sábado, 31 de julio de 2010

Querida, Señora Laura.

Querida, Señora Laura:

Quise dejarle estas líneas para que las leyera después de que me haya ido a cumplir con mi trabajo en otro lugar. Siempre habrá alguien que necesite de mis servicios y, con su carta de recomendación, no tendré ningún inconveniente en comenzar una nueva vida ayudando a una persona con un corazón tan noble como el suyo.

Fue para mi muy satisfactorio haber estado a su lado cumpliendo con mi deber. He recibido de parte suya el más cordial afecto, lo cual ha enriquecido mi espíritu nutriéndolo de una gran sabiduría. Usted es la culpable de contar con semejante fortuna a esta altura de mi vida.

Reconozco, y usted Señora Laura lo sabe porque se lo he dicho, que cuando el Señor Alfredo cruzó la puerta de su casa tuve mis reparos por su repentina presencia. Diez cartas en diez años, confesándole un amor tan grande, la insistencia con la que lo hizo, y en el marco de su soledad, me produjo temores porque sus intenciones me parecían altamente sospechosas. Usted comprenderá que me sentía responsable de su cuidado y de ninguna manera iba a permitir ningún tipo de arrebato hacia su persona, ya sea físico o espiritual. Si eso hubiese pasado no me lo perdonaría jamás.

El tiempo me enseñó cosas, momentos vividos en la casa que me tranquilizaron, que me dieron una luz de esperanza por usted. Ver al Señor Alfredo atendiéndola con tanto cariño; ver cuando en las noches la levanta de su silla de ruedas con un esfuerzo tremendo porque sus cansados brazos ya no dan más, para llevarla hasta su cama, acostarla, arroparla, besarle la frente y luego retirarse a su cuarto a descansar sin ninguna otra intención, es un acto de amor tan grande, que merece este señor, todo mi humilde respeto.

No cabe duda ya para mí de cuanto la ama. Y menos me cabe lo bien que le hace a usted, Señora Laura, este amor que llegó de pronto aunque diez años tardó, para enseñarnos a todos que siempre hay una luz de esperanza cuando ya todo parece perdido y, sólo el sufrimiento de lo perdido alguna vez, es lo que quedaría en lo más profundo del alma para siempre.

Mi querida Señora Laura, el Señor Alfredo es un hombre tan sencillo que yo me preguntaba cuando llegó, cómo haría usted para estar al lado de un hombre así siendo tan distinta a él culturalmente, en todo sentido. Esto también me dejó otra enseñanza; no hay barreras cuando el que habla es el corazón, no hay distancias cuando son los ojos los que hablan.

Desde la muerte de su amado esposo, en cinco años no la había escuchado reír como lo hace ahora. Éste hombre simple ha logrado que en esta casa hasta las paredes rían; pero mire usted que el color del empapelado parece más intenso, más vivo.

Me voy feliz, porque usted volvió a vivir y el Señor Alfredo empezó a vivir. Juntos tendrán una gran vida, se complementarán. Todo esto que empezó hace diez años en una estación de tren. Esto que comenzó con una apreciación de un hombre que se enamoró de alguien que ni siquiera lo miró. Esto que era un absurdo sin ningún sentido y que el destino, a causa de una tragedia que no debió ocurrir, hizo que una vida solitaria y otra llena de pena se encontraran para remediar dos situaciones tan distantes, no es otra cosa que una historia de amor tan grande como las más grandes que tengan razón de ser.

Querida, Señora Laura, la dejo en las mejores manos, las del Señor Alfredo que merece todo mi aprecio. Me llevo el recuerdo de estos años sirviéndola, ayudándola a sobrevivir sabiendo que di todo de mí y déjeme creer con modestia, preparándola sin querer, a encontrarse con la persona que la acompañará el resto de su vida.

La saludo desde lo más profundo de mi corazón. Sabe que si un día me necesita sólo tiene que buscarme y aquí estaré, aunque sé que ya no hará falta. Beso su frente y le ruego le de mis respetos al Señor Alfredo.

Nora, su fiel Ama de Llaves.

