuestras vidas tomaron distintos rumbos con diversa suerte a través del tiempo. Aquel beso fue el único beso que le di pero no el último, porque en cada mujer que he besado en mi vida he sentido el sabor de aquella tarde, en que la levanté en vilo hacia mis labios como un ladronzuelo de amores. Fue el gran robo que fui capaz de cometer sin sentir ninguna culpa. Supe que ella no me denunciaría nunca porque lo único que le había robado había sido un instante inolvidable.

Han pasado mil años desde aquel momento memorable, y sigo aquí. Sintiendo cada vez que beso a una mujer que ella me vuelve a decir: “Qué tonto sos.” Aunque hoy lo haga desde el cielo. Porque le tocó irse un maldito día en el que Dios sintió envidia por haber tenido yo la suerte de besar sus labios, y decretó su trágico destino para sorprenderla escondido detrás de una nube.

María Julia fue mi primer gran amor. Ese beso fue mi primer beso y también resultó ser lo que yo deseé cuando sus labios estaban fundidos con los míos: simplemente eterno.

martes, 29 de noviembre de 2011

Los niños que debieron ser niños.

La foto que ilustra este cuento no fue tomada por mí.

Sostiene con firmeza la foto que tiene en sus manos después de haber leído varias veces la carta que le dejó un interno sin entender cómo pudo hacerlo, escrita con una caligrafía casi perfecta, ni de que manera consiguió el hombre la foto que no es un recorte de una revista o de un diario: al tacto nota que está recientemente impresa. Antes, ha interrogando minuciosamente a los enfermeros y médicos del instituto para enfermos mentales que ella dirige, sobre la vida de este paciente, tratando de llegar a una conclusión que no la ponga al borde del ridículo: “Doctora, este interno hacía 10 años que estaba aquí. Su esposa lo trajo y a los cuatro años ella murió; no quedó quien pudiera saber de él y visitarlo. Su único hijo desapareció durante la dictadura de los 70 junto a su joven nuera allá lejos en su casita de un pueblo de Santa Fe. De esa cama no se movió durante los últimos tres años. Desde hace bastante tiempo no recordaba ni como se llamaba. Eso si, me sorprendió poco antes de morir, al pedirme que le facilitara papel y lápiz porque tenía que escribir una carta. Insistió tanto que le di el gusto. Pobre, que podría hacer con eso si apenas movía las manos y además, a quién le escribiría. Su única pertenencia era una vieja máquina de fotos con la que se entretenía fotografiando a los demás internos en los primeros años que estuvo aquí. Su esposa se la trajo un día sin película; él nunca lo notó. No entiendo por qué usted se preocupa tanto, ya descansa en paz se lo aseguro y, que Dios me perdone, pero es un alivio para todos los que lo atendimos, es que hacía mucho que su cabeza no estaba en este mundo.”

Los vi con mis propios ojos, Doctora Barrientos. Los fotografié con mi cámara que siempre llevo conmigo. Esta foto que le envío es mi testimonio. Don Sosa me esperó en la estación de tren, y desde el momento en que nos reconocimos después de tantos años sin vernos, -era un viejo amigo de la juventud- no paró de contarme sobre este extraño fenómeno que tiene en vilo al pueblo entero. No ocurre todos los días, sólo cuando llueve porque es la manera de verlo a causa del reflejo en el piso mojado, pero es suficiente para que mucha gente ya no quiera caminar por esa calle: la calle de la tragedia, como la llaman.

Recuerdo cuando me pidió que viajara a ese pueblo de Santa Fe con tanto misterio de su parte. Usted sabía algo, pero prefirió que yo lo averiguara por mí mismo; ahora me pregunto si alguna vez creyó en lo que le decían. Y sabe qué pienso, Doctora, que usted no creía nada de lo que Don Sosa le había dicho en aquella carta que le escribió para que yo viajara lo más pronto posible, creo que esperaba que a mi vuelta yo le dijera lo siguiente: la gente de ese pueblo ve alucinaciones. Si fuera así le aseguro que yo también aluciné. Cualquiera diría que estoy mintiendo, que mi cámara vio lo que mis ojos vieron porque mis ojos lo quisieron; que en esa calle no hay tal cosa porque va en contra de las leyes de la naturaleza: Si estoy de vuelta en mi lugar de siempre y no enloquecí, es porque lo que le cuento es totalmente cierto, salvo que esté loco y no lo sepa o acaso los locos saben que están locos.

Dos días esperé a que lloviera a pesar de que es época de lluvias en la zona. Con las primeras gotas, junto a Don Sosa, fuimos a la calle de la tragedia justo a la hora en que generalmente ocurre este hecho. Allí estaban los cuatro pares de zapatillas con el reflejo en el agua de los niños que las calzan. Estaban los cuatro como si me esperaran a mí. Saqué mi cámara y fotografié varias veces lo que veía. Es más, usted va a pensar que estoy demente, pero en algún momento los escuché reír, cosa que Don Sosa no escuchó. Ahora sé que estaban felices por mi presencia.

Doctora, en sus manos está mi testimonio, mi realidad, lo que nadie cree si no lo ve pero sí lo creen los ciudadanos de ese pueblo porque conviven con esa aparición que dura unos instantes, aunque sólo sea cuando cae agua del cielo.

Usted se preguntará a esta altura de mi carta por qué a esa calle le dicen la de la tragedia, pues se lo cuento para que lo sepa: Allí vivían por los años 70 un joven matrimonio con ideales y sueños futuros para ellos y para todos nosotros también. Un noche llegó una camioneta de color verde cargada de soldados con uniforme verde e irrumpieron en su casa apresándolos. Por más que la familia trató de averiguar el por qué de la detención y su paradero durante años, esos jóvenes jamás aparecieron. Fue una tragedia y un dolor para sus seres queridos imposible de superar, yo se lo aseguro porque me lo han contado hasta sentir en carne propia tanto sufrimiento.

He analizado cuidadosamente este fenómeno y he llegado a una conclusión que usted puede creer o no, pero yo no tengo dudas de lo que pienso y es lo siguiente: esa pareja que no superaba los 22 años de vida, seguramente después de aquella noche en la que fueron apresados, vaya uno a saber por qué, perdieron la vida. Si ellos hubieran tenido la vida que debieron tener hasta envejecer juntos, habrían realizado docenas de cosas que alguien no les permitió, como por ejemplo: progresar, tener y realizar sus sueños, conocer otros lugares, ayudarse y ayudar a otros, construir su hogar, estar con sus familias, tener éxitos y fracasos, ser felices a veces u otras no, y lo más importante: tener hijos que fueran la continuidad de sus sueños cuando ellos ya no estuvieran en este mundo. Todo eso se frustró de repente aquella trágica noche.

Esos niños que usted puede imaginar viendo la foto, Doctora Barrientos, son los niños que debieron nacer. Los cuatro hijos que seguramente esta pareja de jóvenes debió tener porque estaba escrito en algún lugar del cielo. Esos niños están en esa calle, como otros están en las calles en la que vivieron los que serían sus padres que tenían los mismos sueños que los jóvenes de los que le hablo en esta carta. Esos niños no son fantasmas como la gente del pueblo cree; no lo son porque nunca nacieron. Sólo son el futuro que debimos tener.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Las luces del centro.

La imagen que ilustra este cuento es de una pintura de Toulouse Lautrec: El beso.

Merceditas llegó a la estación Retiro en “El Tucumano” después de recorrer 1.300 kilómetros de vía soportando el traqueteo del hierro contra el hierro durante 36 horas. No se levantó de su asiento ni siquiera para ir al baño. Jamás había dejado su pueblo, Alderetes, en sus 19 años de vida. Allá quedaron su madre y sus 8 hermanos que la despidieron con la ilusión de que alguien de la familia lograra algo importante para paliar la pobreza en la que viven. En su valijita de cartón que su finada abuela trajo cuando llegó de España lleva sus pertenencias: Su poca ropita, unos pesos y un papel con la dirección de su tío: hermano de su papá muerto bajo las afiladas aspas de un arado trabajando en los cañaverales. Nada más.

