sábado, 9 de mayo de 2009

Anecdotita alcohólica (2)

Continuando con mi pobre cultura alcohólica, les voy a contar lo que hace poco me aconteció y que por supuesto constituyó otro momento de suma felicidad para mi. No es que, para serlo, necesite de un trago demás, pero, en algunos casos contribuyó.
La cosa fue así; el año pasado, en agosto, la agencia dispuso una noche de tragos en un bar para festejar... creo que nadie tenía en claro qué, y menos yo que generalmente me dejo llevar por la multitud, pero era una buena excusa para estar todos juntos sin hablar de trabajo. Este bar queda cerca de mi casa, en Palermo Hollywood y, hasta allí llegué con la idea de pasar un buen rato, cumplir, y luego dejarle el lugar que les corresponde a los jóvenes publicitarios de hoy en día.
Eso que les decía de estar juntos, no podría ser mejor dicho porque el bar al que me refiero era tan chico que había poco espacio para moverse. Estrategia de marketing para unir más a la gente, supongo. Sólo se encontraba allí la gente de la agencia, aunque parecía una multitud abarrotada, por la música que obligaba a hablar a los gritos, reirse a los gritos y tomar algún trago a los gritos. 
Mi primera reacción al llegar, fue manotear una copa de champagne de una bandeja que pasó cerca. Todos tomaban cerveza, pero, confieso que a mi nunca me gustó mucho, por eso prefiero un champusito o dos para entrar en calor. Dije dos; media hora después ya tenía en mis manos la tercera copa de tan sublime bebida. Todo esto, por suerte, acompañado por unos riquísimos choripancitos que en la terraza del pequeñísimo lugar, asaban en una parrillita y hasta allí me apersoné para deleitarme con ellos y con la idea de que el champú, el cuarto de la noche, no me cayera mal.
Matizada la charla con mis compañeros, por el aire libre, y un fresquito de invierno soportable por el calor de la parrilla; más alguna foto que alguien sacaba con su teléfono celular y, el reirse por cualquier pavada dicha al pasar, mezclé de pronto en mi garganta, el champagne con un rico vino tinto que se atrevió ante mis ojos. 
La noche, linda, amena, pasaba sin tener yo conciencia a esa altura, de cuantas copas pasaron por mi paladar. No las conté ¿o se cuentan alguna vez? Estaba viviendo un momento muy feliz, cuando decidí cambiar y llegarme hasta la barra del bar y pedir un Cuba Libre; sí, sé que es una bebida de las de antes pero soy de otra generación y además todavía existe ese trago. Seguí riéndome, charlando y terminé el Cuba Libre hasta la última gota. Volví a la barra quizá con la idea de pedir otro y, fue terrible lo que me pasó. Lo cuento lo más claro posible: apoyé el vaso de Cuba Libre ya vacio en el mostrador, y mi mano, acompañado por el brazo, resbaló, seguido por mi cuerpo hasta quedar casi hasta la cintura acostado en la barra. Me sentí morir. En esa posición ridícula, miré de reojo al barman, no me miraba; observé a la gente linda que charlaban animadamente alrededor, tampoco me miraban y, aliviado por no ser advertido en mi postura, traté de pararme derecho comprendiendo que estaba completamente mareado. En definitiva, al borde de un papelón histórico.
Me dije, Hasta acá llegué, mejor me voy antes de que alguien se de cuenta. Tanta gente en el lugar me fue sosteniendo sin querer hasta llegar a la puerta de salida, salir a la vereda y sentir en mi cara el frío de la noche que seguramente, eso creía, me iba a despabilar un poco. Tengo que llegar a casa caminando, pensé, Trece o catorce cuadras me van a hacer sentir mejor. Estaba feliz de verdad, pero aseguro que el mareo era tan grande e inusual para mi, que me sentía al borde de una descomposición involuntaria que terminaría con mi propio mito de: "Yo jamás me emborraché de verdad".
Las paredes de los edificios a mi derecha en la vereda y, los árboles a mi izquierda, me iban sosteniendo a mi paso en zig zag permitiéndome avanzar lentamente. De pronto me entró una ganas de hacer pis casi insoportable, pero tenía que soportarlo porque lo único que me faltaba para asemejar a un borracho empedernido, era ponerme contra un árbol a... ¡No, ni loco! 
Seguí a mi instinto que me guiaba hasta mi casa como podía, con mi vejiga a punto de estallar y rogando que mi hijo, Santiago, estuviera durmiendo y no me viera en ese deplorable estado. Por fin llegué, entré al departamento y Santiago, con la compu, chateando como siempre, estaba al pie del cañón. Me dijo, Hola pá, ¿todo bien?. Sí, dije, y sin mirarlo seguí derecho al baño. Calculo que durante diez minutos estuve descargando los litros de alcohol que había tomado; hasta creí que salían con burbujas y todo. Dejé por fin el baño y me metí en mi habitación, me quité la ropa como pude y aliviado porque mi hijo no se había dado cuenta de nada, me metí en la cama quedándome frito en un segundo.
A la mañana siguiente, estando yo en la cocina tomando unos ricos matecitos y completamente lúcido después de un sueño reparador, apareció Santiago con una sonrisa de oreja a oreja diciéndome, casi gritando: ¡Qué bien la pasaste anoche, pá! ¡Sos un caaapoooo! ¡Ídolooooo!

2 comentarios:

  1. Un honor haber compartido esa noche

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  2. Si tu hijo te pescó es porque se la pasa chupando también!!!!

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