PD: ¿Qué? Siempre me sorprendió escucharlos reír a carcajadas cada vez que uno de los dos hacía esa pregunta. Supongo que será un código entre ustedes. Eso está muy bien y me alegra sobremanera.

sábado, 24 de julio de 2010

Señor Alfredo.

Señor Alfredo:

He recibido, le aclaro que con estupor, cada una de sus cartas en diez años y casi sin diferencia de fechas una de la otra. Digo con estupor porque las primeras me causaban gracia por su atrevimiento. Perdone, Alfredo, por ser tan auténtica en mi apreciación.

Le confieso que la primera carta la leí sin entender, preguntándome de quién era realmente porque a usted no lo recordaba. Luego, supuse que era el boletero de la estación de tren por lo que me decía en ella y la volví a leer. Claro que no le di importancia, pero, por suerte, por alguna razón del destino guardé su reseña olvidándome de ella hasta que un año después recibí la segunda. Y así sucesivamente a medida que pasaban los meses.

Señor Alfredo, quiero que sepa que yo jamás lo miré aquella vez en la estación, o si lo hice fue sin observarlo. Lamento desilusionarlo, pero no puedo mentirle ante semejante declaración de amor hacia mí durante diez largos años. Por eso, hasta hoy, jamás le contesté lo que me parecía un auténtico absurdo. De todos modos permítame decirle que me siento halagada.

Cuando usted me vio en la estación dispuesta a tomar el tren a mi ciudad, Cipolletti, mi vida era totalmente normal o más que eso. Casada con un hombre al que amaba más que a nada en el mundo. Ese mundo que me llenaba de felicidad a cada instante al sentirme afortunada por tener a mi lado a una persona maravillosa, un ángel que me cuidaba y respetaba como a una princesa. Sólo nos faltó un hijo que lamentablemente yo no pude darle. Así y todo nada ni nadie podría cambiar mi destino de luces; sin sombras, sin pesares.

Seguramente esto que está leyendo en este momento rompa su corazón, pero, Alfredo, no todo en la vida se perpetúa hasta el infinito, no, a veces el destino de luces se ensombrece y el Universo parece conspirar contra uno. Contra mi lo hizo.

Hace cinco años, viajando con mi esposo a Neuquén en nuestro auto, tuvimos un terrible accidente. Mi adorado esposo que conducía el vehículo murió en el acto. Desperté en un hospital después de varios días de coma y, le juro Alfredo, hubiera deseado no hacerlo jamás. No sólo por enterarme de que mi esposo ya no estaría más conmigo, sino al descubrir que ya nunca volvería a caminar. Sí, Alfredo, y además sin volver a pararme. Mis piernas quedaron totalmente inutilizadas.

Tres años de tristeza infinita me sucedieron, con un dolor en el alma que me es imposible relatarle. Mi Ama de Llaves, Nora, una alemanota rígida, fuerte de carácter pero con un gran corazón, me ha acompañado desde entonces. Ayudándome, siendo mis piernas inútiles, atendiéndome sin descanso, dándome de comer y levantándome el ánimo a cada minuto. Por ella he vivido y vivo, además Señor Alfredo, por sus cartas cada año.

He leído cientos de veces cada una porque en mi condición inválida, sentir que alguien me ama tanto es una bendición. Nunca me atreví a contestarle e imaginará el motivo, pero creo que usted, Alfredo, por su insistencia incondicional, lo merece.

No puedo decirle que siento lo mismo por usted que lo que siente por mi, no, sería una ridiculez de mi parte, pero sí, cada carta que he leído y releído me ha hecho soñar. Soñar con correr por la playa con un hombre que me acompañe, compartir cenas y charlas, ver las estrellas acostados en el césped sintiendo la frescura de la noche en nuestra cara. Desde mi silla de ruedas, mirando desde mi ventana el verde de los árboles y el color de las flores, me permito pensar en lo que ya no podré hacer físicamente como si realmente sucediera. Esto tengo que agradecérselo de corazón. Sus diez cartas, que para mi fueron cien, me ayudan a darme cuenta de que la vida continúa.