Se paró en el medio del inmenso hall de la estación deslumbrada por su grandiosidad. Dejó a sus pies la valijita y sin moverse de allí contempló asombrada las marquesinas de luces con mil colores, a los cientos de personas que la esquivan a ella en el apuro por tomar algún tren, un joven que le golpea el hombro pidiéndole disculpas al pasar, a las mujeres vestidas como soñaba vestirse alguna vez y, observó también algo terrible: su valijita de cartón ya no estaba a su lado. Sólo se quedó con lo puesto, tres horas inmovilizada, con la mente en su pueblo lejano sin saber que hacer ni donde ir. Deseando morir.

Che… Nena… ¿Qué te pasa, marmota? Te hiciste pis encima delante de todo el mundo… Reaccioná, boba... Che, aquí estoy, ¿me ves?

Pero vos estás loca, te encontrás a cualquier pendeja en Retiro toda meada y me la traés acá. Hace casi un día entero que está durmiendo...

Pero callate, esta piba es oro en polvo, me lo vas a tener que agradecer.

Merceditas despertó totalmente desnuda en una habitación sin ventana sobre una cama grande que hacía ruido a resortes apenas ella se movía un poquito; las paredes pintadas de colorado, cuadros horrorosamente obscenos, su ropa sobre una silla y una palangana con agua con una toalla dobladita, arriba de un pequeño mueble de madera pintado de azul. Se lavó la cara, alisó su pelo, se vistió y salió del cuarto. Escuchó voces de mujeres que reían en el piso de abajo; hacia allí fue. Bajó las escaleras para encontrarse con esas mujeres, inescrupulosamente casi desnudas. Sólo vestidas con ropa interior de encajes, portaligas, zapatones de tacos altos y pintadas como en carnaval. La mayor de todas, con los brazos en jarra, se acercó a centímetros de su cara recorriéndola de arriba abajo con la mirada. Le apretó los pechos logrando que Merceditas lanzara una exclamación de horror. Le golpeó la cola comprobando su firmeza y le levantó el vestidito para verla mejor. Sí, pajuerana, estás buena, decime, ¿sos virgen? Está bien, no importa, ya veremos. De ahora en más te llamás, Mecha.

La bañaron con agua de azahares, la vistieron igual que a ellas, la maquillaron de la misma manera y unos días después, Mecha, perdió su virginidad por culpa de un obeso baboso y desagradable que pagó una pequeña fortuna para eso. Fue el dolor y la humillación más grande que había sentido. Pero aprendió a vivir al convertirse con el tiempo en una experta en el arte de amar. Los clientes del prostíbulo de la calle 25 de Mayo pedían por Mecha: la más sexy del centro. Fue de repente la preferida de la madama que la bautizó con su nuevo nombre, era la que más dinero le hacía ganar. Merceditas, supo hacerse valer ante su jefa y comenzó a ganar la plata que nunca hubiese imaginado. Hojeaba la revista Para Ti para saber cómo vestirse bien. Compró ropa fina en las mejores tiendas de la ciudad que recorría en sus ratos libres. Si mis hermanos vieran lo grande que es esto, las luces que hay en el centro, no lo podrían creer, pensaba orgullosa por haber triunfado ante tanta magnificencia. Aprendió a comportarse como una Lady para que nadie sospechara de su profesión. Se instruyó leyendo todo lo que caía a sus manos, cosa que las otras mujeres no hacían para nada. Sentada en la confitería La Biela, en las tardes libres, tomando un copetín, fue haciendo sus mejores clientes. Ricachones de la zona que le ofrecían el oro y el moro por sus encantos. En una de esas tardes lo conoció: un tal, no viene al caso su nombre, digamos que cirujano de profesión, picaflor por naturaleza. Se enamoró perdidamente de ese tipo que comenzó siendo su mejor cliente para luego hablar de negocios mutuos con él. Lo convenció de abrir juntos un prostíbulo en la otra cuadra del que ella trabajaba sabiendo que sería una competencia directa con la madama que la regenteó. Eso es lo de menos, decía, negocios son negocios.

Viajó a Alderetes, esta vez en avión, con regalos y dinero para toda la familia. Fue una revolución el pueblo cuando la vieron transformada en una mujer como la de las revistas de moda y la tele. De vuelta a Buenos Aires se llevó a tres de sus hermanas menores para enseñarles el oficio más antiguo del mundo prometiéndoles la vida que soñaban. A los dos años, su establecimiento, “La Mecha”, era el lugar que visitaban los clientes más pudientes de la ciudad: políticos, hombres del deporte, de negocios y de la sociedad porteña. Sus hermanas eran codiciadas como ella lo había sido una vez y, mientras tanto, la madama con su prostíbulo de la otra cuadra se fue a la ruina en picada.

Te voy a matar, hija de puta, te voy a matar porque me arruinaste la vida. A mí que te di fama y plata, desagradecida de mierda, le gritó una noche la madama entrando a “La Mecha” totalmente borracha, desgarbada y fuera de si en pleno establecimiento atestado de clientes y putas ocupadas con su trabajo. Las “chicas” la tomaron de la espalda para detenerla pero al ver que la mujer sacaba un enorme cuchillo de su cartera se hicieron a un lado asustadas. No pudieron con la enfurecida mujer que se abalanzó sobre Merceditas con el propósito de atravesarla de lado a lado. Los años de trabajo duro en Alderetes la curtieron para saber defenderse en un caso como este, por eso le metió un certero derechazo al mentón a la ciega mujer que cayó al piso con tanta mala suerte que su sien fue a dar en el borde recto de un mueble yéndose directo a ver a San Pedro sin avisar, por esa razón no la atendió y la mandó al infierno de un saque.

Veinte años le dieron a Merceditas. Su socio, el eminente cirujano, cortó por lo sano, no se supo de él en el juicio ni en ningún otro lado. Fue como si no existiese. Ella, con un vientre que iba creciendo mes a mes nunca pidió por él que ni se enteró de que iba a ser papá; en realidad eso es lo que dijeron las malas lenguas. Lo amaba tanto que jamás mancharía el buen nombre y honor de este señor. Se fue sola con su dolor a cumplir la condena en el penal de mujeres de Ezeiza. Sus hermanas volvieron a su pueblo donde, con el dinero que ahorraron trabajando de putas, abrieron una tienda de ropa femenina llamada, “La Mecha”, con un slogan fuerte en la marquesina: “La más distinguida de la ciudad.”

Mechita nació en el penal y allí se crió, jamás salió de ese lugar. No conoce otra cosa en su corta vida. Hoy, trece años después, conocerá el mundo que le enseñará su mamá, Merceditas, que recupera su libertad por una conducta intachable y con un objetivo muy claro: Volver a triunfar en las luces del centro. Firme, altanera, con toda su sabiduría deja la cárcel y su pasado llevando a su hija de la mano con total convicción. Su pequeña es el diamante con el que nuevamente se hará rica.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Las ocho cartas de Saturnino.

Lo que me contó, Florentina Tablados, una tarde de té y pastelitos dulces en su elegante casa de la calle Guido en el barrio de Recoleta, me dejó con un quedo de asombro y tristeza a la vez. Les confieso que en cuestiones del amor soy mandado a hacer, pero lo que le pasó a Saturnino Estigarriga por una mujer que lo flechó sin cuestiones aparentes, superan mis desencantos vividos en más de una oportunidad. Y con más razón si esa mujer pertenecía a la otra clase social.

Saturnino acumuló su riqueza ocupado con su negocio de bienes raíces, por ese motivo entabló una fuerte amistad con Florentina: Él se encargó de muy bien vender varios de los campos de los Tablados, especialmente a gringos que conoció en sus innumerables viajes al viejo continente. Florentina, gracias a eso, logró un buen pasar ocupando su lugar de privilegio entre las familias acomodadas de la Buenos Aires de la primera mitad del Siglo XX. Por lo menos una vez a la semana tomaban juntos el té en el Palais de Glace de Plaza Francia, allí mismo en diagonal al cementerio. Una tarde de risitas cómplices desmenuzando sin piedad a las señoras ricachonas y paseanderas, tildándolas de ridículas, se acercó con sigilo y rogando mil disculpas, una mujer muy joven, casi una niña, de piel mate y humildemente vestida. Qué hacés acá, Zaira, la increpó molesta, Florentina. La tímida niña, sirvienta de la casa de los Tablados, le dijo que había llegado la hermana de la señora, de repente y de visita desde Santa Fe con noticias desagradables de la tía Etelvina, y por eso la envió inmediatamente y sin respiro a buscarla.

