lunes, 17 de septiembre de 2012

Don Carlos.

Les voy a contar una historia real, esto no es un cuento que imaginé. Empiezo diciéndoles que por mi trabajo, voy a imprentas de la Capital y Gran Buenos Aires, desde hace casi 6 años. En una de esas imprentas que queda en el barrio de Mataderos, conocí a un señor mayor: Don Carlos, que está siempre en la recepción. Carlos debe tener cerca de 80 años, por lo menos es lo que aparenta. Él atiende a todos los que llegan y conmigo en especial siempre tuvo un profundo respeto y cariño. Y yo por él. 
Carlos es un hombre muy culto. Durante los más de 5 años que voy a esa imprenta, tuvimos muchísimas charlas muy interesantes. Es un hombre amante de la ópera, siempre me habla de óperas de todas las épocas y hasta recita, en italiano, fragmentos de esas óperas. Con la lectura lo mismo, me recomienda libros, autores y su pregunta cuando llego es: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Es capaz de recitar poemas de autores que ni siquiera conozco (ni por asomo he leído lo que él lee). Además ama a los caballos, me cuenta que ha practicado y sigue practicando equitación y salto, (no me imagino cómo porque apenas se puede mover.) Me ha contado, también, que por un trabajo que hacía cuando era joven, recorrió toda América Latina, desde México hasta Tierra del Fuego. Habla de cada ciudad americana que ha visitado con lujo de detalles. Una vez me mostró una foto de su esposa, la tercera de su vida. Una mujer que no debe tener más de 40 años. Cuando vi la foto pensé irónicamente, lo reconozco, si él tiene una mujer así, tengo esperanzas todavía.
En esa imprenta trabaja un amigo de mis épocas de creativo en publicidad. Hace una semana, charlando con mi amigo, me dijo que Carlos había desaparecido, que nadie sabía nada de él. Ayer, después de mucho tiempo tuve que ir a la imprenta y Carlos no estaba en la recepción. Pregunté que sabían, qué me podían contar, y esto fue lo que me dijeron: 
Hace unos días se descompuso, cayó al piso y no quiso que llamaran a un médico ni que lo llevaran a ningún hospital. La empresa pidió un remís para que lo llevara a su casa. Nadie supo jamás dónde vive, nunca se tuvo una dirección exacta. Llegó el remís y lo llevó adonde él le indicó al remisero. Llegaron a una esquina y Carlos le dijo: déjeme aquí… No, lo llevo a la puerta de su casa, le dijo el chofer. Carlos no quiso y se bajó del auto. El hombre lo vio doblar en la esquina, bajó del auto y lo siguió porque se preocupó al verlo tan mal. Lo vio entrar a una casa. Pero no se quedó conforme. Tocó el timbre de la casa y salió a atenderlo una mujer. El remisero le preguntó por Carlos con nombre y apellido. La mujer, un poco asombrada, le preguntó para qué lo buscaba. El hombre le explicó que lo había traído en su auto desde una imprenta para la que Carlos trabaja, pero que estaba preocupado por él porque no se había sentido bien durante el día. La mujer le dijo entonces: Ese hombre al que usted busca es mi papá..., pero murió hace diez años.
Pero esto no termina aquí. En la recepción de la imprenta, en una esquina de la pared, y a una altura que no se puede llegar con la mano, hay un estante pequeño con una calavera, sí, un cráneo humano. Las veces que pregunté cómo llegó eso hasta ahí todos tuvieron una broma para hacer. Un día le pregunté a Carlos, y me dijo, en tono risueño, que antes de que estuviera esa imprenta allí, había otra, y que él trabajaba en aquella imprenta. Cuando aquella imprenta cerró y se instaló la actual, él siguió trabajando como parte del mobiliario. Por eso sabía que esa calavera era de un hombre que trabajó en la antigua imprenta y que había muerto. Un día, alguien, no recuerda quién, trajo la calavera y la puso allí arriba. Por supuesto que lo tomé en broma y me reí con él.
La última vez que vi a Carlos y cuando yo ya me estaba yendo, me dijo: Ricardo, no le perdono que no haya leído, El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco. (Yo le había dicho, hacía un tiempo, que compré el libro y nunca lo leí.) Y agregó: Prométame, antes de irse, que lo va a leer. Le dije, ya en la puerta de salida: Se lo prometo… 
Espero que cuando yo vuelva a esa imprenta, él esté sentado en la recepción y me pregunte lo de siempre: ¿Dígame, Ricardo, qué libro está leyendo últimamente? Le voy a contestar: El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco.

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