Estimado, Señor Alfredo, sepa usted que los trenes siguen llegando todos los días a Cipolletti. Atrasados porque no salen a horario, cancelados vaya a saber por qué, pero llegan. Sepa usted que de aquí no me moveré, como verá. Sepa usted también que las puertas de mi casa están siempre abiertas aunque ya hace años que nadie las cruza. Sólo mi querida Nora y yo estamos aquí.

Alfredo, agradeciéndole sus cartas un millón de veces, desde lo más hondo de mi corazón lo saludo con todo mi afecto.

Laura.

PD: ¿Qué? A mi también me resulta graciosa esa pregunta, aunque no la recuerde, pero si usted lo dice debe haber sucedido así.

domingo, 18 de julio de 2010

Estimada, Laura.

Estimada, Laura:

Esta es mi décima carta en diez años; una por año y en la misma fecha cada vez. Desde hace 365 días hasta aquí mi vida no ha cambiado mucho, sólo lo ha hecho mi cabello que cada vez es más blanco y mi cuerpo que ya no resiste ciertos tirones.
Como siempre le digo por este medio, no hay un solo instante en que no la recuerde. Cada hora, cada minuto, usted, mi estimada señora, está en mi mente.
Recuerdo los momentos vividos juntos como si hubiesen ocurrido ayer; usted es la mujer más bella que mis cansados ojos han visto en toda mi existencia. Y sólo fue un día en nuestras vidas.
A veces me pregunto, al no recibir nunca una respuesta de su parte, si leerá estas cartas que le envío. Si llegan a su buzón. Si usted vive todavía donde me dijo aquella vez. Quiero creer que si, ansío que mis letras sean palabras que usted escucha cuando las lee, deseo que no haya olvidado mi voz.
La suya me dice, "hasta pronto, Señor Alfredo" todas las noches cuando me voy a dormir. Como aquella vez en la estación de tren al despedirnos. Fue lo último que escuché de sus labios. El timbre de su voz quedó para siempre grabado en mis oídos y eso es lo mejor que me pasó en la vida.

Fue mi culpa, hablo de dejarla ir como lo hice. Debí seguirla en su camino para no separarme más de usted, pero, mis temores a una vida en compañia de una mujer me lo impidió. He tenido siempre ese miedo a compartir mi soledad y no he dejado de arrepentirme una y otra vez en estos diez años. Estoy solo como lo he estado siempre. Me lo reprocho a cada instante, y ahora, cuando el tiempo de la juventud y la fuerza a pasado, quisiera vivir lo que me he perdido por un tonto capricho.
Ya es tarde. Muy tarde. ¿Será así, Laura? Seguramente recomenzó su vida olvidándose de un pobre hombre que una vez la dejó ir en ese tren sin el más leve intento de detenerla, y sé que esperaba que lo hiciera. Lo sé; jamás me lo perdonaré.

¿A qué hora parte el tren a Cipolletti? Me dijo esa tarde que fue para mi tan importante. ¿Lo recuerda? En una hora y treinta y seis minutos, le dije después de mi estupor al quedar fascinado con sus ojos que me miraban interrogándome.
Deme un boleto, por favor, me dijo usted y yo le pregunté ¿Qué? Hoy lo recuerdo y me siento tan tonto. Qué habrá pensado de mi al verme como hipnotizado por su belleza.
Alfredo, recuerdo que le dije, y usted me preguntó, ¿qué? Ay mi Dios, pienso en ese momento y me resulta graciosa la situación. Cuando le entregué el boleto, apenas rozé sus dedos con los mios y fue mágico, supe que era usted, Laura, la mujer de mi vida, de mis sueños, después de años vividos como un ermitaño estaba frente a la mujer que, en esa hora y treinta y seis minutos hasta que el tren partiera, iba a cambiar mi vida para siempre. Y vaya que lo hizo; diez cartas escritas en diez años es todo un récord para mi.