Este pequeño altercado que no viene al caso en la historia, sí viene al caso por lo que le ocurrió en ese momento a Saturnino: Se le paralizó el corazón. Creyó ver a la mujer de su vida. Él, que había tenido en sus brazos a inglesas y francesas más blancas que las sábanas de seda que una vez compró en Turquía para regalarle a su madre, sintió que el oscuro de la piel de esa joven era un diamante en bruto por el que pagaría cualquier cosa con tal de obtener. Enloqueció de amor. Sin duda y vergonzosamente a la vez. De allí en más le pidió a Florentina hacer esos encuentros de té y masitas en la casa de ella; es que está llegando el invierno y las tardes se ponen grises y heladas. Excusa va excusa viene, la dama estuvo de acuerdo sin sospechar el verdadero endeble motivo de Saturnino.

La joven Zaira, servía el té con la más absoluta delicadeza, claro que sin el refinamiento de su ama, y a Saturnino le temblaban las piernas cada vez que la veía aparecer con la bandeja cargada con la tetera y los buñuelos a veces o los scones otras. Llegaba, servía, hacía una reverencia y se retiraba sin decir una palabra. El hombre, muerto de amor, esperaba que volviera para retirar todo y recién ahí dejaba la casa para llegar a su departamento y luego torturarse con el recuerdo de esa mujer morena, de piel suave, con ojos más tristes que el de una tortuga. Pensaba en las mil maneras de acercarse a ella, cosa que no era fácil porque no quería delatar su interés por una mujer de tan baja clase social para él y ni que hablar para Florentina. Si ésta notara algo se moriría de humillación.

Una carta, eso es, le escribiría una carta para luego buscar la manera de dársela cuando visitara la casa. Era una gran idea. Le escribió la más bonita carta que una mujer pudiera recibir, contándole con lujos de detalles todo lo que le pasaba cada vez que la veía. Le habló del permanente recuerdo en su mente y de las cosas que soñaba si ella le diera un atisbo de interés. Por supuesto pidiéndole disculpas por tanto atrevimiento además de rogarle que entendiera en mantener en secreto tan hermosa relación que, no dudaba, se convertiría de allí en más. A la semana siguiente, en la visita de siempre a tomar el té con Florentina, en el momento en que Zaira se hizo presente para servir la tan sagrada infusión, él haciéndose el gracioso, se ofreció a servir mientras la joven mantenía la bandeja, parada a su lado. Fue dejando cada cosa en la mesa para, en un momento dado, con verdadera maestría sacar de su bolsillo el sobre con la carta poniéndoselo en el bolsillo del delantal a Zaira. Florentina no se dio cuenta de nada y la joven ni se inmutó.

Llegó la próxima tarde de té. Zaira no le dio ninguna señal ni mirada al pobre Saturnino; una esperanza aunque sea remota ante tanto amor por ella. Otra carta, esta vez invitándola a verse en la feria de Flores el domingo por la mañana, día en que ella tenía su franco. Le indicó el lugar y la hora y allí estuvo media hora antes de lo pactado. Ya anocheciendo volvió a su departamento apesadumbrado. No podía creer que esa mujer lo rechazara de esa manera cuando muchas jóvenes de la sociedad porteña aceptarían una proposición de casamiento de su parte sin pensarlo dos veces. Le volvió a escribir, pero esta vez sin ningún prejuicio le dijo que la amaba con locura, que estaba dispuesto a llevarla a Europa, a los círculos más importantes del viejo mundo. Le escribió que no le importaba nada de lo que dijeran las personas de su círculo social. Le dijo que no había ninguna mujer que pudiera igualarla en el mundo entero pero que por favor le diera una señal, que le escribiera una carta, que le contara lo que sentía por él y si realmente no sentía nada que se lo dijera igual, porque estaba dispuesto a superar cualquier dolor que ello le infligiera si fuera así.

Nada. Cada vez que Zaira servía el té, no lo miraba nunca a la cara. Saturnino buscaba todas las maneras posibles de dejarle las cartas que cada vez eran más. Ni una respuesta. Volvía a su casa destruido, vencido, humillado. Escribió la última carta, la 8º a esta altura, estaba dispuesto a jugarse todo. En ella le dijo que si no le daba una respuesta, buena o mala, se suicidaría. Que su amor era verdadero y ella no parecía entenderlo. Llegó la tarde de tertulias con Florentina e hizo la misma triquiñuela de siempre para dejarle el sobre. Zaira actuó tal cual estaba previsto por el destino: como si el pobre no existiera. Dejó la bandeja y se fue a la cocina. Pero esto no fue lo peor. Lo realmente terrible ocurrió cuando Florentina, casi al pasar, en un momento cualquiera de la charla, dijo lo siguiente: Sabés, Saturnino, que la Zaira se me casa…

El grito agonizante que pegó el hombre cuando llegó a su departamento de Santa Fe y Arenales, se escuchó desde allí hasta la iglesia redonda de Belgrano. Con un cargador de bolsas del puerto se casaba la desgraciada. Cómo puede ser. Nunca le contestó una carta escrita por un verdadero culto y refinado hombre de las mejores familias de Buenos Aires, y prefirió en su lugar a un hombre más bruto que un arado. Lo bueno de todo esto fue que Saturnino decidió no suicidarse. Vaya a saber por qué, pero continuó su vida con un dolor en el pecho que nunca se pudo quitar. Las tardes de té y masitas con Florentina jamás dejaron de ser un clásico para los dos, aunque nunca más en la casa de ella porque él no quiso volver a cruzarse con Zaira. Se reunían en el Café Tortoni, la confitería Las Violetas o en el Jockey Club de la calle Florida. Así se iba enterando de la vida de Zaira que nunca dejó de servir en la casa de los Tablados. Siete hijos le dio a la bestia peluda que se casó con ella. Todos iban siendo varones, cuando estaba por nacer el séptimo se temió que se convirtiera en lobizón como el animal del padre, pero gracias a los rezos a la virgencita del Rosario fue una nena.

Saturnino y Florentina nunca se casaron. Siguieron con su amistad y tertulias hasta que treinta años después de aquellos acontecimientos que les relaté, cuando los Beatles empezaban a cambiar el mundo, una tarde de domingo, ella lo llamó por teléfono requiriendo su presencia inmediatamente en su casa de la calle Guido. Hasta allí llegó rápido y expectante el hombre a enterarse de lo que pasaba. Y esto fue lo que aconteció:

Ayer a la tarde fui al barrio de Chacarita, comenzó a explicarle Florentina. A la casa de Zaira. Ella me mandó llamar urgente y a mi me extrañó porque hacía varios días que no venía por aquí.

Saturnino escuchaba atentamente y a la vez sorprendido: Para contarme esto me llamaste, Florentina…

Sí, porque creo que te interesa mucho. Al hombre se le cayeron los pantalones. Zaira, estaba muriendo de una infección pulmonar. Ahora se le cayeron los calzoncillos pero se quedó estoico. Pero no sólo esto quiero decirte, mi viejo amigo, además quiero que sepas que sos un hombre de una gran bajeza, te enamoraste de una mujer que no tiene nada que ver con vos. De la más baja condición social. Vos, un refinado y culto hombre de negocios. No entiendo cómo no se te ha caído la cara de vergüenza en todos estos años…

Por favor, Florentina, dejame explicarte…

No te dejo explicar nada, jamás me miraste a mí como mujer. Yo para vos fui menos que esa chiruza. Treinta años esperando una palabra de amor tuya y ni siquiera fuiste capaz de hacer esto por mí. Y allí nomás le arrojó a la cara las ocho cartas que le había escrito a Zaira. Ahí las tenés, me las dio ella en su lecho de muerte pidiéndome que te las devolviera…

Saturnino, rojo como un tomate del Abasto, mirando los sobres prolijamente ataditos con un cordón de zapatos marrones, perplejo porque ninguno de ellos había sido abierto jamás, alcanzó a pronunciar en un hilo de voz cargado de una enorme tristeza:

Nunca las leyó, ahora entiendo por qué no me contestó ni una carta, por qué nunca me dirigió una palabra, por qué no me dio una señal…

Y cómo te iba a contestar, pedazo de mequetrefe, si la pobre era analfabeta.

martes, 1 de noviembre de 2011

La mujer que me retrató.

