martes, 8 de marzo de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 6.

Lisboa, diminuta e infinita. Descubríamos cada lugar con asombro; hacia allí íbamos, nos internábamos, como una vez en la Catedral de la ciudad que se nos antojó el mejor lugar para pedir por un buen futuro de nuestro amor, y lo hicimos, rogándole al Señor que nos diera una señal: Dinos que lo que estamos viviendo no se terminará nunca. Y, en el silencio del inmenso recinto, de pronto, sonó un celular; nos reímos y dijimos: No, esa no puede ser la señal que nos da el Señor, volvamos a pedírselo otra vez. Luego de unos segundos de paz la ansiada señal llegó, desde mi estómago por el hambre. Salimos de allí riéndonos como locos, divertidos, con ella tomándose las mandíbulas por el dolor en sus pómulos de tanto reírse.

Un mediodía, muertos de hambre después de caminar y caminar contando retacitos que forman baldosas, nos metimos en un restaurante hindú, pero no comimos nada típico sino unas lagsañas que estaban sabrosísimas. Charlábamos y charlábamos en ese lugar sin que nada nos distrajera. De pronto nos dimos cuenta de que había vida a nuestro alrededor, aunque no quedaba nadie, habían comenzado a cerrar y nos tuvimos que ir después de cuatro horas sin parar de conversar, comer y tomar vino. El tiempo se había detenido para nosotros.

Un día, vimos una cantina perdida en una de esas callecitas que subían y dijimos: Este debe ser un buen lugar para comer algo rico de Portugal. Era pequeñita y sin turistas, sólo parroquianos, bien lisboeta, sin otro idioma que el portugués, con nuestro español rompiendo la monotonía. Comimos como los dioses una cazuela de pulpos con un vino tinto que nos puso soñolientos. La panera que a ella le encantó y que quiso saber dónde poder comprarla, terminó en su cocina mexicana por la amabilidad del señor regordete que nos atendió con su delantal blanco atado a la cintura; seguramente era el dueño del lugar.

Otra noche fuimos a cenar a los Altos de Lisboa, así se llama la zona, y queda en plena ciudad. Para llegar hay que subir por calles empinadas y veredas de escaleras; es el lugar de la noche en la ciudad donde van todos los que quieren divertirse y pasarla bien. Hacia allá fuimos por recomendación de un conserje del hotel, un señor mayor que le confesó a ella con lágrimas en los ojos, que cuando era joven se enamoró de una chica mexicana, pero, cuando la joven regresó a América jamás la volvió a ver. Creo que se lo contó porque también se enamoró de mi mexicana tan amada. Me causó mucha pena esa confesión y miedo a la vez por el futuro que nos esperaba a los dos.

Esa noche, paramos a un señor en una plaza de los Altos, para pedirle que nos recomendara un buen restaurante allí para comer bien y escuchar fados, la música portuguesa tan melancólica que, creo, por la melodía triste supera al tango en eso. Este señor, habló y habló mirándome a mí como si yo le entendiera perfectamente, explicándonos como llegar al mejor restaurante, y se fue deseándonos suerte. No entendí ni jota. Ella no sólo comprendió todo, sino que hasta se enteró de como estaba compuesta su familia y en dónde vivía. Luego me guió feliz al lugar recomendado, un restaurante que para los dos sería inolvidable: El Café Luso.

Caminamos por callecitas angostas, flanqueadas por casas de dos o tres pisos, con balcones de madera y en ellos la ropa lavada colgada esperando el día para secarse al sol. Llena de jóvenes y turistas, esas calles sin vereda, que se amontonaban en la entrada de cafés, bares, restaurantes, de los cuales se escuchaba toda clase de música y ruido. Todo el mundo hablando a los gritos, riéndose y nosotros juntitos, callados, observando cada detalle, felices y afortunados de estar allí. Nos dieron una mesa en el restaurante a media luz, una vela iluminaba cada una de las mesas; pedimos nuestra comida, un vino tinto que nos iba a calentar la garganta, y disfrutamos del show que dos hombres y una mujer daban cantando esa música triste, melancólica, acompañados por una guitarra y una mandolina. Todo era más que perfecto: el vino, la comida, la música y ella casi en penumbra sentada frente a mí en la agonía de mi vida; esta vida que me daba la oportunidad de vivir algo que hubiera soñado en otro momento y en otro lugar.

