sábado, 26 de febrero de 2011

Así como se lo cuento. Capítulo 4.

Salí del baño, sólo con la toalla a mi cintura, ella, en su cocinita se preparaba un té. Me acerqué y me miró sin dejar de sonreír, aunque un poco sorprendida por mi atrevimiento porque esperaba, verdaderamente, que me fuera a dormir. La besé nuevamente. La tomé de su mano y la llevé sin decir nada a su dormitorio, recámara para ella, le saqué suavemente el pañuelo del cuello que ni siquiera se había quitado. Le desabroché los mil botoncitos perlitas de su suéter, desnudándola muy despacito mientras la acariciaba y besaba. Ella, se quitó las medias que siempre usa hasta sus muslos, y ya, sin la toalla, me acosté sobre su cuerpo desnudo en la cama. Con mucha dulzura nos besamos, acariciamos en silencio, y me metí en su intimidad hasta que no pudo más y murmuró un ‘’te amo’’, largo, sentido. Pronuncié entonces lo que esperaba decir desde tiempos inmemorables: ‘’Por fin…’’

Estuvimos horas en la cama desnudos, ella de espalda, yo casi encima, dando vueltas como las agujas del reloj, hablando, riéndonos mucho y haciendo el amor una y otra vez. Me dijo que jamás le había pasado algo así con nadie, ni con su ex esposo. Nos besamos infinidad de veces durante largo rato sin parar; era también nuestra manera de hacer el amor. Nos acariciábamos mirándonos, como no creyendo lo que estábamos viviendo, y de hecho era muy extraño que nos estuviera pasando eso después de habernos visto sólo una vez durante una hora y media de nuestras vidas. Yo le decía que no llevábamos ni un día entero de conocernos pero que éramos amantes eternos. Ella me aseguró que venía de nuestras vidas pasadas. Estábamos viviendo lo que seguramente ya habíamos vivido a través de los siglos, pero que no recordábamos, por eso todo era nuevo para nosotros. Luego de horas de amor, el sueño me venció y quedé profundamente dormido, desnudo en su cama. Ella se quedó sentada en el piso, con su espalda contra la pared, observándome dormir durante un largo rato, feliz de tenerme allí y agradeciendo a los dioses que eso sucediera.

Los miedos desaparecieron para los dos, los sueños se hacían realidad y para mi esa mujer era lo más bello que existía sobre la tierra. Para ella, yo era muy guapo, me lo decía todo el tiempo. Descubrí que usaba lentes de contacto, era por eso entonces que me creía guapo, pero yo con mis anteojos veo perfecto, lo suficiente para saber que es hermosa. Su cuerpo desde ese momento no tuvo secretos para mí y el mío para ella tampoco; nos recorrimos cada poro de nuestra piel, cada lugar íntimo fue descubierto el uno del otro. Éramos un sólo ser, con los mismos pensamientos y los mismos gustos al hacer el amor. No nos tuvimos piedad.

Dormí sólo una hora y media. Cuando desperté, en la posición en la que estaba en la cama, traté de ubicarme: me encontré en un lugar desconocido por unos segundos hasta que me di cuenta de que era su recámara. La puerta estaba cerrada, ella no se encontraba a mi lado. Me levanté, salí del cuarto y la vi de rodillas en el piso de espaldas hacia mi, con sólo su ropa interior puesta. Buscaba algo, pensé en atacarla pero se dio vuelta y me dijo: “Holaaaaa, se me cayó una perlita de mi aro…¡Acá está! ¿Dormiste bien mi amor?” Es una mujer que tiene la gran virtud de enamorar a todos y cada uno de los hombres que se cruzan por su vida, eso hoy lo sé después de conocerla bien. Es muy inteligente, dulce, cautivadora, seductora y enigmática. Esa actitud desinhibida buscando su perla, fue una constante en nuestra relación. Con cada cosa que hacía lograba que me volviera loco de amor. Sentía ganas de morderla, hacerle daño, quería oírla gritar, pero no soy violento entonces mi actitud era la de estar acariciando absolutamente todo su cuerpo el tiempo que me fuera posible.

