sábado, 18 de abril de 2009

La mamá de Marcela.

Llegó un día como todos los marinos lo hacen; creciendo en el horizonte. Cambiando sal por agua dulce. Flotando sobre un río marrón. A conquistar corazones lo hizo, como todos los hombres de mar. Una novia en cada puerto lloraría su ausencia. Un gran amor en el de Buenos Aires lo sorprendería. Palabras mágicas dichas en dos idiomas los cautivaron. Se amaron sin piedad. Como debe ser. Cada partida fue un dolor en el pecho. Insoportable, triste. Cada llegada futura un dolor en los sentidos, puestos a prueba nuevamente. Con pasión. Una y cien veces pasó. La distancia se convertía en cartas escritas con letras que sólo dos entienden. Con una mano guiada por la mente y otra por el corazón. Tachaduras y manchones. Besos invisibles marcados en el papel. Aromas lejanos que traían recuerdos de poros abiertos. 
Un día, ese barco no regresó. Las cartas, cada vez más espaciadas, también dejaron de viajar. El alma de la mujer que esperaba siempre, se partió. El dolor inmenso no la rindió. Viajó a Italia sobre el océano, a su casa, en un pueblo con mar. Sin saber que un marino nunca está en su hogar. Los siete mares son su morada infinita. Fue el final anunciado de una gran historia de dos. La mujer, nunca dejó de soñar, de tener esperanzas. Imaginó que sirenas y delfines lo traerían de vuelta a sus brazos. No volvió. Nunca más lo hizo.
Cuarenta años después, Marcela, la hija de la mujer de esta historia, lo llamó. A su pueblo con mar lo hizo. Allí estaba. Ya sus huesos no soportaban la sal. El hombre, con sus ojos llenos de recuerdos de puertos lejanos, se emocionó. Sus culpas renacieron. Su vida era otra; con la mujer que no debió ser, con los hijos que debieron ser de otra madre. La vida que es justa, a veces no lo es. El marino expió sus culpas. Sintió que el llamado de Marcela, por su mamá que no se animó a hablar con él, era una bendición. La necesitaba después de cuatro décadas. Con el perdón otorgado vivirá el resto de sus días en paz. 
Y sucederá, que dentro de mil años, en otra vida, lo sé; la mamá de Marcela lo reconocerá al verlo llegar con sus velas al viento. Desde galaxias lejanas. Lo recibirá con el mismo corazón que nunca dejó de amarlo. Y esa vez, será para siempre. 

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