La cantante, recorrió luego cada mesa ofreciendo su disco, se lo compré pidiéndole que nos lo dedicara; lo hizo con nuestros nombres deseándonos suerte. Le dijimos que ella era de México y yo de Argentina, y la mujer, Elsa Laboreiro era su nombre, nos miró con un quedo de tristeza como presintiendo un futuro nuestro si esperanzas por la enorme distancia que nos separa. Nos deseo suerte de corazón.

Salimos de allí ya tarde para volver al hotel, besándonos en cada farola, preparándonos para hacer el amor como todas las noches antes de que el sueño nos venciera, y luego, casi sin darnos cuenta, dormirnos abrazados como siempre. Despertados todas las mañanas por unas palomas que llegaban a nuestra ventana, nos perdíamos el desayuno del hotel por hacer el amor nuevamente, y meternos juntos en la ducha dejando que el tiempo pase sin prisa; éramos dueños de la vida, de todo lo que nos rodeaba.

Los cinco días pasaron porque el tiempo no existe, el tiempo es el momento en que uno vive y al minuto siguiente cambia. Y cambió para mí en ese aeropuerto a la hora de volver a Madrid. Todo había salido soñado, único, sin nada que entorpeciera ni un instante lo que vivimos en esa ciudad, pero un empleado de la aerolínea, allí en el mostrador de ese caótico aeropuerto, me exigió mi boleto de vuelta desde Madrid a Buenos Aires, si no, no me dejaba entrar a España. Un imbécil con todas las letras ese joven portugués, que en su primitivo español trataba de explicarme lo que no tenía ningún sentido. Por supuesto que mi pasaje electrónico impreso de una computadora había quedado en Madrid. No me dejó embarcar. No hubo caso, ni las consultas a sus compañeros en el mostrador, que creo, ni ellos entendían lo que me pedía hizo que me diera el lugar que me correspondía en el vuelo. No viajé. Fue para ella y para mí la primera despedida en un aeropuerto. Llorando se fue casi sobre la hora de embarcar después de abrazarnos desesperados por tener que separarnos involuntariamente, luego de haber vivido días y noches maravillosas. El autoritarismo estúpido de un chico, porque era muy joven, me dejó solo con mi maleta y mi cámara de fotos, viéndola perderse entre la gente para tomar el avión. Fui estafado por Vueling (así se llama esa compañía española) porque me obligaron a sacar otro pasaje para dos días después, no había lugar para el otro día. Volví a la albergaria rogando que hubiera un lugar para mi; por suerte me dieron la habitación 15, justo debajo de la que había sido nuestro nido de amor. Allí me quedé, solo en Lisboa, una ciudad que ya amaba mucho pero que en un pequeño momento odié por la ineficacia de un empleado portugués. Dos días después, en ese mismo mostrador de la aerolínea, no me exigieron nada de lo que ese joven me había pedido, sólo me dijeron: “Buen viaje.” Eso lo entendí perfectamente.

Lisboa fue mágica y de ensueño para nosotros, nos lleno de ilusiones futuras difíciles de concretar, pero nuestra inconciencia por un amor tan grande, no tenía límites a la hora de hacer planes. Ella soñaba con tener una vida conmigo, lamentaba realmente no haberme conocido antes, e hicimos dos pactos en nuestra locura, dos pactos de amor: Nos propusimos ser amantes eternos pasara lo que pasara en nuestras vidas futuras. Si no podíamos estar juntos, siempre buscaríamos la manera de volver a vernos y hacer el amor. Con viajes de uno o del otro, a Buenos Aires ella o a Madrid yo, pero amarnos hasta que uno de los dos no pudiera más porque la vida se le acabara. El segundo pacto se cumplirá después de la muerte, después de irnos a otra vida. El primero que se vaya esperará al otro en la luz, para que no tema nada, y tomándolo de la mano lo guiará hacia los dioses. Seré yo esa vez el que estará allí esperando porque me iré primero, es la ley de la vida, como debe ser, ella es muy joven y tiene mucho por hacer todavía en este mundo.

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