sábado, 10 de diciembre de 2011

El beso eterno.

Cómo puedo describir mi sentimiento de niño por una niña estando ya en el ocaso de mi vida. Rogando a ustedes sepan disculpar mi atrevimiento, trataré de hacerlo en pocas líneas si es que la memoria me lo permite: Ella era tan hermosa, pequeña y frágil ante mis ojos que con sólo mirarla temía hacerle daño. Blanca como el mantel de tela bordada que ponía mi madre en la mesa para recibirme con la merienda cuando volvía de la escuela. Allí la veía, con su delantal inmaculado, pura como la imagen de la virgencita que en los domingos de misa observaba con respeto en la iglesia de mi pueblo. Dulce como el arroz con leche: mi postre preferido de allí y para siempre. Yo daba mi vida por ella en mis noches de insomnio, imaginando que la salvaba de monstruos espantosos para terminar muriendo en sus brazos tan suaves como la lana con la que mi madre tejía mis bufandas. No caminaba: se deslizaba casi en el aire sin molestar al planeta, sin hacerle daño a las piedras, quedándose al pasar con el aroma de las flores silvestres. El sol le hacía una reverencia al salir todos los días. La luna le tenía envidia porque su luz empalidecía ante el brillo de sus ojos.

Mi adorada María Julia creció sin detenerse nunca a mirarme ni un instante. No supo que yo iba a su mismo colegio o por lo menos jamás me lo hizo notar. No me daría por vencido ante ese amor que dolía tanto en mi pecho, por eso no tuve más remedio que esperar con paciencia mi momento que llegó cuando ya éramos adolescentes. Me planté enfrente de su cara en el tren en el que viajábamos al colegio secundario, y largué como un rollo y sin respirar todo lo que había pasado, por ella, dentro de mi corazón, durante mi corta vida. Me mostró sus dientes más blancos que mi cara de terror y con toda naturalidad me dijo: “Qué tonto sos, por qué no me lo dijiste antes.” Caí al piso como una bolsa de papas de sesenta kilos murmurando algo así como: “Me quiero morir bajo las ruedas del tren en este instante y que me entierren para siempre en las vías.” Lo hice sin dejar de mirarle sus ojos más azules que los zapatos de gamuza que usó mi madre en la comunión de mi hermana menor.

Moría por besarla o aunque sea rozarle el brazo con mi codo, pero no había caso, sus catorce años eran inviolables. Mis amigos nos veían juntos a un metro de distancia uno del otro, y así y todo pensaban que éramos noviecitos. Lo éramos si nos preguntaban, no lo éramos si estábamos solos. Cuando me hablaba no escuchaba otra cosa que el sonido de los árboles producido por el viento, el chillido de un gorrión o el zumbido de una abeja husmeando una flor, mientras observaba atontado sus labios moverse. Si pudiera morderlos, les ruego que me permitan hacerlo, suplicaba en las noches juntando las manos y mirando el techo de mi cuarto como si los dioses del Olimpo estuvieran allí para escucharme.

Un domingo a la tarde la vi venir después de esperarla agazapado detrás de una cerca de madera que separaba mi camino del suyo. Ahora o nunca fue mi plan preparado durante días. Me paré en un cajoncito de manzanas para estar más alto que la cerca y, cuando pasó frente a mí, la sorprendí tomándola de las axilas para levantarla como una pluma. Era tan livianita que me creí Superman; ella abrió los ojos enormes al verme a un milímetro de mi cara mirándola como si la fuera a asesinar sin piedad. Le estampé el beso en la boca más largo que he dado en mi vida. Tal cual lo había visto en la película: Lo que el viento se llevó, una tarde de cine, churros y chocolatada. Luego, fui bajándola despacito hasta que sus piecitos tocaron el piso, mientras me miraba a los ojos con su carita de susto que para mí no era otra cosa que la de una niña perdidamente enamorada. Salió corriendo hacia su casa como alma que la lleva el demonio.

Desde ese momento, nuestras vidas tomaron distintos rumbos con diversa suerte a través del tiempo. Aquel beso fue el único beso que le di pero no el último, porque en cada mujer que he besado en mi vida he sentido el sabor de aquella tarde, en que la levanté en vilo hacia mis labios como un ladronzuelo de amores. Fue el gran robo que fui capaz de cometer sin sentir ninguna culpa. Supe que ella no me denunciaría nunca porque lo único que le había robado había sido un instante inolvidable.

Han pasado mil años desde aquel momento memorable, y sigo aquí. Sintiendo cada vez que beso a una mujer que ella me vuelve a decir: “Qué tonto sos.” Aunque hoy lo haga desde el cielo. Porque le tocó irse un maldito día en el que Dios sintió envidia por haber tenido yo la suerte de besar sus labios, y decretó su trágico destino para sorprenderla escondido detrás de una nube.

María Julia fue mi primer gran amor. Ese beso fue mi primer beso y también resultó ser lo que yo deseé cuando sus labios estaban fundidos con los míos: simplemente eterno.

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