sábado, 21 de agosto de 2010

Duendes de mi ciudad.

El ruido que produce el acero contra el acero, me inquieta, si cierro los ojos. Sé que viene subiendo con esfuerzo, trayendo su carga, esa que observo al abrir los párpados cada día, desde mi lugar. Mi visión es la misma, siempre. Desde mi ángulo perfecto, veo venir el tranvía que pasará a mi lado como cada vez, como cada amanecer. Veredas anchas y escalonadas al costado de las vías, esos surcos que marcan un camino que no ha de cambiar. Balcones vacíos a veces, con ropa colgada otras veces. Graffitis en las paredes, que uno nunca sabe quién los pinta, si es que alguien lo hace. Allá abajo: el río. Cruza todo un territorio, mi frontera, y desemboca en el mar. De allí, me imagino, llega la carga que transporta el tranvía.

El conductor fija su mirada al frente, ignorándome. Nunca he visto que me mire. Los pasajeros, distintos día a día no reparan mi presencia. Yo sí la de ellos. Los veo descender y volver a subir cuando el vehículo emprende el regreso bajando hacia el río, o, hacia otra ciudad que desconozco. Niños bulliciosos gritan y se ríen cuando el tranvía pasa frente a mí. Con sus juegos que envidio, porque los míos han quedado muy atrás. Ancianos silenciosos porque han vivido lo suficiente y, ya no tienen nada que decir.

Mi presencia inadvertida tiene un fin en este lugar: la espero. Como siempre lo he hecho, espero verla descender frente a mí. Así paso mi tiempo que no termina nunca, porque sé que vendrá. Cada día, cada noche, sueño con verla llegar, en el tranvía que ya es mío, si los sueños que sueño me pertenecen.

La larga espera tiene su premio por fin: hoy, el pequeño amarillo que le da color a mi visión, se detiene a pocos metros. Siempre observo con expectativa al que desciende. Es una mujer; ella, la más hermosa mujer que he visto en mi vida. No me ve aunque me mire; su mirada triste busca algo, o alguien que debería estar allí. Sólo yo estoy, pero no me ve. No puedo creer que no me vea. Intento llamar su atención; su teléfono móvil la distrae. Habla, nerviosa, preocupada. Quiero escuchar su voz y no lo logro, mis cinco sentidos alertas no me lo permiten. Apaga el teléfono en una actitud de rabia y tristeza a la vez. No puedo acercarme a ella. Lo intento y no puedo moverme. El sonido del acero de las ruedas del tranvía, me avisa que está volviendo y temo lo peor. Se irá en él. Deseo su número de teléfono, quiero llamarla, decirle que toda la vida la esperé aquí, en este lugar. Mil veces el tranvía llegó sin ella. Y ahora se va a ir con ella.

Quiero gritar, llorar, decirle tantas cosas. Ruego que el tranvía no se detenga. Lo hace. La veo subir sin haberme mirado ni una sola vez. Mi dolor no tiene cura. Es ella o nada. Dios, no me hagas esto. Se va, sólo alcanzo a ver su espalda, su cabello, en el interior del convoy amarillo. Maldita mi suerte, me digo, y noto que es la primera vez que hablo, que puedo decir algo.

El punto amarillo allá abajo, se hace cada vez más grande. Vuelve. Mi adorado tranvía regresa. Una esperanza me embarga, Una esperanza de vida me dice que no todo está perdido. Se acerca. Mis sueños me prometen que bajará frente a mi otra vez, reconociéndome, porque sabe que la espero. No se detiene… No se detiene, pasa frente a mi y esta vez sus ocupantes me miran, me ven, clavan sus miradas en mis ojos. Son extraños, caras extrañas que no he visto otras veces. Ellos saben de mi dolor, de mi soledad infinita, de mis sueños incumplidos. Ellos: los duendes de mi ciudad.

2 comentarios: