jueves, 1 de abril de 2010

Curupaytí.

Dicen que esto que voy a contar ocurrió cuando había una guerra, esa que llamaron de "La Triple Alianza" y fue allá por el año 1864. Dicen que en esa época en la Santa María de los Buenos Ayres vivía una niña blanca como el mármol, hermosa como una virgen. No más de quince años de vida, pretendida por los jóvenes de la mejor sociedad de la ciudad. Dicen que ella era culta como pocas; aprendida en Londres. Dicen que su padre, Don Antonio Mendoza, era un hombre rico, amigo de políticos a los que manejaba a su antojo, muy déspota y que le había elegido a su hija el hombre con el que viviría el resto de su vida, asegurándole un futuro auspicioso por la unión de dos familias muy pudientes. Dicen que la niña odiaba a ese español mucho mayor que ella impuesto por su padre.
María de los Ángeles era su nombre y dicen que lo que más deseaba era tener un caballo. Su padre se lo regaló a cambio de la promesa de que se casaría con ese español de nombre Fernando de Levalle. Dicen que ella lo aceptó porque sabía que el destino de muchas de las damas de la sociedad era ese; el de la sumisión y caprichos de las familias Patricias. Dicen que el caballo llegó de la mano de un hombre de campo; joven, fuerte, de piel mate, con ojos oscuros que penetraron la piel de la niña hasta su corazón. Ezequiel era su nombre. Dicen que ella sintió algo que no entendía, porque nunca lo había sentido. Dicen que desde ese momento odió su propia clase social.

Dicen que todas las tardes el joven Ezequiel le enseñaba a cabalgar a María de los Ángeles fuera del poblado. Hacia los campos verdes y bañados cercanos se alejaban. Más de una vez volvían muy tarde montando sus caballos, por eso dicen que Don Antonio Mendoza obligó a su hija a que ya nunca más viera a ese joven de campo de una clase social menor que la de ella.
Dicen que ya era muy tarde para eso. El joven Ezequiel la había poseído. Dicen que la amaba con locura. Dicen que María de los Ángeles ya llevaba en su vientre el fruto de ese amor que no podría traer buenas consecuencias. El español, Fernando de Levalle, decidió hacer justicia con sus propias manos ante tanta humillación. Dicen que Ezequiel lo atravesó con su cuchillo quitándole la vida y luego huyó al noroeste. Dicen que se unió al ejército que peleaba en Paraguay, con el deseo de que algún perdigón enemigo terminara con su vida por el dolor que sentía al saber que había perdido a su pequeña amada para siempre.

Dicen que el padre de la niña obligó a su esposa, sumisa y complaciente, a que sacaran de ese vientre el feto que se estaba gestando. Dicen que luego sobrevino una terrible infección en María de los Ángeles a consecuencia de tan aberrante hecho. Dicen que la niña hermosa como un virgen supo que el cielo la recibiría. Dicen que lo único que pedía era tener a Ezequiel a su lado para que la tomara de la mano en sus últimos momentos.
Dicen que Ezequiel marchó al campo de batalla en Curupaytí con la imagen de María de los Ángeles en su memoria, sin saber que ocurría con ella, ni de su embarazo frustrado por el odio de su padre. Dicen que la contienda fue terrible y las tropas argentinas derrotadas. Dicen que Ezequiel después de pelear bravamente ayudó a un capitán del ejército, herido, cargándolo en su hombro, a retroceder ante el fuego enemigo que destruía cuerpos y pertrechos.
Dicen que en ese mismo momento, María de los Ángeles moría en brazos de su madre llamando a Ezequiel a viva voz. Dicen que Ezequiel, entonces, soltó al capitán herido abandonándolo y corrió hacia las lineas paraguayas gritando con esperanzas ¡María de los Ángeles!
Dicen que fue acribillado por la metralla, cayó de rodillas, abrazó algo imaginario en el aire y de bruces clavó su cara en el barro de Curupaytí.

Años más tarde, dicen, ese capitán que Ezequiel salvó ayudándolo con valentía, inmortalizó a pincel y oleo aquella batalla. Dicen que uno de esos cuadros mostraba a un soldado corriendo por el campo con su brazos abiertos y a una niña bellísima viniendo a su encuentro para fundirse los dos en un abrazo eterno. Dicen, que ese capitán pintor, aseguró siempre que eso fue lo que vio aquél fatídico día en el campo de batalla de Curupaytí.
Dicen, los que dicen, que así fue como sucedió.



1 comentario:

  1. Bonita historia, a pesar de la tristeza que encierra. Pero es preferible un triste final, dondo quizás la eternidad conciba el amor; que vivir muriendo por el mismo.

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