La foto que ilustra este cuento no fue hecha por mí.

Todo era blanco y negro para mí en ese tiempo que pasó. Las calles por las que transitaba, los vehículos, las vidrieras de los negocios, los niños y los ancianos. Las mujeres tenían su rostro: el de ella que me observaba detrás de su cámara.

Llegué a su estudio de la calle Arenales un día de comienzos de primavera. Dicen que es la estación del amor, y tendré que creerlo, yo que soy tan descreído. Un olor ácido impregnaba el estudio metiéndose en mi nariz sin piedad por mis entrañas. Deberá acostumbrarse, señor, me dijo desde sus labios carnosos con un tajo en el inferior. Debe ser por lo inflados que son, pensé risueño dentro de mí. Ella me retrataría. Así me lo habían dicho en la editorial sin más explicación que esa. La foto sería para la revista Panorama promocionando mi última novela. Tengo que decir que no sólo sus labios me llamaron la atención cuando la vi: también su blancura, sus ojos negros, su cabello rojo, su nariz respingada y suave y su cuerpo delgado sin nada que estuviera demás. Señor, siéntese allí frente a la cámara, esto llevará un rato, me dijo. Fue suficiente para que me diera cuenta de que había perdido el tiempo toda mi vida. Hoy empiezo de nuevo, me dije en voz alta. ¿Me habló? Se sorprendió asomándose desde atrás de la cámara. Dije que hoy empiezo a vivir otra vez y usted estará en mi nueva vida.

A partir de allí me retrató una y mil veces. Yo lo hice desde mis ojos para guardar cada imagen de ella para siempre. Como si tuviera un archivo en mi cabeza. Todo era pasión desenfrenada, sin piedad ni respeto en el momento de amarnos. Llegaba a su estudio y ella me esperaba en ropa interior con su rostro escondido detrás de la cámara, con las luces de tungsteno apuntándome hasta enceguecerme. Mientras me desvestía, me fotografiaba obligándome a posar de la manera más ridícula y vergonzante. Para ella era una señal de triunfo absoluto cada cosa que lograba en mí. Luego me amaba envueltos en el contraste de las luces que ella misma había puesto en ese escenario.

Me volví loco por esa fotógrafa que captaba mejor que nadie la personalidad de cada ser que pasara frente a su cámara. Les robaba el alma. Lo hizo con la mía de tal manera que me obligó a tener pensamientos suicidas y a la vez asesinos. Sin ella me mataría. Sin mí la asesinaría.

Mi retrato en la revista fue un éxito rotundo. Todo el mundo habló de esa foto y de quien la tomó. Nadie habló de mi libro como yo esperaba. Fue un total fracaso editorial. Los críticos literarios me destrozaron, para ellos era el fin de mi carrera como escritor. Para ella fue el comienzo de una carrera plagada de éxitos e invitaciones a exponer en todo el mundo. Me desesperaba verla partir a Nueva York, París, Milán. Sentía pánico de sólo pensar que con los hombres que fotografiara allá lejos viviría lo mismo que conmigo. Mi situación por el fracaso de mi libro comenzó a hacerse insostenible. Empecé a escribir otra novela que nunca terminaría porque mi pensamiento estaba donde ella estuviera. Mi aspecto comenzó a ser deplorable, no me afeitaba ni aseaba. Mis vecinos me temían, evitaban mirarme a la cara cuando salía de mi departamento; las pocas veces que lo hacía. Adelgacé tanto que no necesitaría suicidarme para morir; lo haría de hambre y de repente.

Su último viaje a Europa me resultó terriblemente insoportable. Llevaba un mes sin verla y sólo dos postales recibidas; una desde Roma y la otra desde París: “Nada me encantaría más que caminar por las calles de la ciudad luz contigo de la mano.” La mataría, la estrangularía con el cable del disparador de su maldita cámara. En la revista Panorama hablaban de la fotógrafa argentina que triunfaba en el mundo; sus fotos ya superaban aquel pobre retrato que me había hecho el día que la conocí. No podía más con ese tormento de extrañarla y desearla tanto. Hasta que un día regresó.

No era la misma que cuando se fue. Me hablaba de amor con una pasión y una ternura a la vez que yo no comprendía. Cuando llegué a su estudio de la calle Arenales, se colgó de mi cuello de una manera que me sorprendió por la desesperación con que lo hizo. Yo no entendía tanto amor derramado por mi presencia y no le creí nada. Pensé que trataba de esconder algo que había vivido en Europa con otros hombres y enloquecí de odio. Lloró ante mí rogándome que le creyera y más me confundió su pesar. Soy un fracasado, le dije para que entendiera. Nadie lee mi novela, en cambio a vos te va cada vez mejor. De tus fotos hablan en todo el mundo, de mi no hablan ni en la calle Suipacha donde vivo. Odio esta situación y odio que me digas que me amás cuando sé que no es cierto. Decenas de hombres allá en Europa habrán acariciado tu pelo de fuego. Maldita seas, debería quemarte los ojos con un hierro incandescente para que no puedas mirar más a través de tu cámara. Ella, en un mar de lágrimas, me decía que no entendía mi furia, que no había ningún motivo para eso, que lo único que había hecho estando lejos de mí era extrañarme hasta el llanto en las noches. Por favor, a mi no, tanta mentira puede despertar lo peor que tengo dormido en lo más profundo de mi ser.

La maté. Esa misma tarde en que la volví a ver después de tanto tiempo, la maté con el trípode de su cámara partiéndole la cabeza a golpes. Quedó con la vista clavada en el ventilador de techo, reflejándose sus aspas en movimiento en el vidrio de sus ojos muertos. Limpié con total esmero toda evidencia de mi presencia en su estudio, recuperando todas las fotos que me había tomado, para quemarlas, y me fui a mi departamento completamente convencido de que había hecho justicia. Su alma perversa descansaría en el infierno. Esa misma noche me llamó mi editor para darme la noticia que yo, ya no esperaba: mi libro era un gran éxito en Uruguay. Más de cien mil ejemplares vendidos en pocas semanas me obligaban a viajar a la otra orilla invitado por las páginas literarias uruguayas. Habría fotos para las revistas que me tomaría una fotógrafa alemana afincada en esa tierra.

Hace dos meses que estoy en Montevideo viviendo lo que deseé vivir en Buenos Aires cuando comencé mi segunda vida. Ahora estoy en mi tercera vida al lado de ella, una mujer de cabello amarillo que me retrata con su cámara y que nadie conoce más allá de la Avenida 18 de Julio de esta hermosa ciudad uruguaya; salvo su madre que vive en Stuttgart, un lugar de Alemania al que jamás dejaré que vuelva.

martes, 18 de octubre de 2011

La sonrisa del negro Will.

La foto que ilustra este cuento no fue tomada por mí. Si lo hubiera hecho yo, hoy tendría cien años por lo menos.


El negro Will es una de las tres personas que siempre me recibe con una sonrisa. La otra es mi madre cuando le llevo dinero, cosa que no ocurre tan seguido, y la tercera es Charlie, el barman del snack en el que almuerzo y ceno casi todos los días; aclaro que lo hace cuando le pago. He llegado a la conclusión de que si no tengo dinero no me quiere nadie.

