martes, 22 de febrero de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 3.

Aquél 11 de abril, yo era un “hombre solo” en la inmensidad de ese aeropuerto. Parado al final del largo pasillo de la Terminal 1, observé hacia mi derecha todo el camino que lleva a las Terminales 2 y 3 pasando por la estación Aeropuerto del Metro de Madrid. Como a doscientos metros, o más, el pasillo toma una curva, por eso, más allá no se ve que pasa. Cuando salí de la zona de arribo, vi poca gente esperando a los pasajeros: dos o tres hombres, una pareja, alguna mujer y nada más. Todos los mostradores de las aerolíneas estaban cerrados y sólo se veían persianas bajas en una auténtica soledad. La busqué mirando hacia todos los lados posibles y no la veía, aunque ella, no podía haber dejado de verme cuando salí porque los pasajeros lo hacíamos con intermitencia unos de otros. Pensé que me estaría observando desde un escondite detrás de una columna; busqué algún hombre con los brazos en jarra y a ella mirándome desde el otro lado: no había nadie así. Me invadió la incertidumbre. Miré hacia fuera, sólo un taxi estacionado, o pasaba de pronto un bus con el logo de algún hotel.

Todavía no amanecía; hacía frío. Esperé unos minutos, bajé la vista hacia el piso y me di cuenta de que ella no estaba de verdad, no había ido a buscarme, se arrepintió, me dije a mi mismo. Alguna vez en mi vida alguna chica me dejó plantado en una cita, ¿pero esto? Esto no tenía sentido. Hice 10.000 kilómetros para que me dejasen plantado como a un tonto. Pensé que ella tomaba conciencia de toda esa locura y decidió quedarse en su casa dando por terminado el romance platónico que hasta ese momento habíamos tenido. Me quedé allí inmóvil unos minutos más esperando, perplejo, a que algo sucediera. Revisé mis bolsillos y encontré unas monedas de euros, céntimos para los españoles, que me quedaban del viaje anterior, busqué algún teléfono público y descubrí, como a cincuenta metros, una hilera de ellos, hacia allí fui. Metí no sé cuántas monedas en la ranura porque no sabía cuánto costaba llamar y marqué el número de su móvil; me atendió y le dije: ‘’Hola… Llegué… Estoy aquí en…” ¿En la Terminal 1?’’ me interrumpió… ‘’Quédate ahí que estoy llegando en diez minutos, me quedé dormida, no te muevas de ese lugar’’. Cortó.

Volví a mi lugar en el pasillo con la cabeza gacha y pensando: “Se quedó dormida, no lo puedo creer. ¿Cómo se va a quedar dormida? Yo no hubiera dormido en toda la noche… es inadmisible, ¡no…lo puedo…creer! Me apoyé contra una columna, con mi equipaje delante mío, metí las manos en los bolsillos del jeans gris oscuro que llevaba puesto, además de una remera fucsia de la que apenas se veía una línea del cuello porque tenía encima un suéter negro liviano, mis zapatillas Nike clásicas negras con el iso blanco y una campera corta de cuero marrón gastado. Así estaba, con el pelo corto y más gris que dos años y medio atrás, con alguna arruga más en mi rostro que ella no había visto, esperando el momento de verla aparecer.

Pasaron veinte minutos y, allá a doscientos metros, al fondo, donde la curva del pasillo dejaba ver lo que iba o venía, observé la figura de una mujer con el pelo castaño claro venir muy derechita caminando con pasitos rápidos. Miré al piso como pensativo y dejé que se acercara; cuando la imaginé cerca, levanté la vista y la vi como a veinte metros encarando muy decidida hacia mí con una enorme sonrisa de oreja a oreja, “sonrisa sandía” la llamé desde ese momento. Era tal cual la había visto la noche que murió mi madre. Esa era ella, la verdadera, y no la de las fotos distintas para mi que me confundían. Llevaba puesto una falda gris cuadrillé, tacos bajos, un suéter muy liviano beige también clarito ajustado al cuerpo con mil botoncitos perlitas abotonados y un pañuelo de seda al cuello que la envolvía hasta el mentón. Su bolso azul oscuro que siempre la acompañaría en su mano derecha, iba casi lustrando el piso. “Debe estar muerta de frío”, pensé.

