lunes, 21 de noviembre de 2011

Las luces del centro.

La imagen que ilustra este cuento es de una pintura de Toulouse Lautrec: El beso.

Merceditas llegó a la estación Retiro en “El Tucumano” después de recorrer 1.300 kilómetros de vía soportando el traqueteo del hierro contra el hierro durante 36 horas. No se levantó de su asiento ni siquiera para ir al baño. Jamás había dejado su pueblo, Alderetes, en sus 19 años de vida. Allá quedaron su madre y sus 8 hermanos que la despidieron con la ilusión de que alguien de la familia lograra algo importante para paliar la pobreza en la que viven. En su valijita de cartón que su finada abuela trajo cuando llegó de España lleva sus pertenencias: Su poca ropita, unos pesos y un papel con la dirección de su tío: hermano de su papá muerto bajo las afiladas aspas de un arado trabajando en los cañaverales. Nada más.

Se paró en el medio del inmenso hall de la estación deslumbrada por su grandiosidad. Dejó a sus pies la valijita y sin moverse de allí contempló asombrada las marquesinas de luces con mil colores, a los cientos de personas que la esquivan a ella en el apuro por tomar algún tren, un joven que le golpea el hombro pidiéndole disculpas al pasar, a las mujeres vestidas como soñaba vestirse alguna vez y, observó también algo terrible: su valijita de cartón ya no estaba a su lado. Sólo se quedó con lo puesto, tres horas inmovilizada, con la mente en su pueblo lejano sin saber que hacer ni donde ir. Deseando morir.

Che… Nena… ¿Qué te pasa, marmota? Te hiciste pis encima delante de todo el mundo… Reaccioná, boba... Che, aquí estoy, ¿me ves?

Pero vos estás loca, te encontrás a cualquier pendeja en Retiro toda meada y me la traés acá. Hace casi un día entero que está durmiendo...

Pero callate, esta piba es oro en polvo, me lo vas a tener que agradecer.

Merceditas despertó totalmente desnuda en una habitación sin ventana sobre una cama grande que hacía ruido a resortes apenas ella se movía un poquito; las paredes pintadas de colorado, cuadros horrorosamente obscenos, su ropa sobre una silla y una palangana con agua con una toalla dobladita, arriba de un pequeño mueble de madera pintado de azul. Se lavó la cara, alisó su pelo, se vistió y salió del cuarto. Escuchó voces de mujeres que reían en el piso de abajo; hacia allí fue. Bajó las escaleras para encontrarse con esas mujeres, inescrupulosamente casi desnudas. Sólo vestidas con ropa interior de encajes, portaligas, zapatones de tacos altos y pintadas como en carnaval. La mayor de todas, con los brazos en jarra, se acercó a centímetros de su cara recorriéndola de arriba abajo con la mirada. Le apretó los pechos logrando que Merceditas lanzara una exclamación de horror. Le golpeó la cola comprobando su firmeza y le levantó el vestidito para verla mejor. Sí, pajuerana, estás buena, decime, ¿sos virgen? Está bien, no importa, ya veremos. De ahora en más te llamás, Mecha.

