domingo, 29 de agosto de 2010

Carta en Otoño.

Amado mío:

El ocre de los árboles que pinta nuestro pequeño pueblo, entristece aún más mi existencia, desde que te vi partir, por el camino que nunca deseaste volver a tomar. La alfombra que cruje bajos mis pies, hecha de hojas secas que el Otoño esparce como una lluvia, no produce el mismo sonido, la misma música celestial que sonaba a nuestro paso, cuando juntos, de la mano, solíamos caminar sintiendo el tibio sol de esta estación, en nuestros rostros iluminados por tanto amor, tanta ilusión por un futuro que soñamos construir hasta que la muerte nos separe.

Te extraño tanto, y es tan duro despertar en la mañana sintiendo que no estás a mi lado. Porque cada vez que abro los ojos, lo hago con la esperanza de que tu ausencia, haya sido sólo una pesadilla. Pero no estás y mi alma se desmorona. Cada noche cuando cierro los ojos, pienso, que un día más se ha ido, siendo entonces, un día menos para tu regreso.

La Familia, dueña de nuestras vidas, de nuestro presente y futuro, no tiene piedad cuando de intereses se trata, quitándote de mi lado una vez más, con la excusa de que eres el mejor, y eso no lo puedo contradecir, nadie como tú para hacer lo que hay que hacer.

Maldita guerra que parece no terminar nunca. Maldito presente que nos obliga a vivir separados, permitiendo que tu ausencia, parta mi corazón en dos pedazos iguales, dejando el más triste y doloroso dentro de mi pecho. Cada vez que te vas, renuevo este juramento: Que ninguna bala se atreva a tocarte, que ninguna daga cruce tu cuerpo, que ningún enemigo se quede con tu corazón y la mitad del mío, porque conocerán mi ira sin límites. Vivo por ti, amado mío, que te dejen vivir por mi, le advierto a quién sea. Tú sabes, que no les temo.

Las viudas, que lloran eternamente por sus hombres acribillados por las armas de las Familias rivales, serán siempre mal recibidas en el seno de nuestro hogar. Jamás un manto negro cubrirá mi cuerpo, que es tuyo; nunca mi esperanza me abandonará. Tú cruzaras nuestra puerta sano y salvo, te lo juro por Dios que me asiste. Hoy lloro tu ausencia, mañana no lo haré porque estarás conmigo hasta la eternidad.

El arma que pusieron en tus manos para matar, cumplirá con su cometido si es lo mejor para todos. No me importa cuantos caigan, no me importa si la guerra no termina nunca, no me importa si muchos no vean más el sol y sus viudas no vuelvan a sentir dentro suyo, el amor de un hombre. Yo lo sentiré: a ti, porque el día que dejes este mundo, lo harás muy dentro mío.

Me prometieron que en la Primavera, estarás de vuelta después de cumplir con tu misión, lo juraron todos cruzando sus dedos en sus bocas. Y yo les digo, mejor que sea así, porque si no, primero besaré sus mejillas, y luego, lo prometo, no volverán a pronunciar una palabra en sus vidas. Pobre del que se atreva a hacerte daño, porque después de ocuparme de la Familia, iré por él y, te juro, deseará no haber nacido nunca.

El Otoño, cubre nuestro querido pueblo con un manto de neblina en estos días. Ya no hay flores multicolores, ni pájaros que canten con la salida del sol. El frío se hace sentir y presiento que el invierno será duro, pero quiero que llegue pronto, así, la Primavera prometida que te regresará a mis brazos, será una realidad cercana.

Mi amado del alma, mi vida eterna, no ver tus ojos es una tortura, saber que existes es un alivio para mis heridas del alma. Cumple con tu misión y regresa; lavaré la sangre que manchen tus manos como lo he hecho siempre. Nadie lo puede hacer mejor que yo, por eso me llaman, la Reina de la Mafia.

Espero con ansias, la mitad de mi corazón.

sábado, 21 de agosto de 2010

Duendes de mi ciudad.

El ruido que produce el acero contra el acero, me inquieta, si cierro los ojos. Sé que viene subiendo con esfuerzo, trayendo su carga, esa que observo al abrir los párpados cada día, desde mi lugar. Mi visión es la misma, siempre. Desde mi ángulo perfecto, veo venir el tranvía que pasará a mi lado como cada vez, como cada amanecer. Veredas anchas y escalonadas al costado de las vías, esos surcos que marcan un camino que no ha de cambiar. Balcones vacíos a veces, con ropa colgada otras veces. Graffitis en las paredes, que uno nunca sabe quién los pinta, si es que alguien lo hace. Allá abajo: el río. Cruza todo un territorio, mi frontera, y desemboca en el mar. De allí, me imagino, llega la carga que transporta el tranvía.

