lunes, 13 de diciembre de 2010

El renacer.

Estoy en el cielo. Toco con mis manos las nubes. Desaparezco en ellas. Me oculto de mis enemigos y de las mujeres que he besado porque a una sola amé. Pero no es mi época. Las paredes que me rodean son de toda mi vida. La vida que viví y que vivo ahora, que no es mi hoy. Los muros están tal cual los he dejado. Bañados por el sudor de las nubes que siempre están tapando el sol que también está. La gente no es la misma, son extraños, me miran con temor, como si les fuera a hacer daño. Las mujeres no suspiran por mí. Se alejan. Si las miro a los ojos bajan la vista y huyen. No me gusta este tiempo. Quiero volver.

Allí adentro está mi tumba, dicen los extraños que la visitan; lo escucho de bocas que hablan distinto a mi; igual los entiendo. Qué ha pasado, mi Dios de las alturas, qué aberración cometió el tiempo para que usen ese irrespetuoso lenguaje. Allí, detrás de esos muros está mi reina en su ataúd. Como la dejé; yo a su lado, como lo ordené. Estamos acostados uno al lado del otro con los ojos cerrados durmiendo un sueño en paz, que no será eterno. Mi espada en mis manos sobre mi cuerpo tendido, siempre lista para luchar en las tinieblas si fuera necesario defender a la mujer más hermosa que ha existido y que sólo a este rey ha amado. Mi fiel perro guardián a nuestros pies, con los ojos bien abiertos cuidando atento nuestra supuesta eternidad.

Por qué si estoy aquí viéndolo todo, hoy, en este tiempo que no me agrada, ella no está a mi lado, observando lo que yo veo. Alentándome en mi guerra contra la Francia, como siempre lo ha hecho. Curando mis heridas después de cada campaña de meses, años. Amándome intensamente hasta agotar mis fuerzas. Reponiendo mis flaquezas con alimentos a mi alma. Veo en cada mujer que baja la vista ante mí, que ninguna se le parece, ninguna la iguala. Soy el rey, señoras, el rey de esta nación que está para servirme y yo para serviros. Acaso no lo entienden. No, no lo entienden. Yo tampoco. Mi vestimenta son harapos que no me puedo quitar para no mostrar mi desnudez. Qué puedo hacer para vestirme como lo que soy y que nunca dejé de ser.

Ahí está otra vez esa florista que no me teme. Me observa con una sonrisa, siempre. Me acercaré para verla mejor. ¡Mi Señor! Esos ojos oscuros ya los he visto, me han mirado con amor en aquél tiempo que no es este. Señora, que huele a sus flores con miles de colores, usted me conoce. Sabe de mis penas, mis sinsabores y mis dolores. Acaso mi ropa hecha jirones no la asustan ni a usted ni a sus flores. Temo se marchiten con mi aliento de siglos, quizá deba retirarme de su vista sabia.

No me reconocéis, mi amado Señor. Me dice con su voz que no he podido olvidar. Me lo prometiste, mi rey, en nuestro lecho de amor: Te reconoceré en otra vida mi amada Señora, me decías, y soy yo quien debo recordártelo. ¡Por las barbas que me asisten! Si es ella y no tengo perdón. Me inclino ante ti, mujer de ojos pardos, ridículo me siento con ropa de harapos. Es la mejor que podéis vestir, me dice mi reina, no está tu pueblo para venerarte, pero sí estoy yo para siempre adorarte.

Este tiempo es otro, no importa el pasado, no cuenta el futuro, sino este presente. Viviremos amándonos, sin espadas ni lujos, sin guerras absurdas, con reverencias si así lo queremos. Con flores que comprarán nuestro alimento. Serás mi reina como siempre lo fuiste. Seré tu Señor como tú lo sentiste. Y cuando llegue el momento de nuestro descanso, detrás de esos muros está nuestro lecho. Quién sabe, mi Señora, cuándo será el próximo renacimiento. Sea cuál fuere el siglo que venga, tenemos un pacto que nunca olvidaremos y siempre cumpliremos: en todos los tiempos seremos, amantes eternos.

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