martes, 9 de agosto de 2011

Cristina se va en diciembre.

Cómo la amaba. Éramos dos adolescentes que no pasábamos los 13 o 14 años. Niños todavía. Ella vivía enfrente de mi casa, cruzando la calle en diagonal, a esa edad en que el amor era algo a la distancia difícil de explicar. Sólo sueños que no se cumplían pero que se cumplirían si mi imaginación lo permitía. Todos los chicos del barrio sabían de mi amor por mi vecinita. Y las chicas también porque mi hermana, mi cómplice, se encargaba de hacérselos saber. Por ella supe de su amor por mí. Me amaba; Dios mío, me amaba; el cielo estaba al alcance de mi mano. Era tan hermosa que la envidia podía jugarme una mala pasada. Me lo decía siempre mi mamá: lo peor que te puede pasar es que te envidien porque la mente humana es poderosa; alejate de las personas que te envidien. Pero yo no podía perder a todos mis amigos del barrio y sólo me aferraba a que ella se había fijado en mí y en nadie más. Soy el más afortunado, pensaba.

La veía cuando volvíamos en tren del colegio secundario. Desde distintos colegios, pero en el mismo tren del atardecer. Las casi cuatro cuadras desde la estación se convertían en kilómetros para mi al caminar junto a ella oliendo su dulce perfume que jamás olvidaré. Quedó impregnado en mi nariz para siempre. Lo mismo que sus ojos negros inmensos grabados en mi retina hasta el día de hoy. Caminábamos en silencio, sólo escuchando a los otros chicos que viajaban con nosotros desde el cole, riéndonos de sus ocurrencias, mirándonos de soslayo con vergüenza; ruborizado, yo, hasta el pelo. A veces nuestras manos se rozaban produciendo en mí un extraño estremecimiento en todo el cuerpo. Era agradable. Si tengo que recordar alguna conversación con ella llego a la conclusión de que jamás existió. Pero eso sí, sería mi esposa y tendríamos muchos hijos. Pensar en los niños que tendríamos me llenaba de júbilo porque hacerlos significaba tenerla en mis brazos, besarla, acariciarla y otras cosas más. Rogaba que ella deseara lo mismo que yo.

Los días de final de clases con el verano a flor de piel nos alejarían; ese era mi temor. Cómo haría para acercarme a ella si no volveríamos juntos del colegio hasta unos meses después. Qué verano me esperaba; peor del que yo pensaba.

-Cristina se va en diciembre.

Me lo dijo una noche mi hermana como si nada; casi como si estuviera leyendo la revista Vosotras o una fotonovela.

-Terminan las clases y se va.

-Adónde va. ¿De vacaciones?

Imaginar que se iba de vacaciones con los padres era sentir que la perdía para siempre. Que se enamoraría de otro chico en la playa o la montaña al que ya empezaba a odiar sin tener la menor idea de cómo sería ese chico, y por eso me olvidaría definitivamente.

-Se va del país, a vivir a España.

Me desplomé. Perdí el conocimiento parado como una estatua frente a mi hermana. El cielo me aplastó. Quedé azul.

-¿Cómo que se va a ir a vivir a España? ¿Dónde queda? ¿No la veré más?

Me clavaron un puñal y luego lo revolvieron en mi vientre. Fue terrible porque era verdad, se iba al otro lado del océano. El padre consiguió un trabajo allá y chau, se acabó. Fuimos todos los chicos al puerto a despedirla. Se iba en un buque enorme que yo rogaba que no se hundiera como el Titanic. No hablaba, no me salía ni una palabra. Todos bromeaban diciéndole que la irían a visitar alguna vez pero para mi era el fin. Los abrazos de las chicas del barrio con ella, el beso en la mejilla de los chicos y nosotros dos que sólo nos mirábamos tristes. Ni un beso, ni un abrazo, ni un adiós. Se fue. Cristina se fue en diciembre y desde el momento en que mi hermana me lo dijo pasó en un santiamén. Luego lloré casi todo el verano.

Un día de diciembre, cuarenta años después, casi en verano, cruzando Plaza de Mayo en pleno centro de Buenos Aires, como muchas veces lo hago, pasé delante de un grupo de turistas como muchas veces me pasa en ese lugar. Eran españoles y una joven guía turística argentina les contaba detalles de la histórica plaza. Vi sus ojos. Tan negros como los tenía clavados en mis ojos. Sentí su perfume. Tan dulce como mi nariz lo llevaba desde siempre. Ella era una turista más; una española más. Se quedó con sus ojos clavados en mí. Me miró de la misma manera que lo hizo para cautivarme cuando niños. No me detuve, seguí caminando perplejo porque pensé que podía equivocarme; que la edad estaba jugando conmigo. Esa niña que me enamoró era ahora toda una mujer tan hermosa como aquella. Dejó el grupo de turistas sin dejar de mirarme para caminar a mi lado, observándonos de soslayo, riéndonos, sin hablarnos, rozándonos apenas las manos. Caminamos kilómetros uno al lado del otro. Fuimos niños otra vez porque ese día volvimos a nacer.

Ya no le temo a los diciembres porque sé que Cristina no se irá nunca más. Moriremos juntos, y será un diciembre.

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