En nuestras charlas por teléfono nos decíamos que cuando estuviéramos juntos, por la magnitud de la distancia que nos separaba, viviríamos pegados como abrojos. Así estuvimos ese 11 de abril y en los días siguientes. No podíamos separarnos más de algunos pocos centímetros uno del otro, por temor a que volviera a existir la distancia de continentes que era nuestra realidad física. Desnudos como estábamos, sólo con nuestra ropa interior, comimos algo, es decir lo poco que tenía para hacerlo porque al otro día viajábamos, sólo quedaba algo de carne para cenar esa noche. La comida que sirven en el avión siempre tiene gusto a poco y yo tenía hambre.

Ya era la tarde. Debí salir un rato para visitar a una persona a la que le prometí parte de los alfajores y el dulce de leche que tanto habían pesado en mi bolso. Me cambié para irme y nos despedimos con su súplica de que volviera pronto. Después de cumplir con esa promesa, volví a su casa en el Metro haciendo combinación en Plaza de Castilla, allí mismo donde dos edificios se miran inclinados uno hacia el otro como desafiándose. Ese martes 11 de abril, con mucha gente en las estaciones, el viaje de vuelta se me hizo interminable, tedioso, más que las doce horas que había volado. La extrañaba como loco, no veía la hora de llegar y me parecía que el tren tardaba más de la cuenta. La extrañé como la habría de extrañar siempre que me separara de ella, sin tener conciencia en ese momento de cómo sería después la dolorosa realidad que me tocaría vivir cuando volviera a Buenos Aires.

Bajé en Cuzco, caminé esas dos calles que tantas veces recorrería después, subí a su piso y ella me recibió tirándose a mi cuello casi con desesperación y diciendo: ¡Te extrañe, te extrañé tanto mi vida!.. No podía más, mientras preparaba mi maleta para mañana casi lloraba porque no estabas aquí, ¡te amo, te amo, te amo! Nos quedamos varios minutos abrazados porque a mi me había pasado lo mismo ¡Por Dios como la amaba! ¡Cómo nos amábamos!

Ya eran más de las nueve de la noche, preparó la cena: una carnita como la llamó, no quiero compararla con los bifes nuestros de cada día. Acompañada por unas verduras con guacamole, más alguna cosita mexicana que estaban muy ricas. Abrimos un vinito francés que tenía en su despensa y pusimos a Piazzolla para que nos acompañara con su música mientras cenábamos. Todo era perfecto; la mesa decorada con delicadeza, ella es experta en eso, las miradas, dos velas encendidas, el sabor de la comida que disfruta siempre; eso lo iba a comprobar yo cada vez que comíamos en algún lugarcito de donde estuviéramos. El vino tinto que nos calentaba hasta el alma y los tangos que nos llegaban al corazón. Luego, en su sillón del living, nos quedamos pegados como abrojos escuchando la música mientras mirábamos la luna rodando por Callao. Metió su cara en mi pecho de tal manera que le pregunté si estaba cómoda así porque ni respirar la oía; me dijo, sin abrir los ojos, que estaba muy feliz.

Luego de no sé cuanto tiempo de estar extasiados y viajando por las estrellas hacia otros mundos, quizá a alguno de esos en los que habíamos vivido esto en otras épocas, nos fuimos quitando la ropa para hacer el amor allí, en ese silloncito de estilo que está en su living que amo tanto, para seguir en su cama hasta quedarnos profundamente dormidos abrazados, “cucharita”. Al otro día, un avión, esta vez en la terminal 4 de Barajas, nos esperaba para llevarnos directamente a nuestra luna de miel, en Lisboa, después de haber pasado el mejor día de nuestras vidas: aquél 11 de abril.

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