La bañaron con agua de azahares, la vistieron igual que a ellas, la maquillaron de la misma manera y unos días después, Mecha, perdió su virginidad por culpa de un obeso baboso y desagradable que pagó una pequeña fortuna para eso. Fue el dolor y la humillación más grande que había sentido. Pero aprendió a vivir al convertirse con el tiempo en una experta en el arte de amar. Los clientes del prostíbulo de la calle 25 de Mayo pedían por Mecha: la más sexy del centro. Fue de repente la preferida de la madama que la bautizó con su nuevo nombre, era la que más dinero le hacía ganar. Merceditas, supo hacerse valer ante su jefa y comenzó a ganar la plata que nunca hubiese imaginado. Hojeaba la revista Para Ti para saber cómo vestirse bien. Compró ropa fina en las mejores tiendas de la ciudad que recorría en sus ratos libres. Si mis hermanos vieran lo grande que es esto, las luces que hay en el centro, no lo podrían creer, pensaba orgullosa por haber triunfado ante tanta magnificencia. Aprendió a comportarse como una Lady para que nadie sospechara de su profesión. Se instruyó leyendo todo lo que caía a sus manos, cosa que las otras mujeres no hacían para nada. Sentada en la confitería La Biela, en las tardes libres, tomando un copetín, fue haciendo sus mejores clientes. Ricachones de la zona que le ofrecían el oro y el moro por sus encantos. En una de esas tardes lo conoció: un tal, no viene al caso su nombre, digamos que cirujano de profesión, picaflor por naturaleza. Se enamoró perdidamente de ese tipo que comenzó siendo su mejor cliente para luego hablar de negocios mutuos con él. Lo convenció de abrir juntos un prostíbulo en la otra cuadra del que ella trabajaba sabiendo que sería una competencia directa con la madama que la regenteó. Eso es lo de menos, decía, negocios son negocios.

Viajó a Alderetes, esta vez en avión, con regalos y dinero para toda la familia. Fue una revolución el pueblo cuando la vieron transformada en una mujer como la de las revistas de moda y la tele. De vuelta a Buenos Aires se llevó a tres de sus hermanas menores para enseñarles el oficio más antiguo del mundo prometiéndoles la vida que soñaban. A los dos años, su establecimiento, “La Mecha”, era el lugar que visitaban los clientes más pudientes de la ciudad: políticos, hombres del deporte, de negocios y de la sociedad porteña. Sus hermanas eran codiciadas como ella lo había sido una vez y, mientras tanto, la madama con su prostíbulo de la otra cuadra se fue a la ruina en picada.

Te voy a matar, hija de puta, te voy a matar porque me arruinaste la vida. A mí que te di fama y plata, desagradecida de mierda, le gritó una noche la madama entrando a “La Mecha” totalmente borracha, desgarbada y fuera de si en pleno establecimiento atestado de clientes y putas ocupadas con su trabajo. Las “chicas” la tomaron de la espalda para detenerla pero al ver que la mujer sacaba un enorme cuchillo de su cartera se hicieron a un lado asustadas. No pudieron con la enfurecida mujer que se abalanzó sobre Merceditas con el propósito de atravesarla de lado a lado. Los años de trabajo duro en Alderetes la curtieron para saber defenderse en un caso como este, por eso le metió un certero derechazo al mentón a la ciega mujer que cayó al piso con tanta mala suerte que su sien fue a dar en el borde recto de un mueble yéndose directo a ver a San Pedro sin avisar, por esa razón no la atendió y la mandó al infierno de un saque.

Veinte años le dieron a Merceditas. Su socio, el eminente cirujano, cortó por lo sano, no se supo de él en el juicio ni en ningún otro lado. Fue como si no existiese. Ella, con un vientre que iba creciendo mes a mes nunca pidió por él que ni se enteró de que iba a ser papá; en realidad eso es lo que dijeron las malas lenguas. Lo amaba tanto que jamás mancharía el buen nombre y honor de este señor. Se fue sola con su dolor a cumplir la condena en el penal de mujeres de Ezeiza. Sus hermanas volvieron a su pueblo donde, con el dinero que ahorraron trabajando de putas, abrieron una tienda de ropa femenina llamada, “La Mecha”, con un slogan fuerte en la marquesina: “La más distinguida de la ciudad.”

Mechita nació en el penal y allí se crió, jamás salió de ese lugar. No conoce otra cosa en su corta vida. Hoy, trece años después, conocerá el mundo que le enseñará su mamá, Merceditas, que recupera su libertad por una conducta intachable y con un objetivo muy claro: Volver a triunfar en las luces del centro. Firme, altanera, con toda su sabiduría deja la cárcel y su pasado llevando a su hija de la mano con total convicción. Su pequeña es el diamante con el que nuevamente se hará rica.

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