Cómo está usted, Mister Flynn, me dijo, Will, aquella mañana un poco gris; cosa rara en Los Ángeles City, tierra del sol eterno. Quizá el cielo presintiera que no sería un día normal. Normal para el cielo, porque para mí todos los días grises son los normales. La noche anterior había recibido en mi oficina ese extraño llamado de una mujer con voz bastante grave: Mister Flynn, lo espero en mi penthouse del Dirty Dick,s a las 8 de la mañana en punto, ¿qué desea desayunar? Dos huevos revueltos, jugo de naranja, café bien negro y dos aspirinas, le dije. Siempre sé como me levantaré después de beberme una botella de whisky para poder dormir. Mis deudas generalmente no me permiten conciliar el sueño. La falta de un cuerpo caliente a mi lado tampoco.

Voy bastante seguido al Hotel Dirty Dick,s, debe ser el lugar de LA en el que me han dado más casos para resolver y, además, cuando resuelvo un caso ganando algo de dinero, lo gasto allí con alguna platinada de buena carne y generosa a la hora de cobrarme. Llegué en punto, con mi típico dolor de cabeza, mi mejor traje gris oscuro y sombrero haciendo juego. Estaba dispuesto a seducirla, su voz en el teléfono había sido para mí de lo más cautivante. Pase, Mister Flynn, me dijo con la voz más grave aún que la que escuché en el teléfono. Alta, cabello negro ondulado hasta los hombros, labios rojos, ojos color miel perfectamente delineados, falda cuadrillé negro y chaqueta haciendo juego. Sus tacos agujas la hacían más alta aún. Una cabeza más que yo. Caminó delante de mí, lo que hizo que mi mirada bajara hasta la mitad de su cuerpo, se dio vuelta para sentarse mientras yo seguía con la mirada sobre la mitad de su cuerpo. Mister Flynn, susurró, estoy aquí arriba. Mi Dios -si es que existe- qué mujer, dueña de un trasero que me dejó petrificado.

Mientras tomábamos el té, sí, té, ni café, ni aspirinas, ni nada de lo que le pedí, me contó porqué me quería contratar: Mi novio es quien paga todo esto, yo jamás le pregunto de dónde saca el dinero, pero hace unos días, usted se habrá enterado, robaron un camión de caudales en pleno boulevard que desemboca en la carretera que va a Santa Mónica, ¿lo recuerda? Cómo no recordarlo, fue medio millón de los grandes, sentí envidia de quienes lo hicieron. Sigo, Mister Flynn, interrumpió mi pensamiento que estaba cruzando el océano rumbo a Hawai. Estoy segura de que uno de los dos que asaltó ese camión es mi novio. Por supuesto que al escuchar esto pensé que debía denunciarlo a la poli si ella no lo hacía, pero esta impresionante mujer tenía otro plan: meterlo preso y quedarse con los doscientos cincuenta mil grandes que le tocaban a él. Le pagaré muy bien, dijo, qué tal el 20% de ese dinero, siguió. Inmediatamente le dije que no hago ese tipo de cosas, que no me parece un dinero bien ganado, que si bien soy un detective con muchos problemas económicos que me tienen a mal traer, soy totalmente honesto y, acepté.

Mike se llama su novio. Me dijo dónde encontrarlo pero que no lo detuviera hasta que me hiciera con el dinero robado. Luego no le importaba la suerte que este tal, Mike, corriera. Salí del hotel y en la puerta saludé al negro Will que seguía con su eterna sonrisa: Hey, Will, nunca me hablaste de la morena del penthouse, qué mujer impresionante, sabes, me ha dado un caso, así que me verás seguido por acá. A propósito, ¿qué sabes de su novio, Mike? ¿Lo ves seguido por aquí? Al negro Will se le borró la sonrisa poniéndose tan pálido que por un momento pensé que el negro de su piel era teñido. No me contestó. Me fui de allí preocupado por su reacción.

Estuve todo el día vigilando a Mike. Un tipo rudo, de contextura física como la de un peso pesado, incluida su nariz rota; un animal por dónde se lo mire. Metía miedo el tipo así que anduve con pie de plomo tras él. Tenía que ver con quién se juntaba y a dónde iba para tener alguna sospecha del lugar en donde pudiera haber escondido el dinero. Almorzó en un ristoranti italiano –yo, un sandwich de mantequilla de maní en mi Plymouth.- Compró flores en un puestito de la calle a lo cual me dije: “Qué romántico, ahora visitará a la morena en el penthouse.” Nunca más equivocado. Se dirigió hasta una coqueta casa en las afueras de la ciudad donde visitó a una viejecita muy simpática a la que le dio las flores. Luego supe que era su madre. De regreso, detuvo su auto frente al Club de Béisbol Infantil LA, donde fue recibido por todos los niños con bombos y platillos. Repartió dulces y pelotas de béisbol a granel. Terminó el día cenando con un grupo de amigos muy ruidosos y de carcajadas fáciles. Yo, mientras cenaba una hamburguesa en lo de Charlie, pensaba que el tipo no tenía nada de malo. Me resultó un buenazo. Llegué a la conclusión de que sería incapaz de robar ni siquiera una manzana en una frutería. Este no mata ni una mosca, me dije, así que mañana visitaré a la morena despampanante para decirle que su sueño del cuarto de millón de dólares se había esfumado. El 20% que me tocaba, también. ¡Charlie, otro día te pago!

Toda la poli de Los Ángeles estaba en el Dirty Dick,s cuando llegué a la mañana siguiente. Qué habrá pasado, me pregunté. Al bueno de Will y su eterna sonrisa no lo veía por ningún lado. Me conocen todos los del Precinto 48, por eso entré como pancho por su casa. Cuando llegué al penthouse de la morena que me quitaba el sueño, casi me descompongo por lo que vi: un baño de sangre. Cuarenta puñaladas exactas le dieron en todo el cuerpo a la voluptuosa mujer. Le pregunté al teniente del Precinto qué había pasado, pero estaba tan confundido como siempre. Es un inepto para resolver estos temas. Me di cuenta de que no tenía idea de que la mujer tenía un novio que pagaba sus gustos: Mike. Quizá me había equivocado sobre este hombre, por eso para mí pasaba a ser el mayor sospechoso. En este caso ya no ganaría nada, pero decidí investigar por mi cuenta.

Cuando me iba del hotel me crucé con el negro Will. Estaba sentado al pie de la escalera tomándose la cara con las manos. Sin su uniforme verde con botones dorados; vestido de civil. Me senté a su lado preguntándole qué sabía de lo que había pasado. Me contestó casi en llanto: Yo la amaba, con toda mi alma, nadie hacía el amor como ella. Casi me desmayo al escuchar esto, ¡el negro Will dormía con semejante mujer! Claro, como no iba a estar con esa sonrisa, siempre. ¡Así cualquiera es feliz! Te prometo, Will, que meteré a la sombra al que lo hizo; de la silla eléctrica no se salvará, le dije tratando de consolarlo. No fue él, me dijo llorisqueando. ¿Quién no fue? Le pregunté sorprendido. Mike, él no la mató.

El bueno de Will cumple sus días de cadena perpetua en Sing Sing. Encontraron su uniforme verde con botones dorados y su gorra en un canasto de la lavandería del hotel; totalmente ensangrentados. Conocía a Mike por haberlo visto siempre llegar al hotel. Lo que nunca supo es que tenía amoríos con la despampanante morena de la cual, el negro Will, estaba perdidamente enamorado. Por mí lo supo, sin querer y de bocón que soy a veces, pero cómo iba a sospechar yo que el botones del Dirty Dick,s, tuviera un romance con una mujer así. La cuestión es que Mike tenía planeado el robo al camión de caudales, pero, necesitaba alguien que lo ayude. No pensó en Will por casualidad, sino, porque la mujer del penthouse lo convenció. Le dijo que el negro era medio tonto e iba a aceptar. Así fue. Robaron el camión y cuando se repartieron el dinero, entré yo en escena: encontraría el dinero de Mike, lo metería preso. Mike confesaría y meterían preso al negro Will, y luego ella, la viuda negra, se iría a otro país con toda la pasta, ¿qué tal a París?