Mi momento sublime llegó cuando me dijo que al otro día alguien traería una encomienda que yo debería enviarle a su casa, allí en Cipolletti. Sí, porque anotó su dirección en un papel y su nombre, su maravilloso nombre: Laura. Nada más que Laura. El nombre más dulce que mis, hoy más sordos oídos, han escuchado jamás.
Laura, soy Alfredo, le dije. Sí, ya me lo dijo, me respondió yéndose a sentar a un banco frente a la boletería para esperar el tren. En ese momento, supe que usted no me olvidaría. Supe que usted, mi estimada Laura, sentía al conocerme lo mismo que yo sentí. Fue suficiente nada más, fue todo lo que necesité para saber que debía quitarme el delantal gris que usé en mi trabajo durante 40 años (ya no lo hago porque me jubilé) y tomar ese tren que, el muy maldito, llegó y salió en horario. Justo en este país que nada sale a horario, ese día, ese odioso tren fue puntual.
Pero, mis miedos a una vida juntos impidió que tomara la decisión de dejar todo y seguirla para siempre. Sé que usted, a esa altura, querida Laura, fue lo que más deseó, por eso y como lo hice en las nueve misivas anteriores, le ruego infinitamente que me disculpe. Soy, sin dudas el hombre más tonto del mundo. Sí, sé que lo piensa y está en su derecho. Puede gritarlo a los cuatro vientos ¡Qué imbécil es este hombre! Lo merezco.

Nunca olvidaré el instante en que se levantó de su asiento para abordar el tren después de tanto tiempo de estar allí en silencio y yo la saludé con la pena que me embargaba: Adios, Laura... Usted me miró con la vista perdida, pero sé que era de una inmensa tristeza, para decirme aquél inolvidable para mi: Hasta pronto, Señor Alfredo.

Ay, Laura, después de diez años de escribirle si sólo me contestara una carta, solo una para saber que está bien, que me recuerda, que siente lo mismo que yo por usted. Que no me ha olvidado aunque se haya ido aquella vez muy enojada conmigo porque no la seguí. Diez veces le he pedido que me perdone. En diez cartas como esta. Sólo le pido una de su parte y subiré ese tren que hoy, seguramente no saldrá a horario y quizá hasta lo cancelen. Si así fuera, no se preocupe, una señal de su parte y llegaré a su ciudad como sea (caminando no porque ya las piernas no me dan).

Laura, querida mujer de mis sueños, he vivido con usted y por usted todos estos años, esperando el momento de verla otra vez, esperando el instante de decirle como aquella vez: Alfredo. Y usted me dirá, ¿qué? Será tan gracioso y maravilloso que vivirá el resto de su vida riéndose de mi y me sentiré afortunado por saber que usted, Laura, tiene tan saludables sentimientos hacia mi persona.
Esperando, como siempre, una contestación que me de una esperanza, la saludo muy atentamente desde lo más profundo de mi corazón.

Alfredo.

PD: ¿Qué? ¡Que gracioso! No me haga caso, Laura, es sólo un tonto chascarrillo de mi parte. Ya sabe que no puedo con mi genio si de humor se trata.

sábado, 10 de julio de 2010

La Gran Noche de Sabrina.

La mesa puesta impecablemente para dos. Tres velas encendidas en el centro iluminando apenas el ambiente. La suave brisa que acaricia el cuerpo entra por el ventanal del piso 17 en esa noche de verano. Agradable, dulce es el aire, limpia la luna. La mejor época del año es esta para ella, como lo fue el día que se casaron, hace cinco años.
La carne bañada con salsa de ostras y papas marinadas no ha salido del horno. Cocida hace dos horas, fría hace una hora y media. La voz de Norah Jones se apagó quién sabe cuánto hace. Media botella de Chardonnay ha pasado por la garganta de Sabrina. Docenas de insultos por sus labios que han dejado marcas de rouge en su copa. Maquillada como una pintura impresionista y vestida como una prostituta por la que los dioses se convertirían en diablos. Para él. Para el hombre que le juró amor eterno. Para él. Para el hombre que de esta noche de aniversario, se olvidó.

