jueves, 9 de julio de 2009

Los pastelitos de Marita.

Ella sabe leer y escribir, y por supuesto sumar, restar y multiplicar. Muchísimo para una época dificil, de guerras y luchas por sobrevivir. Más para una mujer que para un hombre. Los hombres hacen el trabajo duro; se visten con algún uniforme, cuidan las vacas y ovejas, levantan paredes, cosechan. Las mujeres; cocinan, lavan y atienden a esos hombres y a sus hijos. Sólo las personas de las familias más pudientes tiene tiempo para instruírse. Pero Marita es distinta, a ella su madre española le enseñó cosas que las otras mujeres de su pueblo querido no pudieron aprender. Entonces Marita enseña, es la maestrita de los niños que quieran saber lo que ella sabe. Todos los que pueden, grandes y chicos, se acercan a su casa y la adoran porque les lee cosas que ni soñaban. Lo hace de libros que su mamá se trajo, allá por quién sabe qué año, de una España que ya les está quedando lejos a los que viven en esta tierra. Marita les cuenta a los niños y a veces a sus papás, que algo se esta gestando en la Casa Blanca donde se reunen los señores de galera y bastón. Los sabiondos del pueblo, como los llaman. Porque ella escucha, lee, se interesa. Y qué va a pasar, le preguntan a su maestrita querida, Algo que será histórico, les dice Marita.

El día llegó. Parece que es hoy, comentan en toda la colonia. Este día 9, en pleno invierno, será importante dicen muchos, quién sabe, dicen otros. Marita, mientras tanto, de algo tiene que vivir, no alcanza con las manzanas, huevos y a veces pollos que le dan sus pequeños alumnos por las clases que ella les brinda con tanto amor. Entonces, como sabe que frente a esa casa importante de su ciudad, Tucumán, se reunirá toda la población, decide freír pastelitos dulces; su madre también le enseñó a prepararlos. Bien dulces, con esos que ella prepara: de higos, batatas y algo muy sabroso que cocina con leche. Va a venderlos y eso la ayudará por un buen tiempo.

Ya todos están reunidos en la casa importante, frente a ella toda la gente también. Marita trabajó duro haciendo sus ricos pastelitos, y sale de su casa corriendo con un gran canasto de mimbre repleto con ese manjar, para venderlos. Llega y comienza con su anuncio a viva voz: A los pastelitos calientes... a los pastelitos calientes... Están que pelan, de recién hechos. En eso, pasa corriendo hacia la casa uno de los españoles de levita y sombrero de copa, Don Rodrigo, hombre respetado en la ciudad, un caballero el hombre, pero que no quiere que se lleve a cabo lo que se está decidiendo allí. Está apuradísimo y parece que con hambre, porque manotea a la pasada, uno de los pastelitos de la canasta de Marita, le arroja una moneda dorada ante el estupor de ella, sin darle tiempo a la mujer de una advertencia que debía decirle: ¡Están muy calientes todavía!
Le da un mordisco y ¡Mi Dios! el dulce que se desparrama en su paladar le quema hasta las entrañas. Pega un grito: ¡Ostia! Arroja el resto del pastelito al empedrado de la calle y se mete en la casa insultando a todos los santos de su lejana España. Un perro, muerde el pastelito tirado en el piso y sale disparado y aullando como alma que se la lleva el Diablo; hasta Santa María de los Buenos Ayres no parará.

Los hombres que harán historia ya han votado, van a firmar el decreto que cambiará la vida de los habitantes de esta tierra tan lejana en el sur. Don Rodrigo, con la lengua afuera, hinchada y roja como la de un papagayo, intenta hablarles para convencerlos de que sigan bajo el ala de España, porque piensa que no hay que tomar decisiones apresuradas. Poggg favggor... no, grrrr, no, fgiiirrrgggmeeennn nagggda, grrr. Egspagggnañaaa no grrr; tose: cof, cof; sigue: no logggg pergggmitigggra, ggrrgg. Los hombres lo miran sorprendidos y sin entender una palabra. Don Rodrigo tiene la lengua cada vez más hinchada, casi lo está ahogando, toma rápidamente una copa con un líquido incoloro que se encuentra arriba de una mesita y se lo manda como agua para aliviar el garguero. Pega un grito desgarrador arrojando la copa al suelo y se toma el cuello con las manos, desesperado. Uno de los hombres importantes comenta indignado: ¡Ha desperdiciado la mejor Ginebra que se puede conseguir por estos pagos!
Don Rodrigo sale como caballo al galope de la Casa Blanca, gritando como un marrano. Pasa ante Marita que lo mira asustadísima y un hombre al verlo comenta: Pobre Don Rodrigo, que habrá comido que le hizo tan mal. Marita, entonces, cambia inmediatamente el marketing de su venta: A los pastelitos tibios... a los pastelitos tibios...

Gritos de algarabía se escuchan dentro de la casa. La población espera con ansia el resultado de semejante alegría. Sale uno de los hombres de la casa y arrojando su sombrero de copa al aire, grita: ¡Se ha declarado la Independencia! ¡Es un día histórico, ciudadanos tucumanos!
Todos los hombres arrojan sus sombreros al cielo, las damas presentes se abrazan, aplauden y gritan: ¡Viva la Patria! Marita es rodeada por sus pequeños alumnos con admiración por ella: Usted lo sabía, maestrita querida... usted lo sabía. Ella está feliz como nunca, llora de alegría y les dice a sus chicos queridos: Me hubiera gustado ser parte importante de esto que pasó allí adentro, haber contribuído en algo en lo que hoy se logró. Y allí nomás, regala todos los pastelitos que le quedaban en el canasto.


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