Se puso a centímetros de mí y en una actitud valiente, lanzó un “holaaaaa” largo y madrileño como acentuando la “a’”, me besó en la boca apenas sin tocarme con sus manos, yo la abracé muy fuerte contra mí, me quedé así unos segundos, pensando en que si lo que estábamos haciendo estaba bien. Luego la miré cara a cara a diez centímetros, ella seguía con su sonrisa que era la primera vez que veía porque aquella noche no la había visto sonreír; y la besé dos o tres veces en su boca roja que me dejó huellas en mis labios. Cuando hablábamos por teléfono, en esas largas charlas que teníamos antes de que yo viajara, nos decíamos de los miles de besos que nos daríamos en el aeropuerto, pero los nervios nos traicionaron. Nos separamos. Sugirió que nos fuéramos en taxi, pero para mí, 25 euros hasta su casa era un dinero que lo aprovecharíamos mejor en Lisboa, así que le propuse tomar el Metro. En Madrid, “vaya donde vaya, el Metro lo deja” y de su casa sólo estaba a dos calles. Caminamos unos diez minutos, yo no dejaba de mirarla, lo que hacía que se pusiera cada vez más nerviosa, pero para mi era increíble estar con esa mujer que sólo había visto una vez y hace tiempo, y ahora la había besado como viejos amantes que se encuentran después de una larga separación. Tomamos el Metro sin hablar casi, o diciéndonos pavadas como: “Viaje bien… Estuve leyendo anoche hasta tarde y me quedé dormida… En el avión no duermo así que llevo horas despierto… Cuando me di cuenta de la hora salí volando para acá… Creí que te habías arrepentido… Bueno, si me arrepentía seguías la flecha hacia el Metro y te ibas a algún lado… ¡Ah! qué bromista sos… ¿Cómo piensas eso?”

Bajamos en la estación Cuzco del Metro; ya amanecido, caminamos por la calle Sor Ángela de la Cruz. El barrio me gustó mucho. Madrid es lindo por donde se lo mire. Un lugar distinguido como se la veía a ella caminando derechita con su bolso y sus rodillas rozándose. Yo llevaba mi maleta arrastrando y un bolso en mi hombro con mucho esfuerzo porque estaba cargado de alfajores, dulce de leche, mi cámara de fotos y dos discos de tangos. Ella nunca intentó ayudarme, por eso le pregunté con sorna: ¿Cómo estás? “Feliz” me contestó sin dejar de sonreír, mirando al frente como una princesa. A mi me gustaba su altanería.

Ya en su departamento, pequeño pero muy bonito, me enseñó cada cosa que me había descrito en sus mail y en las charlas que tuvimos: Sus plantas, una jaula con periquitos que no paraban de chillar, un pequeño balconcito adornado con estilo andaluz, su cocina de estilo mexicano. Yo estaba muy feliz de estar allí. En el medio del living nuevamente la abracé y la besé, pero ahora lo hice con pasión, con caricias y diciéndole cuanto la amaba. Nos mirábamos a los ojos estudiándonos, preguntándonos sin hablar del por qué habíamos esperado tanto para ese momento que deseábamos. Sus labios carnosos me eran dulces y sentía ganas de morderlos hasta hacerle daño, mis labios pequeños se perdían en la inmensidad de su boca que tanto había mirado en la pantalla de la computadora preguntándome como sería besarlos. Ahora lo estaba haciendo y podía quedarme así todo el tiempo que quisiera porque ya no era un sueño, era real, la tenía con toda su anatomía pegada a mi cuerpo. Luego, le dije que necesitaba ducharme y afeitarme, además llevaba muchas horas sin dormir, no como ella que se había quedado dormida esa mañana incomprensiblemente.

Saqué mis cosméticos de la maleta, me dio una toalla diciéndome que luego quería que descansara; ella velaría mi sueño. Me afeité y duché en su baño que es toda una paquetería de buen gusto. Secándome, desnudo, me quedé mirando al espejo un buen rato sabiendo que no iba a dormir, no, quería hacer el amor y me preguntaba siendo ella tan joven si todo saldría bien de mi parte, pero me sentía más que bien a pesar del cansancio por tan largo viaje. Era un reto, no podía fallar.

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