El conductor fija su mirada al frente, ignorándome. Nunca he visto que me mire. Los pasajeros, distintos día a día no reparan mi presencia. Yo sí la de ellos. Los veo descender y volver a subir cuando el vehículo emprende el regreso bajando hacia el río, o, hacia otra ciudad que desconozco. Niños bulliciosos gritan y se ríen cuando el tranvía pasa frente a mí. Con sus juegos que envidio, porque los míos han quedado muy atrás. Ancianos silenciosos porque han vivido lo suficiente y, ya no tienen nada que decir.

Mi presencia inadvertida tiene un fin en este lugar: la espero. Como siempre lo he hecho, espero verla descender frente a mí. Así paso mi tiempo que no termina nunca, porque sé que vendrá. Cada día, cada noche, sueño con verla llegar, en el tranvía que ya es mío, si los sueños que sueño me pertenecen.

La larga espera tiene su premio por fin: hoy, el pequeño amarillo que le da color a mi visión, se detiene a pocos metros. Siempre observo con expectativa al que desciende. Es una mujer; ella, la más hermosa mujer que he visto en mi vida. No me ve aunque me mire; su mirada triste busca algo, o alguien que debería estar allí. Sólo yo estoy, pero no me ve. No puedo creer que no me vea. Intento llamar su atención; su teléfono móvil la distrae. Habla, nerviosa, preocupada. Quiero escuchar su voz y no lo logro, mis cinco sentidos alertas no me lo permiten. Apaga el teléfono en una actitud de rabia y tristeza a la vez. No puedo acercarme a ella. Lo intento y no puedo moverme. El sonido del acero de las ruedas del tranvía, me avisa que está volviendo y temo lo peor. Se irá en él. Deseo su número de teléfono, quiero llamarla, decirle que toda la vida la esperé aquí, en este lugar. Mil veces el tranvía llegó sin ella. Y ahora se va a ir con ella.

Quiero gritar, llorar, decirle tantas cosas. Ruego que el tranvía no se detenga. Lo hace. La veo subir sin haberme mirado ni una sola vez. Mi dolor no tiene cura. Es ella o nada. Dios, no me hagas esto. Se va, sólo alcanzo a ver su espalda, su cabello, en el interior del convoy amarillo. Maldita mi suerte, me digo, y noto que es la primera vez que hablo, que puedo decir algo.

El punto amarillo allá abajo, se hace cada vez más grande. Vuelve. Mi adorado tranvía regresa. Una esperanza me embarga, Una esperanza de vida me dice que no todo está perdido. Se acerca. Mis sueños me prometen que bajará frente a mi otra vez, reconociéndome, porque sabe que la espero. No se detiene… No se detiene, pasa frente a mi y esta vez sus ocupantes me miran, me ven, clavan sus miradas en mis ojos. Son extraños, caras extrañas que no he visto otras veces. Ellos saben de mi dolor, de mi soledad infinita, de mis sueños incumplidos. Ellos: los duendes de mi ciudad.

lunes, 16 de agosto de 2010

La ciudad dormida.

Para Lisa, la ventana de su cuarto es una pintura que va cambiando sus colores con cada pincelada diaria: Las ventanas de los edificios linderos, el sol que sale por el este, las pocas estrellas que la luz artificial le deja ver, el verde de los árboles, las nubes, la lluvia. Todo lo demás parece detenido en el tiempo. Para ella su casa es un mundo despierto porque Lisa vive alerta a todo lo que la rodea. El mundo exterior está lejos. Las cartas en las que con sus dedos dibuja palabras es lo que la comunica con gente que jamás ha visto. Con gente que tampoco la conocen a ella. No importa, a muchos los siente como sus amigos sin tener sus presencias nunca porque no son de su mundo.

