jueves, 3 de marzo de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 5.

A la mañana siguiente me despertó el canto de una sirena, o de una alondra, no sé; era algo cautivante que venía de lejos, de otro lugar, e imaginé a los marinos de Ulises poniéndose cera en los oídos para no ser atrapados para siempre, e ir a parar al fondo del mar con una de esas mujeres con cola de pez. No me puse cera ni me até a la cama; me levanté y seguí el sonido de ese canto hasta meterme en el cuarto de baño y descubrirla a ella, con un duchador, arrodillada en la bañera dejando que el agua tibia se deslizara por su cuerpo desnudo, cantando con una enorme dulzura algo muy suave en francés, para mi más dulce que el gorrión de París. Me miró sonriendo de oreja a oreja, sonrisa sandía como les conté que la llamé, y me dijo con ternura, a la vez con picardía: “¿Qué pasa mi amor? ¿Te desperté?... Perdona…” Me metí en la bañera inmediatamente. Todas las mañanas que estuviéramos juntos, la escucharía cantar en la ducha; ahora sé que es uno de los momentos que más disfruta en el día.

Nos fuimos al aeropuerto, a la Terminal 4 de Barajas, para abordar el avión que nos llevaría a Lisboa. No habíamos completado ni dos días de vernos cara a cara y ya partíamos de luna de miel, sí, porque lo que vivimos el día y la noche anterior fue nuestra noche de bodas. Sabina canta: “Que todas las noches sean noches de bodas, que todas las lunas sean lunas de miel.” Así sería cada minuto que pasara con ella; pegados, juntitos disfrutaríamos cada momento como dementes, inconcientes y a la vez inolvidable.

A la hora de vuelo, Lisboa se presentaba bajo nuestro como una gran maqueta de color uniforme: con sus puentes que cruzan el río Tajo, ese río que desemboca en el Atlántico y nos puede llevar a Toledo sin escalas. Lisboa maravillosa, tan pequeña, se la veía toda mientras alcanzaba el avión el aeropuerto, un lugar, ese aeropuerto, caótico como cualquiera de ciudades latinoamericanas o, me imagino, asiáticas. No lo sé, simplemente se me ocurre que es así por la cantidad de gente yendo de un lado a otro con sus equipajes, nerviosos y apurados, atropellándose con un perdóneme usted dicho en mil idiomas. Se me hizo una verdadera Torre de Babel con todo el mundo sin saber qué hacer. Una hora y media hicimos la cola para tomar un taxi que nos lleve a la albergaria que ella había reservado por Internet, y al llegar, el taxista dándose vuelta nos preguntó si estábamos seguros de que ese era nuestro hotel; ni a él le gustó. Entramos preocupados, las fotos decían otra cosa, no nos gustó ni siquiera la habitación de tres por tres; la número 25 que nos tocó. Salimos corriendo al centro de la ciudad buscando otro hotel después de dejar nuestras maletas allí, y de paso comernos una tosta de jamón y queso por el hambre atroz que teníamos, pero la proximidad de los días de pascua tenía a la ciudad atestada de turistas; no quedaba nada más. Resignados, volvimos a nuestra albergaria, nos acostamos sobre la cama observando cada rincón de la número 25, e hicimos el amor como ya habíamos aprendido, como nadie lo puede hacer salvo nosotros, para luego darnos cuenta de que amábamos a ese cuartucho de hotel con tan poco espacio para movernos. Éramos los seres más felices de la tierra.

Lisboa, hermosa y eterna ciudad del amor, así la siento y la recuerdo, con su gente amable hablando un idioma incomprensible; todos lo son para mí porque salvo el que hablo, nunca tuve facilidad de comprensión con otras lenguas. Para ella es fácil, enseguida entiende todo y por eso habla francés e inglés perfectamente. El portugués de mis vecinos brasileños no me resulta difícil de comprender, será porque viven rodeados de países de habla hispana; algo de influencia tuvimos en su idioma, pero el portugués de Portugal, aunque están pegados a España, creo que sólo lo entienden ellos. Ella, preguntaba lo que queríamos saber para llegar a tal o cual lado y hacia allí me guiaba risueña, feliz, diciéndome por mi torpeza: “Me encantas, mi amor”.

Fueron cinco días maravillosos los que vivimos allí, paseando por sus callecitas pequeñas, empedradas, con vías de los tranvías que circulan y en los que viajamos. Balcones de madera perfumados por las macetitas llena de flores de todos los colores. Cantinas parecidas a algunas de la Boca, pero con el aroma a las delicias de esa ciudad diminuta para mi y por eso, imagino, llena de duendes. Caminábamos kilómetros por día, cansándonos, porque en Lisboa todo baja y sube. Íbamos hacia arriba por veredas con escaleras o bajábamos por otras casi deslizándonos. Juntitos siempre, tan pegados que era como si su brazo izquierdo no existiera y mi brazo derecho tampoco, o viceversa. Muertos llegábamos a la albergaria después de un día descubriendo cosas con la intención de descansar antes de salir a cenar, pero nuestra pasión podía más, y uníamos nuestros cuerpos exhaustos porque siempre les quedaba un resto para hacer el amor.

Nos reíamos mucho; a ella le divertía mi torpeza de poco viajado, como la vez que quise tomar un tranvía parado y resulta que no se movía porque no tenía ruedas; era simplemente una oficina de turismo. “Me encantas, mi amor” me decía.

Un niño en una calle peatonal, llena de gente, tocaba el acordeón con un perrito a su lado que sostenía un sombrero para que depositaran unas monedas los transeúntes, a la media cuadra vimos a otro y yo creí que era el mismo que rápidamente se había cambiado de lugar. “Me encantas, mi amor” nuevamente como burla risueña salía de sus hermosos labios. Hay chicos con acordeones y perritos por toda la ciudad. Salíamos de un restaurante y si había que ir hacia la izquierda yo encaraba a la derecha; suficiente para escuchar el “Me encantas, mi amor” que me obligaba a volver sobre mis pasos. Ella, se orientaba perfectamente, mientras para mi Lisboa era un laberinto. Como lo es Madrid, ciudad en la que me cuesta saber hacia donde está el norte, o el sur. En Buenos Aires, el Río de la Plata al este, me resuelve rápidamente el problema.

Me decía: “Estoy en la gloria” cuando le preguntaba como se sentía en esos días conmigo, allí en Portugal. “Es la luna de miel que no tuve, son los días más gloriosos que he vivido.” También para mi era así, felices, únicos, con una intensidad absoluta. Cada segundo sería inolvidable luego cuando partiéramos de allí, por eso cada instante lo vivíamos como si fuera el último respiro en esta vida. Guardábamos en nuestras retinas todo lo que observábamos para que nos quede para siempre y desempolvarlo alguna vez como yo lo estoy haciendo ahora. Mi enorme cámara de fotos colgada de mi cuello, que me doblaba un poco hacia delante por el peso, registraba cada rinconcito en donde ella se parara y, hoy, impresa en un papel, me queda como recuerdo de ese instante de la vida tan maravilloso que pasó ante mis ojos.


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