Will, me dijo que esa mujer siempre le decía que si él tuviese dinero se irían juntos al fin del mundo, por eso aceptó lo del robo. Pobre, al fin del mundo la mandó de 40 puñaladas al enterarse por mí de que era la novia de Mike. Nunca devolvimos el dinero; con semejante suma le pagué al mejor abogado para que lo salvara de la silla eléctrica. Mike huyó a México y yo, una vez por mes, me encargo de llevarle flores a su madrecita. Ella cree que su hijo está trabajando en una importante petrolera de Centroamérica. También, de vez en cuando, visito a Will en la cárcel; como siempre, me recibe con su enorme sonrisa.

Algo saqué de todo esto, me quedé con diez de los grandes para pagar mis deudas y tomarme unas buenas vacaciones en Hawai. Dicen que allí hay burdeles con las mujeres más exóticas y bellas del Pacífico Sur. Merecía este descanso, sobre todo después de haber resuelto el caso antes de que ocurriera.

domingo, 25 de septiembre de 2011

3012

Una nueva aventura de : SERGI, EL JUSTICIERO DEL UNIVERSO INMENSO.


Dómun se mueve. En todos lados se mueve. De pronto grandes terremotos ponen en alerta a los ciudadanos del planeta de Sergi y su gente. Cataclismos, tsunamis y toda clase de fenómenos naturales comienzan a ocurrir en este lugar del Universo que era tan tranquilo. ¿A qué se debe? Pregunta, Sergi, a los científicos más encumbrados de su querido planeta. No sabemos todavía. Es la respuesta que le dan. Estamos investigando con toda nuestra tecnología que como bien sabes, Sergi, es la más avanzada de toda la galaxia.

Estoy preocupado, madre. Le dice, Sergi a Lidia, la Princesa de todos los Cielos Azules del Universo. Esto no es normal, todo Dómun parece que fuera a estallar… Los hombres de ciencia no saben que decirme y la gente tiene miedo.

Sergi, querido hijo, esto para mi tiene una explicación.

Cuál, madre.

Hace miles de años, el desaparecido planeta Tierra, vivió algo así de acuerdo a una antigua profecía de una civilización que desapareció misteriosamente: Los Mayas.

Sergi, se acomoda en su sillón de líder de su planeta, dispuesto a escuchar con mucha atención a su madre porque sabe de su enorme sabiduría.

Ocurrió en el año 2012 de ese planeta azul. Enormes cataclismos destruyeron gran parte de la Tierra, aunque no ocurrió lo que se temía.

Qué se temía, madre.

El fin del mundo. Eso ocurrió varios siglos después y por otras causas, pero la humanidad quedó muy lastimada por las desgracias que ocasionó la naturaleza. El miedo se instaló en la gente que comprendió que eso ocurría por lo mal que se comportaban con el único lugar en el que podían vivir; su única casa en el espacio sideral.

Pero eso no pasa aquí en Dómun, madre, tú sabes de lo respetuosos que somos con nuestro lugar en el Universo.

Lo sé, mi querido, Sergi, lo sé, pero la casi coincidencia de las fechas, aunque sean mil años más, me hacen pensar que aquellas antiguas profecías Mayas se hacen realidad en Dómun.

Sí, madre, somos descendientes de los sobrevivientes de la Tierra. Hasta aquí llegaron nuestros antepasados hace ya 3012 años... Pero, ¿qué hemos hecho mal para que este planeta esté tan enojado? Tengo que averiguarlo.

Sergi investiga, estudiando antiguos documentos, en las ruinas de la ciudad que los antepasados llegados del desaparecido planeta Tierra fundaron, llamándola: Nueva Aramea. Sólo él puede leer e intentar comprender esos extraños jeroglíficos: “Llegará de aquél que viaja el fin de este que no viaja. “ Llegará de aquél que… ¿Qué querrá decir esta extraña frase que parece una profecía? Sergi no duerme, piensa, se devana los sesos, tiene que descifrar este verdadero acertijo. Convoca a todos los sabios de Dómun. Nadie le encuentra la vuelta y mientras tanto las noticias de más terremotos preocupan a todos los ciudadanos que esperan lo peor. La naturaleza se ha ensañado con ellos.

“Llegará de aquél que…” De aq… ¡Del cielo! Claro, del cielo, tiene que ser algo que viaja por el Universo y viene directamente a nosotros que estamos aquí, quietos.

Todos los sabios, astrónomos y científicos de Dómun se reúnen con Sergi, el Justiciero del Universo Inmenso. Si algo se acercara a nosotros ya lo habríamos visto, le dicen. Estoy seguro de que estos cataclismos son producidos por un planeta que ejerce una atracción poderosa sobre nuestro planeta. Les dice, Sergi, con autoridad. Observen los radares interestelares, los poderosos telescopios que ven más allá del final del cosmos, estoy seguro de que esto es por algo que viene de muy lejos.

Efectivamente. Un planeta errante que ocultaba la nebulosa, Humo Oloroso, es visto de pronto desde el telescopio llamado, Vidrio de Síffonn. Lamentablemente es descubierto muy tarde. En siete días impactará contra Dómun destruyéndolo, porque si bien es errante, su puntería es infalible. No hay vuelta que darle, Sergi, una vez más tiene razón y, 3012 será el año del fin del Dómun.

Lluvia, la Princesa más hermosa que el rocío de la mañana, Soberana de todos los Soles Interestelares, no quiere despegarse de su amado Sergi. Sabe que sus días juntos están contados. Pero Sergi no se quedará quieto esperando el desenlace final, no, piensa que la única manera de salvar a Dómun es destruyendo el planeta errante que además es pura roca solar, no hay agua en él y por lo tanto está deshabitado. ¿Pero cómo? Consulta a los sabios, soldados y científicos y todos llegan a la conclusión de que la única manera es con rayos láser-atómicos. Cosa que no se puede hacer desde Dómun por la enorme distancia que todavía los separa. Hay que ir al encuentro del planeta que los destruirá, lo cual llevará días.

Es muy peligroso, mi amado, Sergi. Se lamenta, Lluvia.

No hay alternativa. Dice, Sergi. Sólo dos naves son tan poderosas para llegar hasta él y destruirlo: La mía, Supernova V LOZ y la de Paula e Isla. Pero no puedo arriesgarlas a ellas… No… Iré yo solo.

¡Ni locas nos dejarás aquí! Se escucha la voz de Paula que ha oído todo.

No te desprenderás de nosotras. Arremete, Isla. Nuestra nave no la conduce nadie más.

Saben que quizá no regresemos con vida… Les advierte, Sergi.

Tú solo no puedes, si nos quedamos aquí, todos moriremos. Dice muy segura, Paula.

No creo que puedas con ellas… Le asegura, Lluvia.

Qué trabajo el de Arancha, la sacerdotisa del planeta más pacífico del Universo, + Bu heno KELPAN, siempre tiene que bendecir a estas dos niñas temerarias antes de partir a misiones tan peligrosas, pero es la manera de protegerlas. Lo mismo que la Princesa Lidia, al tener que demostrarle tanta seguridad a su hijo, Sergi, aunque por dentro tema por él. Su única ayuda es colgarle del cuello la Medalla de la Justicia Justa que lo protegerá y lo mantendrá comunicado mentalmente con ella.

Después de tres días de preparación, ya están las dos naves listas. Cargadas de rayos láser-atómicos para cumplir con la misión. La despedida es muy emotiva. Todos saben que quizá no se vuelvan a ver, pero para Sergi, Paula e Isla, esta es la misión más importante de sus vidas. Deberán salvar a Dómun de la destrucción, no hay nada que supere eso. El planeta errante está a sólo cuatro días de distancia; eso es nada en el Universo. Y al fin parten las dos naves. Sergí, el Justiciero del Universo Inmenso, como siempre, acompañado por su fiel perro, DogX1

A tres días del impacto.