El sonido del agua de la ducha la despierta después de que el sueño la venciera a la madrugada. Se levanta de la cama; la puerta del cuarto de baño entreabierta deja ver la silueta de Julián detrás de la cortina transpirada. Imagina su cuerpo desnudo, perfecto, como ella lo sueña, con el agua enjabonada recorriéndolo y lo desea. Desea hacerlo sufrir de placer como lo había planeado para la noche anterior, después de empaparlo primero de sudor con sabor a champagne Rosé.
Hijo de puta, sos un hijo de puta.
¿Qué pasa? Pregunta descorriendo la cortina para observar a su mujer como si le resultara una desconocida.
Eso, que sos un hijo de puta, tu regalo de aniversario está sobre la mesa del comedor.

Sabrina prepara café, sólo para ella. Julián entra a la cocina con la pequeña caja sin abrir en su mano, adivinando que seguramente es el estuche de un reloj e intenta abrazar a su joven esposa pidiéndole mil perdones.
No es que me olvidé, es que... Es que anoche tenía la reunión con los chinos y sabés como es esto de los nego...
Existe un aparato chiquito que tiene cámara de foto, Mp3, y no se cuanta boludez más además de ser un teléfono. Le dice ella alejándose de sus, todavía, mojadas manos.
Uy, lo dejé en la oficina, salí tan apur...
Claro, por eso te llamé tantas veces y no contestabas.
Sí, fue por eso, lo que pasa es qué...
¡Basta! Basta, Julián, no me tomes por idiota.
¡No, mi amor, yo no...!
Sí, ¿quién es ella?
Pero qué decís, no hay nadie...
¿Quién es ella? ¿Con quién te estás acostando? ¿Con quién el día de nuestro aniversario, por Dios?

Julián, sentado en el sillón del living en el que tantas veces se amaron, con las manos tapando su rostro, se quiere morir. Sabe que no tiene escapatoria, que esta no la puede levantar, que lo mejor es la verdad. Ellos, la pareja perfecta para todos sus amigos; apuestos, con cuerpos deseables el uno por el otro, de pronto están en una crisis que él no puede solucionar ni con la ayuda de la ONU. Ella, su mujer, bellísima, con unas piernas largas y moldeadas por artesanos, nalgas como Julián no hubiera acariciado jamás y una boca que lo ha llenado de placer una y otra vez, está a punto de dejarlo por un estúpido e irresistible deslíz justo en la noche de su quinto aniversario. Pero... Es que la china estaba para matarla, piensa y se lamenta por su debilidad de la noche anterior.
Quiero que la traigas acá...
¿A quién?
A la china...
Pero, Sabrina, qué decís...
¡La traés, entendés, la traés aquí! Si no, ahí está la puerta y no quiero verte nunca más.

La carne con salsa de ostras y papas marinadas recalentada en el microondas, no está nada mal. Una nueva botella de Chardonnay abierta y los tres frente a frente comiendo en silencio, iluminados por las tres velas y la dulce voz de Norah Jones.
Sabrina, maquillada y vestida como la noche anterior observa detenidamente a la mujer china todo el tiempo, con odio y admiración a la vez. Es increíblemente hermosa. Las dos se miran estudiándose a los ojos, como cautivándose e intentando, Sabrina, descubrir por qué esa mujer enigmática logró hacerle olvidar a Julián de algo tan importante en sus vidas.
Le habla a su esposo sin dejar de mirar a la china ni un segundo.
¿Cuánto te costó?
Sabrina, no creo que...
¿Cuánto te costó?
Por favor, amor...
¿Cuánto... te... costó?...
Mil quinientos...
¿¡Mil quinientos pesos!?...
Dólares...
¡Hijo de puta! ¡Y te olvidaste de mi regalo de aniversario!
Sabrina, mi amor, perdón, yo...
Ella es mi regalo...
¿Qué?
Dije que... ella... es mi... regalo...
Sabrina, creo qué...
Te vas...
¿Qué?
¡Qué te vas o no entendés español!
¡Estás loca!
¡Te vas ya! y no volvés hasta mañana al mediodía, ¿me escuchaste bien? Ah, antes de irte, dejá tres mil dólares para pagarnos la que será la mejor noche de mi vida.

jueves, 1 de julio de 2010

Humedad.

