sábado, 14 de julio de 2012

Lugares comunes.


Estoy seguro de conocer cada piedra de esta calle por el sólo hecho de haber vivido en esta cuadra los momentos más intensos de mi vida, y no por tener la costumbre de mirar el piso cuando camino, sino porque cuando lo hago, mi mente está perdida en aquella vez que la tuve tan cerca de mí. Mi adorable Erika.
Llegó de lejos, cruzando el inmenso océano que separa su continente del mío en unas  horas, suficiente para que yo dijera: qué chico es el mundo. Nunca pude decir otra cosa que frases hechas; por eso lo que aquí les cuento no es producto de mi imaginación. Lo viví, lo sentí en mi piel y pasé del amor al odio en un santiamén. Por su culpa, su maldita culpa. Sí, porque si tenía que enamorar a ingenuos como yo, lo hubiera hecho en su tierra, a horas de mi ciudad, a doce mil kilómetros de mi vida.
Esta calle, que no es la mía, pero que transito a veces por circunstancias que no vienen al caso en este relato, nos puso frente a frente un día de lluvia en que los dos corríamos para no mojarnos tanto. Chocamos de frente. Claro, yo miro el piso siempre, y parece que ella también. Sentados en el empedrado mojado nos presentamos: Soy  Erika, perdón pero apenas hablo español, me dijo. Soy Ricardo, no te preocupes, yo apenas hablo el mío, le dije, soy muy callado, los Ricardos somos así. Nos reímos hasta que intenté limpiarle la cola empapada por el agua del empedrado con mi mano y, tuve que pedirle perdón por mi torpeza. No es nada, me dijo, ya me la han tocado en el bus. Ustedes los argentinos son… No todos, la interrumpí, la mayoría somos cortados por la misma tijera.
Ella estaba viviendo en un pequeño departamento amueblado que alquilaba por los días que pasaría aquí, a metros de nuestro choque casual. Allí fuimos a secarnos al lado de una estufa a gas y un té caliente que nos calentaba las manos, envueltos en una toalla. En una sola porque era la única que tenía en ese momento. No sólo el té a mí me calentaba las manos. Yo le agradecí al cielo que la otra toalla estuviera en el lavadero de la esquina. Fue mi primer momento de gloria en las alturas: en un segundo piso con vista a la calle.
Casi no me despegaba de ella aunque tuviera que cumplir con mi trabajo, por eso llamaba a la oficina con excusas como: Se murió mi abuela. No dormí bien porque anoche comí algo que me cayó mal. Sigue lloviendo y perdí el paraguas en el subte. Me despidieron. No me preocupé, ya lo haría en otro momento. Erika tenía éuros, suficientes para que yo no me hiciera problemas. Yo la llamaba: mi princesita vikinga y ella me decía, mi gaucho de las pampas salvajes. Un día le pregunté si se quedaría a vivir en mi ciudad, en San Telmo, en este país. Vine con una misión, me dijo, una vez que la cumpla me voy. Allí mismo se me cayó el techo encima; toda mi esperanza de una vida con ella se desplomó en un segundo. ¿Qué misión? ¿Qué puede ser más importante que vivir conmigo para siempre? Recuperar a mi esposo que llegó siguiendo a una argentina que lo cautivó. ¿Qué? ¿Sos casada?
Sueca tenía que ser.
El tipo se enamoró de una minita argentina que había ido a Suecia enganchada con un jugador de fútbol vendido a un club de ese país. Allá se pelearon, pero ella no perdió el tiempo, conoció a este sueco, arquero de no se qué equipo de allí, y se lo trajo de la pestaña sin importarle que fuera casado. Cuando Erika me dijo el nombre del tipo, enseguida me acordé de haberlo visto por la tele probándose en Huracán, Nueva Chicago y algún otro club de fútbol de aquí, pero sin ninguna suerte. Fue suficiente para rastrearlo y encontrarlo con las manos en la masa, pero de otra argentina. La que vino con él, cuando vio que era un fracaso como futbolista, lo dejó. Sin plata a la vista no hay amor que valga. Esta vez fue Erika quien lo agarró de la pestaña y se lo trajo al departamentito de San Telmo. Yo quedé entre dos fuegos y más triste y confundido que un hamster sin ruedita para correr todo el día. Me vieron tan mal que me propusieron hacer un trío. Suecos tenían que ser.
Juro que no acepté. Sé de qué son capaces las suecas pero de los suecos no estoy muy seguro. Esta situación me rompió el corazón y mi dignidad. Yo la amaba con locura y no sabía como reponerme. Sin trabajo y sin posibilidad alguna de volver a hacer el amor con ella. Pero, los argentinos siempre le buscamos la solución a todo. Así salimos de las crisis a las que estamos acostumbrados a vivir. Me hice representante del arquero sueco. Fui a ver a Dios y a María Santísima hasta que lo ubiqué en un club del interior del país. Se fue a jugar allá y Erika se quedó acá. Así que volví al departamentito a vivir mis días de gloria. Los dos solitos. Todo era un golazo… Un mes duró la cosa; el diagnóstico fue: rotura de ligamentos cruzados; seis meses de inactividad. Volvió. Me fui a mi casa con la cola entre las patas.
Hace un año ya de esto; un día llegué para visitarlos con una botella de vodka bajo el brazo, antes me había tomado media botella para darme ánimos, porque fui con la idea de aceptar la propuesta del trío, es que la extrañaba hasta la médula, y el portero me dijo que se habían vuelto a Suecia. Así, sin más y sin una carta, nada para mí. El suicidio rondó en mi cerebro pero como nunca disparé un arma, temí gastar dinero en una pistola, apuntar a mi cabeza y errarle. Por esa razón la empecé a odiar con toda mi alma y les puedo asegurar que es más fuerte cuando se odia que cuando se ama. Por eso ahora, cuando camino por esta calle en los días de lluvia, voy mirando el piso esperando chocar de frente con una europea, de donde sea, de cualquier país, y una vez que estemos sentados en el empedrado mojado, gritarle bien fuerte a la cara: ¿Sabés una cosa? ¡A la princesa Máxima no le llegás a los talones!

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