sábado, 19 de febrero de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 2.

Ella y yo nos encontraríamos en Barajas y había que planear de que manera, en que momento estaríamos juntos, solos, dónde, y por supuesto cómo sería cada segundo nuestro en Madrid. Lo programó con su ansiedad por tenerme; todo se presentaba correcto. Pensó en que deberíamos irnos de la ciudad a algún sitio lejano. Imaginó viajar a Córdoba o Galicia, pero al fin lo decidió: Lisboa era un buen lugar para escaparnos. ¡Qué locura! Ni nos conocíamos casi y nos iríamos a una habitación de tres por tres en Lisboa. Para mi era impensado, irracional. Lo hablábamos y nos divertía mucho la situación imaginándonos en ese hotel que finalmente encontró por internet y que contrató por mail: una albergaria en una ciudad que ella ya conocía pero que para mi era un mundo nuevo. Compró los pasajes de avión Madrid-Lisboa y ya no había vuelta atrás; abril estaba planeado.

El avión de Air Madrid en el que yo viajaría, llegaría al aeropuerto de Barajas a las siete y treinta de la mañana del martes 11 de abril y ella iba a estar allí, esperándome en la Terminal 1. Todo era tan extraño, que me daba lugar a hacerle bromas sobre ese momento que íbamos a vivir después de tanto tiempo sin vernos. Le decía que se escondería detrás de un hombre con los brazos en jarra a la cintura, para espiar a través de ellos, hasta verme aparecer con mi maleta y si no le gustaba como me veía, salir corriendo hacia su casa dejándome solo allí.

Me preparé para el viaje con la culpa de haber dejado todo por ella. Los últimos días en Buenos Aires los vivía con temor a que algo sucediera y me impidiera viajar. Quería que los días que se me hacían interminables pasaran rápido, mientras nos escribíamos y hablábamos dejando que el destino hiciera lo que quisiera con nosotros. Soñábamos conque ese destino nos diera una sorpresa grata e inolvidable; lo que pasaría con nosotros en mis días de abril en Madrid no nos asustaba porque nos sentíamos tan seguros de nuestro amor que nada podía salir mal.

El 10 de abril, día de mi partida, me moví en el aeropuerto de Ezeiza casi deslizándome, con mi corazón bombeando muy pausadamente, sin prisa. Quería vivir cada minuto como si fuera el último, disfrutar cada segundo del viaje sin ansiedad. Así me sentía, no estaba nervioso porque lo que estaba haciendo me gustaba más de la cuenta. Siempre me atrajeron los aeropuertos a pesar de lo poco que he viajado: amo las esperas caóticas por la salida del vuelo, la gente con sus maletas yendo de un lado para el otro, los monitores que anuncian las salidas y llegadas, las largas veredas metálicas que lo llevan a uno sin caminar. Cruzar la manga que me lleva hacia el avión, la comida chatarra en bandejas de plástico o de cartón que sirven las azafatas. La sensación de irme hacia otro lugar lejano y, lo más extraño, saber que en pocos minutos ya estoy muy lejos de donde vivo. Ver todo desde el cielo es increíble, volar no tiene sentido si nos imaginamos que estamos dentro de una máquina pesadísima, que por más que me lo expliquen, jamás entenderé como hace para elevarse y menos para desplazarse como un pájaro en el aire. Los campos, las ciudades, los ríos, los valles, el océano inmenso e interminable, el cruzar la cordillera de Los Andes, como lo he hecho en más de una oportunidad. Ver todo desde el cielo es una gran suerte que tenemos los que nos ha tocado vivir desde el siglo pasado hasta acá. Volar es maravilloso para mí y por eso quería expresarlo en este párrafo.

El avión iba casi completo, por eso me tocó estar solo en mi lugar casi a la cola. No duermo en los vuelos porque no lo puedo hacer sentado. Miraba, cuando anocheció, las luces de ciudades sudamericanas allá abajo como libélulas por la forma extraña y divina que forman. Pensaba en esa mujer que me esperaba pero también en todo lo que quedaba detrás de mí, allá lejos. El largo recorrido sobre el océano tan negro como la noche, con monstruos marinos que tratan de atraer a la nave con sus encantos, pero, por suerte, como el avión no piensa, no siente, sigue su camino con su carga de seres humanos que sí piensan y sienten, por eso, si esos monstruos descubrieran esa carga, sus cantos que encantan estarían dedicados a esas personas y muchos aviones se precipitarían al mar para ser devorados sin piedad.

Fue un viaje tranquilo, con la comida servida a tiempo para matar el tiempo más que el hambre, un par de películas para matar la ansiedad y el desayuno a casi metros de empezar a volar sobre el continente europeo. Observé a mi derecha las luces de Las Canarias, e imaginaba a sus habitantes soñando con sus historias distintas y quizá alguna como la mía. Calculaba el tiempo que faltaba para llegar al aeropuerto de Barajas, y a ella, ya despertándose para ir a esperarme a la Terminal 1 de ese inmenso lugar no sé cuantas veces más grande que el nuestro de Ezeiza. Desde allí, todo empezó a ser raro, extraña sensación por lo que iba a suceder, la vería otra vez cara a cara después de dos años y medio. Y fue en el momento en el que los tímpanos parecen hincharse, en el que todo se siente lejano por una sordera inesperada, en el que el estómago sube hasta la garganta por descender varios cientos de metros repentinamente, y cuando sólo el zumbido de las turbinas se escucha como entre sueños, porque ya nadie se mueve de su lugar, en el que caí en la cuenta: ¡Qué diablos estaba haciendo yo a 10.000 kilómetros de mi casa y sobre suelo español!

2 comentarios:

  1. Amo, esta historia de amor !!!!!!!!!! continuará.

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  2. Ya me he puesto al día. Espero que los demás capítulos no tarden en llegar.
    Me encanta, como todo lo que escribes.

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