Llueve. Desde que Lucy tiene uso de razón. Ya no recuerda como es el mundo seco. Las probabilidades de que salga el sol no existen más sobre su mojado pueblo. Quizá el sol no exista más. Por las calles corre el agua y las bocas de desagüe no soportan tanto caudal. Si el lugar no fuera tan plano estarían todos bajo el agua. Ella se acostumbró a sentir su piel húmeda, su ropa interior húmeda, su cabello húmedo. Sus dos pequeños hijos, frutos de un amor que se fue, siempre están húmedos. La gente que pasa por su vereda, camina con la cabeza gacha, tristes, empapados. El radio no funciona porque sus válvulas se han oxidado por el 100% de humedad ambiente. El televisor es lluvia permanente. No hay noticias del mundo exterior. El pasto ha crecido en su jardín; ya nadie lo corta y las flores murieron. En los campos el ganado se muere ahogado porque allí sí se ha inundado. Los sembrados se pudren. Los alimentos enlatados escasean. Lucy sabe que morirán de hambre. Sabe que se matarán unos a otros por una galleta seca. Es el fin de la humanidad, piensa, medita, sufre por sus hijos. LLora en las noches escuchando el agua golpear la ventana de su cuarto y se tapa los oídos con sus manos porque ya no aguanta más ese tamborileo permanente.

Lo ha decidido. Se irá lejos con sus dos hijos buscando un rayo de sol. Vida. Algo que le demuestre que hay esperanzas para los tres.
Como puede, seca el carburador de su viejo Packard 40 y logra ponerlo en marcha. Ya ha cargado alguna ropa en el baúl, a sus hijos en el asiento trasero y abandona su hogar que es una gran mancha de humedad con una casa adentro. Nadie circula en auto por la calle y todos se extrañan al verla conducir con la vista al frente, para no ver a su empobrecido pueblo empapado, hacia la carretera estatal. Lucy sueña que en algún lugar no caerá esta maldición que es el origen de la vida pero que terminará por matarlos a todos. Ya circula por la carretera y a los costados todo es agua. Como si la ruta fuera un hilo muy fino flotando en un lago grande como el planeta. Conduce todo el día; toda la noche y nunca deja de llover. Los pueblos que dejó atrás son fantasmas. No ha visto a nadie en sus calles, en sus casas, en sus veredas. Nada para alimentarse en los comercios vacíos. Se siente sola con sus hijos en el mundo.

Se detiene en una estación de servicio para cargar combustible. Ella misma lo hace porque nadie sale a atenderla. Luego entra al snack buscando lo que sea para darle de comer a sus hijos. Todo está revuelto, las cajas rotas, las bolsas de comida rápida destrozadas. Nada ha quedado sano, nada a quedado para comer. Sabe que sus hijos pequeños tienen hambre y ella también. Lucy está desesperada. Por qué esta maldición del cielo, por qué Dios la está castigando así si su único pecado fue enamorarse de un desgraciado que un día se fue dejándola sola con sus pequeños y su alma destrozada. Quizá él ahora esté en una playa del Caribe disfrutando del sol o quizá esté muerto y por lo tanto liberado de este infierno sin llamas. Revisa todo rogando que se hayan olvidado de algo, un pedazo de pan duro, lo que sea pero que logre calmar el dolor en el vientre por el hambre.
Una caja de metal, metida en un hueco que se nota nadie revisó. La abre y no hay nada para comer. Sólo un arma, un revólver, cargado con seis balas. Maldita sea, para que quiere un arma si no hay nada que matar y terminar con el hambre de sus hijos. Lucy sabe usarla porque su padre siempre tuvo una pistola en la casa y le enseñó a disparar, aunque ella odiara ese instrumento del diablo. Puede ser que la necesite, se dice a si misma y la mete entre sus ropas.

