domingo, 22 de noviembre de 2009

La Dama del Tren.

Su película favorita es: El Expreso de Oriente. La vio en el cine una y mil veces cuando apenas salía de la adolescencia. Lo siguió haciendo, después, en un cine del centro en el que sólo daban clásicos. Ya no existe ese cine, simplemente porque a nadie le interesa el pasado. Pero sí existen los trenes, creados por hombres que quizá estén viviendo otra vida. Hombres de un ayer que tampoco importa en un mundo de hoy tan acelerado y casi viviendo lo que ocurrirá mañana.

Los que paran en todas, los expresos, todos se detienen en su pueblo cargados de historias que, ella, imagina con sólo percibir los rostros que llegan y siguen el camino de las vías. Rostros que no imaginan nada porque no tienen tiempo para pensar. Ella sí lo hace, ha vivido y viajado lo suficiente para tener en sus manos ajadas, el tiempo del mundo y, esperar el tren todos los días, en la vieja estación de madera de estilo inglés, abordarlo y viajar hasta el final de su recorrido: la gran Estación Central.
Su presencia no es como cualquier presencia, no, ella viaja en cada hombre y mujer, en cada mirada perdida o abstraída en su interior. Viaja en cada paisaje como si no lo hubiera visto nunca, jamás. Los asientos de cuero con grietas del tiempo son reconocidos una y otra vez por sus manos; el tracatrá de las ruedas de hierro rodando sobre las vías infinitas es música para sus cansados oídos. La luz del sol que se filtra por la ventana dándole calor a su cara, la luna que ilumina los campos en los viajes nocturnos y que ella reconoce porque la esfera plateada agudiza el aroma del pasto, de las hojas de los árboles, de las flores. Los túneles que la atemorizan tanto porque el murmullo de los pasajeros se enmudece, se silencia; ella le teme a ese instante que se hace a veces interminable. Las estaciones que dibujan pueblos en su mente y el talán talán de las barreras. Nunca, nada es igual.
Cada viaje es único, es la creación de un nuevo planeta en el universo. Allí, en el tren, se enamoró tantas veces como los libros de amor que ha tenido en sus manos y que alguna vez leyó. Mató por alguno de esos amores, se suicidó por otros. Logró que el tren volara para ver, en su mente, la vía desde el cielo; esa doble línea trazada de un punto a otro de la tierra. Conoció el mundo en veinte estaciones. Leyó miles de historias en la voz de los que viajan.

Apretando contra su pecho el sobre que su médico le ha dado, regresa hoy a su pueblo. Análisis y estudios que nunca hubiera querido hacerse porque lo sabía. Ningún médico diplomado puede saber más que ella de su cuerpo con huellas del tiempo. Ese tiempo que llega a su fin porque lo dicen los estudios que ella no verá; él se lo dijo, para eso estudió, piensa; Yo lo sabía, lo sabía.
Convencida de lo que tiene que hacer se prepara; será rápido, en el tren, donde tiene que ser, en el lugar que ha vivido de verdad. Allí se irá en un viaje al Universo que está vivo y no se detiene nunca. Por eso sabe que habrá un futuro para ella.
Se prepara y lo espera como lo ha hecho siempre en la estación de corte inglés. Lo siente llegar, cree ver el humo de la máquina a vapor a la distancia; negro, blanco, gris, como lo recuerda. Hoy los trenes se deslizan sin vapor, pero ella lo ve como quiere imaginarlo. Lo siente llegando a la estación con su humo blanco envolviendo a todos los que como ella, pisan el andén de piedritas calizas que crujen al andar. Su bastón la ayuda a llegar al estribo. Todos la miran, extrañados; su ropa antigua, de otra época, confunde a la gente; esta mujer se ha propuesto que así sea. Cambiará la historia de este viaje que ahora va a emprender.

Se sienta en el lugar de siempre porque los pasajeros la conocen, la ven en cada viaje en el mismo lugar. La Dama del Tren la llaman porque lo es; una dama con la prestancia de una reina. Saben que está imaginando un mundo distinto al de ellos y la respetan; es la dueña del tren.
El viaje es rutinario como siempre para los pasajeros comunes; las estaciones van pasando una a una, pero de pronto algo ocurre, todos se sorprenden, no puede ser en esta época, dicen. Nieva, copos gigantes y de a millones caen allí afuera. Los asombrados viajantes cierran las ventanas del tren porque el frío penetra por todos lados. Los árboles se cargan de nieve, el campo ahora es blanco, inmaculado, el cielo gris a dejado de ser azul en esa mañana por la ventisca que se mezcla con la nieve. El tren se detiene, ya no puede avanzar.
El temor invade a los sorprendidos pasajeros que ven cómo el mundo está cubierto por una sábana que hiere los ojos. Como si estuviéramos en Siberia, dice alguien por ahí. Lo están, ellos no lo saben pero lo están. La Dama del Tren, se levanta de su asiento y ayudada por su bastón camina por el pasillo hasta la puerta de salida del vagón. Todos la miran y ella sabe que lo hacen. Sale hacia afuera y algunos intentan detenerla, ¡No, no lo haga, afuera está helado, morirá de frío! Ella no se detiene, baja del tren ante el estupor que ha generado y hunde sus diminutos pies en la nieve; camina, con dificultad lo hace, ya sin ayudarse por su bastón camina hacia el infinito decididamente, segura de sí misma. Su vestido largo con miriñaque y apenas un chal negro como abrigo preocupan a los pasajeros que no intentan hacer nada. Se aleja ante los rostros que temen, a lo desconocido le temen. La dama desaparece. En el horizonte. Como en el Expreso de Oriente, se va lejos del mundo real. Fue su plan.

El tren llega como siempre a horario a la Estación Central en ese día soleado, con el cielo azul y limpio desde que amaneció. Los viajeros descienden pero alguien nota que ella, La Dama del Tren, permanece inmóvil, con los ojos cerrados, como dormida. La conocen, la respetan e intentan despertarla con suavidad, pero ella no despertará, se ha ido como quería hacerlo, imaginando su muerte que no será eterna porque nunca ha de morir.
Pobre, dicen. Es la cieguita que siempre viaja sola, va y viene una y otra vez en el tren, parece que se hubiera vestido para este momento con esta ropa antigua, ¿por qué lo habrá hecho? Me gustaba verla en el tren aunque ella nunca me viera, comentan al unísono, consternados. Antes veía pero hace muchísimos años que perdió la vista. A mí siempre me pareció que nos miraba a todos. Yo también sentía eso, dice otro. Quizá, los viajes no sean iguales ahora, no, serán distintos, lo presiento. La extrañaremos, claro que la extrañaremos
No lo harán. Dicen los que viajan que siempre se la ve en el mismo asiento, por eso, los pasajeros que la conocían, jamás dejarán que un desprevenido desconocido se siente en ese lugar. Está reservado para ella; La Dama del Tren, como lo llaman.

2 comentarios:

  1. Lindo relato, Ricardo. Los trenes tienen algo especial para los escritores. Un abrazo.

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  2. MUY BUENO DICK, ME GUSTO MUCHO......

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