Las dos naves viajan a gran velocidad. Cruzando nebulosas, bordeando satélites, esquivando grandes y pequeños meteoritos, y casi divirtiéndose los tres aunque la misión sea tan peligrosa y difícil. Mientras, en Dómun, Lidia, Lluvia y toda la población, rezan a todos los Dioses buenos del Universo rogándoles por el éxito de tan delicada responsabilidad de nuestros pequeños y a la vez grandes héroes.

A dos días del impacto.

Los cataclismos en Dómun son cada vez peores. Toda la población los soporta con hidalguía y esperanzas en Sergi y sus queridas amigas. Mientras, las aguas doradas de los mares crecen inundando campos y poblados, los ciudadanos se refugian en lugares donde el agua no llega. Los terremotos son cada vez mayores. La cercanía del planeta errante empeora las cosas. La Princesa Lidia, confía en su temerario hijo, sabe que es la única carta de triunfo que tienen, y también porque ella está conectada a él aunque esté a miles de Kilómetros.

A un día del impacto.

Bien, amigos de Dómun, estamos cerca y ya tengo un plan de ataque.

Dinos cuál es, Sergi.

Escuchen bien, Paula e Isla, me adelantaré hasta poner mi nave al oeste del planeta errante. Ustedes siguen directo a él. Cuando esté en posición, a una señal mía, lanzamos los rayos láser-atómicos al mismo tiempo para que el impacto, desde dos lados, sea más destructivo... ¿De acuerdo?

De acuerdo, Sergi… Dice, Paula. Y si fallamos, cuál es el plan B.

No hay plan B, no hay tiempo para eso, si esto falla será el fin de todo lo que existe en Dómun.

Lidia, desde el centro espacial de Dómun le habla a su hijo: No fallarán, lo sé, mi amado hijo, confío en ti más que nada en el Dómun.

Gracias, madre, sólo deseo volver a verte, a ti y a Lluvia. Las extraño mucho.

¡Guau!

DogX1 también las extraña.

A ocho horas del impacto.

¡Por todas las estrellas Tres Marías del Universo!

¿Qué ocurre, Sergi?

El disparador de mi nave no funciona, no podré lanzar mis rayos.

¡Rayos y Centellas! Grita Paula. ¡Cáspita! Grita, Isla. Se ve que leen antiguos comics.

Sólo queda una cosa por hacer, así que prepárense, no podemos perder tiempo, me lanzaré con mi nave hacia el planeta. En cuanto esté cerca les aviso a ustedes, mis amigas, para que lancen los rayos láser-atómicos.

¡Pero, Sergi, morirás! Le dicen desde la base de Dómun.

¿Acaso tienen una mejor idea? Les contesta. En segundos perderemos comunicación con ustedes, sólo podré tenerla con Paula e Isla. Madre, te amo; Lluvia cuidaré de ti desde el Cielo de todas las almas… La comunicación se corta. Una tristeza infinita invade a todos en el Centro Espacial. Lluvia llora lágrimas dulces. Lidia se concentra para estar comunicada con Sergi hasta último momento. Todo Dómun espera el desenlace.

Pasa una hora más larga que la cola de un cometa. Los segundos parecen minutos y los minutos horas. Cuando de pronto: ¡Impresionante! Exclaman todos los habitantes de Dómun al ver la explosión más grande de todos los tiempos en el cielo. El planeta errante estalla en millones de pedazos que se convierten en polvo cósmico. El espectáculo es realmente magnífico. La misión encabezada por Sergi ha sido un verdadero éxito. Ya no hay peligro de choque; los terremotos ceden, las aguas bajan, el querido planeta de nuestro héroe se ha salvado de una gran catástrofe. La alegría invade a todos, pero, en el Centro Espacial, no. Todos saben que Sergi dio su vida por ellos y ahora ruegan que las queridísimas Paula e Isla estén regresando a casa.

Las horas pasan, no hay comunicación posible. La concentración de la Princesa Lidia, que no sale de su trance, preocupa a todos. De pronto se escucha: Paula, llamando a base… Paula llam… ¿Me escuchan? Trrrr… tututut…. Rrrrr ¿Me escuch…?

Sí, Paula te escuchamos, adelante.

Paula, llamando a Base… ¿Me escuchan?

Te escuchamos, adelante, Paula.

¡Contesten, pedazos de rocas galácticas! ¿Qué se creen que estamos de vacaciones?

Te escuchamos, Paulita, te escuchamos.

Ah, por fin… Estamos yendo en busca de Sergi y DogX1…

¿Cómo? ¿Están vivos?

Claro que sí, Sergi programó la Supernova V LOZ para lanzarla al planeta errante y luego se eyectó con su perro enfundados en trajes espaciales. Una hora después, cuando calculamos que impactaría la nave sobre el planeta, lanzamos nuestros rayos y logramos el éxito final de la operación.

Lo verdaderamente impresionante fue la algarabía que se desató en el Centro Espacial de Dómun al escuchar semejante noticia. Lidia, abrazó a Lluvia diciéndole: Yo sabía, sabía que mi hijo estaba vivo. Lo supe a través de la medalla de la Justicia Justaporque él nunca dejó de apretarla con su mano.

Isla se dirigió a la base: A Sergi y a su perro les quedan 20 minutos de oxígeno pero nosotras llegaremos en quince y luego todos a casa. Por favor, encarguen unas pizzas de pepperoni y el mejor hueso con sabor a lagarto dulce para DogX1. Estar tan lejos del hogar siempre da hambre.

Otra vez nuestro héroe triunfó. Esta vez para salvar a su querido planeta. El año 3012 sólo será una anécdota por los siglos venideros. Y para nosotros, queridos lectores, una nueva aventura ha terminado. ¡Salve, Sergi, el Justiciero del Universo Inmenso!

lunes, 12 de septiembre de 2011

La dama en la ventana.

La foto que ilustra este cuento no fue tomada por mí.

Me levanté casi al mediodía aquel día que cambiaría mi vida; con resaca después de quedarme hasta tarde bebiendo la última botella de whisky que me quedaba. La cabeza me dolía terriblemente, pero no lo suficiente como para no poder leer el contenido de un sobre que alguien deslizó por debajo de la puerta de mi despacho, que es además el lugar en el que vivo. Mi economía no daba para más; hacía un tiempo largo ya que mi billetera sufría de soledad. La nota hablaba de un nuevo trabajo, pero seguramente también de un sin fin de problemas. El whisky de la noche anterior había sido mi cena aunque sólo alimentara mis ratones; no podía rechazar esa propuesta.

“Mister Flynn, he estado llamándolo sin suerte por eso me he llegado hasta su oficina; pero sigo sin suerte. Le ruego se acerque a mi mansión. Necesito contratar sus servicios urgentemente. Miss Lauren Monroe.” Al final de la nota dejó su dirección. Esta mujer no es otra que la actriz de Hollywood más despampanante que existe; por lo menos para mí que e visto una y otra vez sus películas. Si me excitaba al verla en la pantalla, no quería pensar cuando la tuviera enfrente, y eso era algo que no hubiera querido que suceda. Me conozco muy bien, soy capaz de perder la cabeza por una mujer como ella, lo cual no estaba mal con lo que me dolía esa mañana.

Cuatro cafés más negros que el luto con unos huevos revueltos, tostadas y dos aspirinas, es lo que me sugirió Charlie, el barman del snack de la esquina de mi oficina-house, para despejarme y afrontar a la Monroe firme como una estaca. Ve con fe y triunfa, me dijo antes de irme; claro, es tanto lo que le debo que no ve la hora de que resuelva un caso.

Mi Plymouth me condujo casi solo hacia las colinas de Los Ángeles donde viven todas las estrellas del cinema; es que me gusta pasearme por allí de vez en cuando, imaginando vivir en una de esas mansiones con piscinas de agua fresca y rodeado de rubias que me dan de comer en la boca. Desde que era un bebé que no me ocurre algo así; me refiero a lo de darme de comer en la boca; mi madre era pelirroja.

