lunes, 13 de septiembre de 2010

El mar dorado.

Pedrito, observa con admiración a su padre dando brazadas con su hoz, en el medio del trigal que existe desde que él se acuerda. Nunca vio en ese lugar, otra cosa que no sean esas espigas bañadas por el sol. Nada es más bonito en el mundo, repite siempre, ese mundo que no va más allá de hasta donde alcanza su vista.

Detrás de las montañas hay otra cosa, le dice María, gente que no conocemos, pueblos que no hemos visitado. Un mar con barcos que viajan lejos y, cuando regresan, traen a otra gente distinta a nosotros.

De que color es el mar, le pregunta Pedrito a su amiga de siempre.

Azul, como el cielo y con olas blancas como las nubes.

Mi mar es dorado, brilla, le dieron ese color nuestros antepasados, cuando aquí había oro en las piedras. ¿Lo ves, María? Mi padre nada en él, algún día lo haré yo como antes lo hacía también mi abuelo. En él navegaré y me iré muy lejos, más allá de la cordillera, a ver lo que hoy no ven mis ojos.

En ese campo de trigo no podrás ir muy lejos, Pedrito, si no dejas de mirarlo no verás otra cosa.

Pero yo veo muchas cosas desde aquí, serán muchas más desde allí.

Yo sólo veo un trigal dorado que brilla por el sol y nada más.

María, si quieres, te enseñaré a ver el mundo desde ese mar que el viento balancea, sólo tienes que acompañarme y verás lo que nunca viste. Toma mi mano, vamos.

Las montañas se ven igual desde aquí, dice la niña parada en el medio del campo de espigas que le cubren el pecho. Mi casa es igual, allí está, Pedrito, el cielo y el sol no son otros que los que veo siempre.

Yo veo otra cosa, María. Muchas cosas. Porque este es el mejor lugar para ver el mundo.

Dime qué ves.

Veo la tierra que es la madre de todas las cosas, mi alimento, el refugio que me protege, el alimento de los animales que nos ayudan, las montañas que son pirámides, el hierro que brota de ellas para forjar mis herramientas, el oro que mis tatarabuelos Incas descubrieron, forjaron, y que otros nos robaron, el agua cristalina que baja de la nieve en las alturas y me purifica, me quita la sed, el sol que me da calor, vida, esperanza, el cielo en su inmensidad azul, la luz de ese cielo que me ilumina, las sombras de la noche, las estrellas que me guían si me pierdo, la luna que vieron todos los que aquí han estado, este trigal que lastima mis ojos por su brillo pero le da fuerza a mi vista, en él floto, el viento me lleva a otros lugares, navegando, volando como los pájaros, sobre ciudades, pueblos blancos, puros, soñados por todos y por los que vendrán, veo guerras que peleamos, por la vida que perdimos, por la vida que ganamos, veo hombres y mujeres que cosechan, sacrificios para que esa cosecha sea abundante, guerreros que empuñaron las armas contra ellos, los conquistadores que nunca nos conquistaron, veo el Valle Sagrado, ahí están los espíritus de nuestros sabios, antepasados que soñaron por mí, mi presente que no los olvida, el futuro que no me olvidará, madres dando a luz, los hijos que la tierra nos dará, la misma tierra que nos recibirá, veo quien fui una vez, veo quien soy ahora, veo que nunca he muerto y tampoco moriré, veo que soy el primero que pisó este lugar, seré el último que lo hará, veo que no hay mar como este mar, veo El Dorado, el tesoro de mi tierra, el que nunca me robarán.

Juan, hijo de Pedro y María, observa a su padre en el medio del trigal, cortando las espigas que serán el alimento para todos, sin cansancio, mientras dure el día. El niño, sabe que jamás se irá de allí, nadie se lo dijo pero lo sabe. No hay mejor lugar para vivir, ni más hermoso en el Universo. La tierra es suya. La heredó del pueblo más grande del sur de América. Él nadará allí un día como todos lo hicieron y lo harán, escribiendo la historia de la vida que es eterna, navegando en ese campo dorado. Su mar dorado.

1 comentario:

  1. Me entretuve muchísimo en este mar de palabras Ricardo...Buenísimo está...
    Saluditos del alma

    ResponderEliminar