Cuando sale a la calle, camina por el empedrado de su ciudad observando todo lo que se mueve aunque parezca detenido. Ya no busca un amor porque está convencida de que nadie lograría perturbar su corazón que late al mismo ritmo cansino desde hace varios años atrás. Un hombre que tenga los ojos abiertos, que duerma de noche, viva de día, no parece existir sobre las piedras que arman su poblado. Un hombre que le diga al oído lo que de muchos otros escucha con sus ojos. Lisa pide a gritos que su ciudad se despierte de una vez porque quiere amar y ser correspondida. La sensatez que la caracteriza no la conmueve con cada encuentro repentino del destino a su paso. Su taconeo no logra hacerles abrir los ojos a ellos, inmersos en un sueño profundo y vacío.

Mimetizada sin desearlo con sus coterráneos, el carruaje que se cruza en su camino la despierta de repente. Cae sintiendo que su tobillo se ha torcido y el dolor insoportable deja escapar una lágrima de sus ojos oscuros. Mi Dios, señorita, ¿está usted bien? Escucha decir a su espalda a una voz masculina y compungida. Lisa levanta la vista con odio en sus ojos encendidos y húmedos a la vez, chocando con dos faroles celestes que le ruegan una respuesta de alivio. Sólo me duele el tobillo, alcanza a murmurar confundida porque lo que tiene enfrente es un milagro del cielo.

Dónde estaba, se pregunta mientras él después de pedirle permiso, acaricia su tobillo cerciorándose de que está todo en su lugar. Hay ruidos en el aire, pájaros que cantan y el viento que le mueve su cabello tiene sonido. Hacía mucho que no lo percibía en su ciudad dormida. Hacía demasiado tiempo que su estómago no le avisaba que algo está sucediendo en su cabecita. Lisa se enamora.

De paso, es la frase clave en estos casos… Estoy de paso. Mi ciudad no es esta y mi vida tampoco, señorita. Es la frase odiosa que ella tampoco quiere escuchar. El té calienta sus gargantas y las masitas endulzan sus bocas. La charla es suave y pausada, sin histeria ni risas desmedidas. El hombre es un caballero que supera a cualquiera de esta ciudad que vive aletargada aunque para Lisa, todos griten y sin razón. Haré que su paso se detenga aquí, piensa y se propone. No habrá sensatez que me lo impida. Mis sentimientos han despertado, no volveré a mi vida anterior.

Se va, por donde vino se va. Ella sabe que no puede detenerlo aunque haga todo lo posible para que no quiera irse. El hombre se lo dijo, tiene otra vida y si no fuera por eso se quedaría con esta mujer que se cruzó en su camino por un accidente del destino que siempre sabe lo que hace. No despierta, su ciudad no quiere despertar y Lisa vuelve a percibir el sueño que parece eterno en sus vecinos. Su ventana que no cambia los colores del cuadro pintado por el señor de las alturas. Sus cartas al desconocido mundo que queda en algún lugar. La rutina a la que se ha acostumbrado y que pareció desaparecer de pronto, fue sólo un espejismo en un desierto que no lo es; esa rutina sigue para adormecerla en una tristeza que ya es costumbre.

Otra vez el mismo camino de siempre, los mismos olores a comida, la misma gente que nunca cambia sus hábitos, gritando cuando habla, y otro carruaje que al esquivarla la hace caer en el empedrado por su distracción culpa de un aburrimiento que a veces es insoportable.

Lisa, estás bien, te hice daño, escucha desde el suelo una voz que le parece conocida. Los colores de sus mejillas sonrojadas se intensifican al darse vuelta para ver con esperanza al que le habla. Lisa, te lastimé. Se queda mirando dos soles acaramelados que la observan con miedo. Dos ojos del color de la miel preocupados por su estado. No puede creer lo que está pasando. Tantas veces lo vio al comprar sus perfumes y sales de baño en la tienda de este joven que casi la atropella con su carruaje, y nunca se dio cuenta de lo que puede significar para ella. Sólo me duele el tobillo, le dice casi sin que se escuche su voz. Él le pide permiso para tocar su tobillo comprobando aliviado que está todo bien. Ella siente que el cielo le da otra oportunidad.

El zumbido de una abeja husmeando una amapola y el sonido de una hoja seca al rozar el empedrado, le abre los ojos. Su ciudad ya no duerme. Por fin se ha despertado.

domingo, 1 de agosto de 2010

Mensaje.

Los tres relatos que anteceden a este mensaje, escritos por mi como cartas, conforman una historia de amor, por eso, para entender cada una recomiendo leer las tres desde la primera carta.

La primera carta: “Estimada, Laura”.

La segunda carta: “Señor Alfredo”.

La tercera carta y cerrando la historia: “Querida, Señora Laura”.