Pase usted, me dijo el ama de llaves, una mujer con cara de malvada como la de Bette Davis. La señora lo espera en su cuarto, es arriba, por esa escalera. Le di mi sombrero dándole las gracias y subí. Numerosas pinturas decoraban la casa; se me ocurrió que si eran originales, las que estuvieran en los museos serían falsas o viceversa; me quedé con esto último. La puerta de su cuarto estaba abierta. Entré… Y casi me desmayo: la Monroe, la mujer más sexy del cine, estaba parada de espalda junto a la ventana y el contraluz dejaba ver su perfecta figura casi desnuda, tal cual aparecía en su última película candidata al Oscar: “La dama en la ventana”. Gracias al cielo no tuve un orgasmo repentino que me hubiera puesto en ridículo.

Mister Flynn, tiene que ayudarme a ganar el Oscar, me dijo sin darse vuelta. Perdón, Miss Lauren, creo que se equivocó de persona, yo no tengo ni voz ni voto en la Academia, es más, en la última elección a presidente no voté, estaba enredado con una morena republicana que…Dio media vuelta, se me acercó hasta sentir su perfume que me embriagó más que la cerveza de la noche anterior y, mirándome con sus ojazos azules directos a los míos, me dijo: De eso se trata, de un miembro de la Academia que está enredado con mi mayor competidora, Marilyn Russel… Lo envidio, le dije, pero qué quiere que haga… Acercando sus pechos voluminosos a mi pecho chato como una tabla de lavar, me dijo muy suelta de cuerpo: Quiero que lo rapte para que no pueda votar ni influir en los demás jurados… Mire, Miss, yo no me dedico a hacer esa clase de trabajos, sólo soy un detective privado, le dije, sintiendo que mi billetera, en el bolsillo interno de mi chaqueta, le daba un pellizco a mi tetilla izquierda.

Mi Plymouth conoce el camino de regreso mejor que yo. Encendí un cigarrillo, le di una larga chupada, eché el humo fuera del carro, y pegué un grito de alegría: ¡Charlie! ¡Allí voy a pagarte lo que te debo! Doscientos dólares por día más gastos, le había dicho a la Monroe. Me pagó una semana por adelantado con un extra: Se entregó a mí. A mí, que soñé tanto con ese momento al verla en el cine. Pero debo reconocer que mi euforia fue por los mil cuatrocientos dólares en mi billetera; lo otro sólo me hizo acordar a mi primera vez, de adolescente, en el granero de la granja de mi padre en Kentucky, con una oveja. Es verdad eso de que lo bueno sólo ocurre en las películas.

El tipo es un conocido productor de Hollywood llamado John Tucson; hombre influyente en el mundo del cine además de millonario, extravagante, rodeado de jóvenes apetecibles aspirantes a estrellas y… Por esa razón empecé a odiarlo; no sólo lo raptaría sino que le metería una bala en los testículos.

Luego de pagarle a Charlie parte de la deuda y comerme una suculenta hamburguesa con patatas fritas, además de comprar otra botella de whisky para la medianoche, me dirigí hacia la mansión de Tucson. Tenía que vigilarlo y encontrar el momento adecuado para raptarlo sin despertar sospechas. Es un tipo muy influyente y seguramente toda la poli de LA lo buscaría por cielo y tierra. Pero, valía la pena el riesgo, serían dos semanas de trabajo y dos mil ochocientos grandes; una fortuna para mi y varias noches de borracheras para olvidarme de mis problemas. Estacioné cerca de su casa; la noche era muy cerrada lo que me ayudó a acercarme sigilosamente. De pronto, los faros de un auto acercándose me obligaron a ocultarme tras una cerca. El Ford estacionó al frente de la mansión de Tucson. Descendió un hombre, apenas lograba ver su silueta desde mi escondite, y se dirigió a la puerta golpeándola con sus nudillos muy suavemente. La puerta se abrió y me pareció ver que quien lo recibía era una mujer. Quizá haya una fiesta privada, pensé. Me acerqué hasta el ventanal del frente para ver que sucedía dentro de la casa y… Casi salgo corriendo a buscar un teléfono para llamar a los cronistas de espectáculos más picantes de Hollywood. Pero no quise arruinarle el prestigio al pobre de Tucson, no me pagaban para eso.

Tucson, vestido con ropa de mujer a pesar de sus piernas peludas y su incipiente bigote, besaba apasionadamente al hombre recién llegado que no era otro que Harry Valentino, apodado “el Gaucho”, un actor latino amado por millones de mujeres por su hombría y porte de seductor. ¡Si supieran! Con más razón pienso ahora que todo lo que se ve en el cine no es la pura realidad. Me alejé de allí dándome cuenta de que no valía la pena secuestrar al hombre; no sería un problema para Miss Monroe; seguramente su supuesto romance con Marilyn Russel era sólo cosa de la prensa sensacionalista. Casi estaba por abordar mi auto cuando estacionó otro auto frente a la mansión del famoso productor. Esta vez descendió una mujer, golpeó la puerta muy suavemente, le abrieron y entró a la casa rápidamente. Parece que habrá una fiesta de verdad, me dije en voz alta. Dos disparos me contestaron.

Tucson y Valentino, “el Gaucho”, murieron de dos certeros disparos en el pecho. Atrapé a la dama que los mató cuando salió corriendo de la casa intentando huir. Nada menos que Miss Marilyn Russel. Se quedó paralizada cuando me vio apuntándole a la cabeza con mi Luger. No intentó nada. Luego confesó ante la poli que tenía sospechas del romance entre estos dos hombres y decidió matarlos porque se sintió humillada por Tucson, al que amaba con locura. Miss Monroe tenía razón, y ahora, sin que yo tuviera que hacer nada, su carrera al Oscar estaba asegurada. Mi preocupación fue que no podría cobrarle los mil cuatrocientos dólares que faltaban; el caso se resolvió en un santiamén. Aunque, para mí, había algo que no cerraba en todo esto.

Al otro día, después de levantarme otra vez con dolor de cabeza por el whisky que me había tomado hasta quedarme dormido, desayuné en lo de Charlie con más cafés negros encima que la familia de los dos muertos, y salí para lo de Miss Lauren Monroe. Tenía una corazonada.

Allí estaba, la Dama en la ventana, esperándome traslúcida por el sol con toda su magnífica desnudez que yo ya había probado. Mister Flynn, me dijo esta vez de una forma para nada sensual, creo que ya no tiene nada que hacer por acá, todo ha terminado con dos lamentables asesinatos y una mujer despechada, presa… Sí, Miss Lauren, es verdad, pero falta algo, le dije con firmeza… ¿Su dinero? ¿Quiere algo más, acaso? Me dijo casi furiosa. No, Miss Lauren, la quiero a usted en la cárcel por autora intelectual del crimen.

La Monroe sabía del romance de Tucson con “el Gaucho”, ¿cómo la sabía? Simplemente porque ella también era una mujer despechada y se sabe que una mujer así es capaz de cualquier cosa. Había pasado un par de noches con Valentino lo que la había enamorado de este latino nacido en Arizona, esto lo supe al leer el expediente de su muerte. Descubrió el romance de Valentino con Tucson que a la vez era el amante de la Russel. Me usó a mí para vigilarlo mientras le hacía saber a la Russel de lo que estaba pasando entre los dos hombres, imaginando de lo que sería capaz esta mujer con fuerte carácter; nada menos que matarlos a ambos. Justo yo estaba ahí para ver todo lo que pasaba y atrapar a la asesina con las manos en la masa. Y listo, el camino libre y la Academia a sus pies.

En algo me equivoqué; una de mis sospechas con respecto a las pinturas en la mansión de la Monroe no fue acertada. Eran originales. La que elegí, un Picasso, como pago por no delatarla, la vendí en una verdadera fortuna en el mercado negro y, aquí estoy, en Miami, gozando de unas merecidas vacaciones con dos rubias despampanantes que me dan de comer en la boca, y que para nada me hacen acordar a la oveja que fue mi primer amor en el granero de mi padre en Kentucky.

Anoche, en el radio del hotel, escuché en directo la ceremonia de los Oscar. Fue muy emocionante oír: La ganadora del Oscar a mejor actriz principal, es… ¡Loretta Young!