martes, 16 de junio de 2009

Por mi bandera.

Fue un Capitán del ejército realista quien plantó su semilla en el vientre de la madre de Manuela. Lo hizo con violencia, aprovechando su condición de invasor. La mujer la recibió sumisa, con odio y dolor en el alma para luego emigrar al sur con esa carga no deseada.
Manuela creció como un muchacho; entre los yuyos, los cerdos y el barro. Con el mismo odio de su madre por los que se querían quedar con sus tierras. Cuando sus quince años le pesaban en la espalda por tanto trabajo sin descanso, ayudando a su quién sabe cuánta cantidad de hermanos, paridos bajo el sol y en la mugre por una mujer envejecida a los treinta años de vida, emprendió la marcha hacia el norte, porque le habían dicho, que allí se preparaba un General que le había puesto colores a una bandera en las barrancas del Rosario, para pelearlos a los españoles.
Meses de a caballo, de a pie, tostándose sus manos y su cara por el abrasador sol. Curtida la piel, llena de roña pegada a su cuerpo porque el agua era sólo para beber, Manuela llegó a las entrañas mismas del ejército patriota, con la esperanza de ser recibida para ser una más de los que mancharan de sangre las casacas de los realistas. Era una niña, para los capitanes de sus fuerzas queridas... era una niña aunque se vistiera como un joven.

Vio la bandera celeste y blanca cuestionada por estúpidos de la Santa María de los Buenos Aires, que sentados a un escritorio o en tertulias con las damas Patricias, se reían de esos colores que un abogadito osaba poner al frente de un ejército. Fueron, para ella, los paños más hermosos que había logrado ver en su corta vida. Imaginó a Dios, envuelto en esa tela como el cielo.
La enviaron a coser uniformes, colocar botones, limpiar la tierra de las botas, preparar el mate cocido. Manuela quería matar, ver correr la sangre de los que la engendraron, por las calles de Salta. Se sentía hombre, más hombre que el enemigo. Escuchó a las mujeres decir que ese enemigo estaba cerca, que pronto habría una gran batalla, oyó que muchos morirían allí. No lo dudó entonces; robó una tela celeste y otra blanca. De noche, a la luz de una vela la cosió para unir esos colores que idolatraba. Robó también una lanza, ató su bandera en la caña con la punta para matar y la escondió debajo de su manta. Dormiría con ella hasta que sea el momento de la lucha.

De madrugada lo supo; los realistas invasores estaban allí, a las puertas de la ciudad, con sus armas engrasadas y afiladas para matar a gente como ella. El General creador y admirado por la pequeña Manuela, alistaba sus tropas y pertrechos para iniciar el combate. El tambor marcó el paso de la marcha, los hombres avanzaron a enfrentarse con la muerte, esa muerte que Manuela sentía en su pecho y que sería bendecida por El Señor en el más allá.
Los cañones rugieron, descargando su fuego como dragones, desmembrando cuerpos, destruyendo artillería, agujereando la tierra. Los hombres van decididos a lo más temido: la lucha cuerpo a cuerpo, cara a cara con otros como ellos, con su mismo odio.
Manuela corre, con su lanza-bandera corre hacia adelante. Los hombres de su patria la ven asombrados. Ella toma la delantera ante el estupor del General que no entiende a ese pequeño valiente, que enarbola una bandera rústica con una corajeada inusitada. El ejercito enemigo no detiene su marcha. Con recelo, los hombres del otro lado del mundo se preparan para recibir con toda su furia, a un adelantado sin otra defensa que una lanza con un absurdo trapo atado en su punta, sin detener sus pasos acompasados.
Un Capitán realista se adelanta con su sable en mano, espera al que se acerca, y cuando la pequeña y valiente Manuela con un grito de guerra: ¡Por mi bandera! intenta clavarle su lanza en el pecho, el hombre, esquivándola, con un certero sablazo le corta el cuello a la niña provocándole la inmediata muerte. Manuela, cae de espalda levantando el polvo de su tierra querida, aferrada a su lanza-bandera, con los ojos abiertos pintados como de muñeca fijos en el cielo porque ha visto a Dios. El realista la mira y antes de seguir con sus soldados murmura sin remordimiento: Es sólo un estúpido mozalbete.

Fue una gran victoria del Ejercito del Norte la que aconteció en Salta. El General, ordenó enterrár a Manuela envuelta en su bandera. Consternado por semejante audacia y más cuando supo que era apenas una niña, no dudó que con mujeres y hombres con tanto coraje, muy pronto se lograría la libertad añorada, por la que él, un día, dejó su cómodo escritorio.




2 comentarios:

  1. Dick, realmente conmovedor, me encantó y emocionó, Un abrazo
    José Luis Bonomi

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  2. ueno dick, me gustó y entristeció a la vez. Besos en tu día!!!

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