Dos hombres y una mujer han rodeado su viejo Packard con sus hijos fuera del auto muertos de miedo. Todos bajo la lluvia. Uno de los hombres está armado con una escopeta y la mujer con un cuchillo. Lucy tiembla de terror e inmediatamente palpa el revólver escondido pero reacciona a tiempo; sabe que si intenta algo no podrá contra los tres y sus hijos pueden morir.
Qué quieren, déjennos en paz. Les dice acercándose al auto. Comer queremos, eso es lo que queremos. Se adelanta el más grande fisicamente con el arma apuntándole y gritándole casi a la cara. No tengo comida, no hay comida allí dentro, deberían saberlo. Sí hay comida, aquí la hay, estúpida mujer. De qué hablas, yo... Ustedes son comida, los niños serán un manjar para nosotros... ¡Mi Dios! ¡Vayansé ya!
La mujer amenaza a uno de los niños con el cuchillo tocándole con la hoja la garganta. ¡Lo voy a matar! ¡Maldita sea, tengo hambre!
¡Noooooo! Grita Lucy sacando el revólver y a la vez pegándole una patada en los testículos al hombre que tiene la escopeta. El tipo cae al suelo soltando el arma, agarrándose sus partes íntimas. Lucy le apunta a la cabeza a la mujer que suelta al niño e inmediatamente le ordena a los chicos que corran hacia ella. El otro hombre que está al lado del auto, saca la llave que está colocada en el arranque y la arroja del otro lado de la carretera. No podrás escapar, los vamos a matar a los tres. Le grita a Lucy que retrocede para meterse en el snack con sus pequeños. La mujer corre hacia la escopeta que está en el suelo y Lucy dispara.

Nunca había matado a nadie, por Dios nunca, por qué le tiene que estar pasando esto. No puede más con su alma. El hombre que tenía el arma se repone de la patada de Lucy, toma la escopeta y dispara al snack destrozando todo. Lucy en su desesperación le dispara dos veces. Erra. Ve que el tipo vuelve a cargar la escopeta pero ella tiene que esconder a los niños y huye con ellos a la parte de atrás del local. Está oscuro, sólo hay un agujero en el techo por donde se ve el cielo gris y encapotado como ya es natural y el agua de la lluvia que cae. Esa hendija en el techo no logra iluminar el cuarto abarrotado de cajas desparramadas por el piso. Esconde a los niños detrás de unas cajas y se acerca a la puerta para ver a los tipos, mojados hasta los huesos, dentro del local gritando como desaforados buscándola. Lucy se da cuenta de que son torpes y estúpidos; quizá por el hambre. Al que está desarmado lo tiene a tiro. No lo piensa dos veces. El otro tipo, con furia al sentirse solo, descarga su arma contra ella pero con tal falta de puntería que no la alcanza. Lucy dispara una vez más y sabe que esta vez volvió a desperdiciar el tiro. Sólo le queda una bala en el cargador. Corre a esconderse con los niños aterrorizada.

El sujeto entra rápidamente al cuarto y desaparece en la oscuridad. Lucy sabe que está ahí porque hace ruido tropezándose con las cajas, percibe dónde se encuentra pero también sabe que si dispara y falla, serán ella y sus hijos, el alimento para este animal del demonio. Mantiene el revólver apuntando hacia donde supone que el hombre está vociferando e insultándola a más no poder. Ruega por un milagro que le permita apretar el gatillo. Ella y los niños casi no respiran para no delatar su posición. De pronto, el tipo se ilumina. Como si una luz saliera de su interior queda al descubierto sorprendiéndose él mismo. Mira hacia el techo buscando una respuesta a su luz repentina y Lucy aprieta el gatillo provocándole un agujero en el pecho por el que podría meter su pequeña y delicada mano.

Lucy, mira el agujero en el techo y ve un rayo de luz entrando por él. El sol. El sol que aparece entre las nubes que se abren dejando ver el cielo tan maravilloso y azul como ella casi no lo recordaba. Ya no llueve. Ríe a carcajadas de felicidad porque se le ocurre que ya no volverá a llover nunca más. Sus niños rien con ella. Todo terminó, piensa. Ahora, buscará la llave de su viejo auto para irse lejos y empezar otra vida, con otros sueños, con otra gente.
Antes de partir, comerán.