jueves, 1 de julio de 2010

Humedad.

Llueve. Desde que Lucy tiene uso de razón. Ya no recuerda como es el mundo seco. Las probabilidades de que salga el sol no existen más sobre su mojado pueblo. Quizá el sol no exista más. Por las calles corre el agua y las bocas de desagüe no soportan tanto caudal. Si el lugar no fuera tan plano estarían todos bajo el agua. Ella se acostumbró a sentir su piel húmeda, su ropa interior húmeda, su cabello húmedo. Sus dos pequeños hijos, frutos de un amor que se fue, siempre están húmedos. La gente que pasa por su vereda, camina con la cabeza gacha, tristes, empapados. El radio no funciona porque sus válvulas se han oxidado por el 100% de humedad ambiente. El televisor es lluvia permanente. No hay noticias del mundo exterior. El pasto ha crecido en su jardín; ya nadie lo corta y las flores murieron. En los campos el ganado se muere ahogado porque allí sí se ha inundado. Los sembrados se pudren. Los alimentos enlatados escasean. Lucy sabe que morirán de hambre. Sabe que se matarán unos a otros por una galleta seca. Es el fin de la humanidad, piensa, medita, sufre por sus hijos. LLora en las noches escuchando el agua golpear la ventana de su cuarto y se tapa los oídos con sus manos porque ya no aguanta más ese tamborileo permanente.

Lo ha decidido. Se irá lejos con sus dos hijos buscando un rayo de sol. Vida. Algo que le demuestre que hay esperanzas para los tres.
Como puede, seca el carburador de su viejo Packard 40 y logra ponerlo en marcha. Ya ha cargado alguna ropa en el baúl, a sus hijos en el asiento trasero y abandona su hogar que es una gran mancha de humedad con una casa adentro. Nadie circula en auto por la calle y todos se extrañan al verla conducir con la vista al frente, para no ver a su empobrecido pueblo empapado, hacia la carretera estatal. Lucy sueña que en algún lugar no caerá esta maldición que es el origen de la vida pero que terminará por matarlos a todos. Ya circula por la carretera y a los costados todo es agua. Como si la ruta fuera un hilo muy fino flotando en un lago grande como el planeta. Conduce todo el día; toda la noche y nunca deja de llover. Los pueblos que dejó atrás son fantasmas. No ha visto a nadie en sus calles, en sus casas, en sus veredas. Nada para alimentarse en los comercios vacíos. Se siente sola con sus hijos en el mundo.

Se detiene en una estación de servicio para cargar combustible. Ella misma lo hace porque nadie sale a atenderla. Luego entra al snack buscando lo que sea para darle de comer a sus hijos. Todo está revuelto, las cajas rotas, las bolsas de comida rápida destrozadas. Nada ha quedado sano, nada a quedado para comer. Sabe que sus hijos pequeños tienen hambre y ella también. Lucy está desesperada. Por qué esta maldición del cielo, por qué Dios la está castigando así si su único pecado fue enamorarse de un desgraciado que un día se fue dejándola sola con sus pequeños y su alma destrozada. Quizá él ahora esté en una playa del Caribe disfrutando del sol o quizá esté muerto y por lo tanto liberado de este infierno sin llamas. Revisa todo rogando que se hayan olvidado de algo, un pedazo de pan duro, lo que sea pero que logre calmar el dolor en el vientre por el hambre.
Una caja de metal, metida en un hueco que se nota nadie revisó. La abre y no hay nada para comer. Sólo un arma, un revólver, cargado con seis balas. Maldita sea, para que quiere un arma si no hay nada que matar y terminar con el hambre de sus hijos. Lucy sabe usarla porque su padre siempre tuvo una pistola en la casa y le enseñó a disparar, aunque ella odiara ese instrumento del diablo. Puede ser que la necesite, se dice a si misma y la mete entre sus ropas.

Dos hombres y una mujer han rodeado su viejo Packard con sus hijos fuera del auto muertos de miedo. Todos bajo la lluvia. Uno de los hombres está armado con una escopeta y la mujer con un cuchillo. Lucy tiembla de terror e inmediatamente palpa el revólver escondido pero reacciona a tiempo; sabe que si intenta algo no podrá contra los tres y sus hijos pueden morir.
Qué quieren, déjennos en paz. Les dice acercándose al auto. Comer queremos, eso es lo que queremos. Se adelanta el más grande fisicamente con el arma apuntándole y gritándole casi a la cara. No tengo comida, no hay comida allí dentro, deberían saberlo. Sí hay comida, aquí la hay, estúpida mujer. De qué hablas, yo... Ustedes son comida, los niños serán un manjar para nosotros... ¡Mi Dios! ¡Vayansé ya!
La mujer amenaza a uno de los niños con el cuchillo tocándole con la hoja la garganta. ¡Lo voy a matar! ¡Maldita sea, tengo hambre!
¡Noooooo! Grita Lucy sacando el revólver y a la vez pegándole una patada en los testículos al hombre que tiene la escopeta. El tipo cae al suelo soltando el arma, agarrándose sus partes íntimas. Lucy le apunta a la cabeza a la mujer que suelta al niño e inmediatamente le ordena a los chicos que corran hacia ella. El otro hombre que está al lado del auto, saca la llave que está colocada en el arranque y la arroja del otro lado de la carretera. No podrás escapar, los vamos a matar a los tres. Le grita a Lucy que retrocede para meterse en el snack con sus pequeños. La mujer corre hacia la escopeta que está en el suelo y Lucy dispara.

Nunca había matado a nadie, por Dios nunca, por qué le tiene que estar pasando esto. No puede más con su alma. El hombre que tenía el arma se repone de la patada de Lucy, toma la escopeta y dispara al snack destrozando todo. Lucy en su desesperación le dispara dos veces. Erra. Ve que el tipo vuelve a cargar la escopeta pero ella tiene que esconder a los niños y huye con ellos a la parte de atrás del local. Está oscuro, sólo hay un agujero en el techo por donde se ve el cielo gris y encapotado como ya es natural y el agua de la lluvia que cae. Esa hendija en el techo no logra iluminar el cuarto abarrotado de cajas desparramadas por el piso. Esconde a los niños detrás de unas cajas y se acerca a la puerta para ver a los tipos, mojados hasta los huesos, dentro del local gritando como desaforados buscándola. Lucy se da cuenta de que son torpes y estúpidos; quizá por el hambre. Al que está desarmado lo tiene a tiro. No lo piensa dos veces. El otro tipo, con furia al sentirse solo, descarga su arma contra ella pero con tal falta de puntería que no la alcanza. Lucy dispara una vez más y sabe que esta vez volvió a desperdiciar el tiro. Sólo le queda una bala en el cargador. Corre a esconderse con los niños aterrorizada.

El sujeto entra rápidamente al cuarto y desaparece en la oscuridad. Lucy sabe que está ahí porque hace ruido tropezándose con las cajas, percibe dónde se encuentra pero también sabe que si dispara y falla, serán ella y sus hijos, el alimento para este animal del demonio. Mantiene el revólver apuntando hacia donde supone que el hombre está vociferando e insultándola a más no poder. Ruega por un milagro que le permita apretar el gatillo. Ella y los niños casi no respiran para no delatar su posición. De pronto, el tipo se ilumina. Como si una luz saliera de su interior queda al descubierto sorprendiéndose él mismo. Mira hacia el techo buscando una respuesta a su luz repentina y Lucy aprieta el gatillo provocándole un agujero en el pecho por el que podría meter su pequeña y delicada mano.

Lucy, mira el agujero en el techo y ve un rayo de luz entrando por él. El sol. El sol que aparece entre las nubes que se abren dejando ver el cielo tan maravilloso y azul como ella casi no lo recordaba. Ya no llueve. Ríe a carcajadas de felicidad porque se le ocurre que ya no volverá a llover nunca más. Sus niños rien con ella. Todo terminó, piensa. Ahora, buscará la llave de su viejo auto para irse lejos y empezar otra vida, con otros sueños, con otra gente.
Antes de partir, comerán.

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