martes, 1 de noviembre de 2011

La mujer que me retrató.

La foto que ilustra este cuento no fue hecha por mí.

Todo era blanco y negro para mí en ese tiempo que pasó. Las calles por las que transitaba, los vehículos, las vidrieras de los negocios, los niños y los ancianos. Las mujeres tenían su rostro: el de ella que me observaba detrás de su cámara.

Llegué a su estudio de la calle Arenales un día de comienzos de primavera. Dicen que es la estación del amor, y tendré que creerlo, yo que soy tan descreído. Un olor ácido impregnaba el estudio metiéndose en mi nariz sin piedad por mis entrañas. Deberá acostumbrarse, señor, me dijo desde sus labios carnosos con un tajo en el inferior. Debe ser por lo inflados que son, pensé risueño dentro de mí. Ella me retrataría. Así me lo habían dicho en la editorial sin más explicación que esa. La foto sería para la revista Panorama promocionando mi última novela. Tengo que decir que no sólo sus labios me llamaron la atención cuando la vi: también su blancura, sus ojos negros, su cabello rojo, su nariz respingada y suave y su cuerpo delgado sin nada que estuviera demás. Señor, siéntese allí frente a la cámara, esto llevará un rato, me dijo. Fue suficiente para que me diera cuenta de que había perdido el tiempo toda mi vida. Hoy empiezo de nuevo, me dije en voz alta. ¿Me habló? Se sorprendió asomándose desde atrás de la cámara. Dije que hoy empiezo a vivir otra vez y usted estará en mi nueva vida.

A partir de allí me retrató una y mil veces. Yo lo hice desde mis ojos para guardar cada imagen de ella para siempre. Como si tuviera un archivo en mi cabeza. Todo era pasión desenfrenada, sin piedad ni respeto en el momento de amarnos. Llegaba a su estudio y ella me esperaba en ropa interior con su rostro escondido detrás de la cámara, con las luces de tungsteno apuntándome hasta enceguecerme. Mientras me desvestía, me fotografiaba obligándome a posar de la manera más ridícula y vergonzante. Para ella era una señal de triunfo absoluto cada cosa que lograba en mí. Luego me amaba envueltos en el contraste de las luces que ella misma había puesto en ese escenario.

Me volví loco por esa fotógrafa que captaba mejor que nadie la personalidad de cada ser que pasara frente a su cámara. Les robaba el alma. Lo hizo con la mía de tal manera que me obligó a tener pensamientos suicidas y a la vez asesinos. Sin ella me mataría. Sin mí la asesinaría.

Mi retrato en la revista fue un éxito rotundo. Todo el mundo habló de esa foto y de quien la tomó. Nadie habló de mi libro como yo esperaba. Fue un total fracaso editorial. Los críticos literarios me destrozaron, para ellos era el fin de mi carrera como escritor. Para ella fue el comienzo de una carrera plagada de éxitos e invitaciones a exponer en todo el mundo. Me desesperaba verla partir a Nueva York, París, Milán. Sentía pánico de sólo pensar que con los hombres que fotografiara allá lejos viviría lo mismo que conmigo. Mi situación por el fracaso de mi libro comenzó a hacerse insostenible. Empecé a escribir otra novela que nunca terminaría porque mi pensamiento estaba donde ella estuviera. Mi aspecto comenzó a ser deplorable, no me afeitaba ni aseaba. Mis vecinos me temían, evitaban mirarme a la cara cuando salía de mi departamento; las pocas veces que lo hacía. Adelgacé tanto que no necesitaría suicidarme para morir; lo haría de hambre y de repente.

Su último viaje a Europa me resultó terriblemente insoportable. Llevaba un mes sin verla y sólo dos postales recibidas; una desde Roma y la otra desde París: “Nada me encantaría más que caminar por las calles de la ciudad luz contigo de la mano.” La mataría, la estrangularía con el cable del disparador de su maldita cámara. En la revista Panorama hablaban de la fotógrafa argentina que triunfaba en el mundo; sus fotos ya superaban aquel pobre retrato que me había hecho el día que la conocí. No podía más con ese tormento de extrañarla y desearla tanto. Hasta que un día regresó.

No era la misma que cuando se fue. Me hablaba de amor con una pasión y una ternura a la vez que yo no comprendía. Cuando llegué a su estudio de la calle Arenales, se colgó de mi cuello de una manera que me sorprendió por la desesperación con que lo hizo. Yo no entendía tanto amor derramado por mi presencia y no le creí nada. Pensé que trataba de esconder algo que había vivido en Europa con otros hombres y enloquecí de odio. Lloró ante mí rogándome que le creyera y más me confundió su pesar. Soy un fracasado, le dije para que entendiera. Nadie lee mi novela, en cambio a vos te va cada vez mejor. De tus fotos hablan en todo el mundo, de mi no hablan ni en la calle Suipacha donde vivo. Odio esta situación y odio que me digas que me amás cuando sé que no es cierto. Decenas de hombres allá en Europa habrán acariciado tu pelo de fuego. Maldita seas, debería quemarte los ojos con un hierro incandescente para que no puedas mirar más a través de tu cámara. Ella, en un mar de lágrimas, me decía que no entendía mi furia, que no había ningún motivo para eso, que lo único que había hecho estando lejos de mí era extrañarme hasta el llanto en las noches. Por favor, a mi no, tanta mentira puede despertar lo peor que tengo dormido en lo más profundo de mi ser.

La maté. Esa misma tarde en que la volví a ver después de tanto tiempo, la maté con el trípode de su cámara partiéndole la cabeza a golpes. Quedó con la vista clavada en el ventilador de techo, reflejándose sus aspas en movimiento en el vidrio de sus ojos muertos. Limpié con total esmero toda evidencia de mi presencia en su estudio, recuperando todas las fotos que me había tomado, para quemarlas, y me fui a mi departamento completamente convencido de que había hecho justicia. Su alma perversa descansaría en el infierno. Esa misma noche me llamó mi editor para darme la noticia que yo, ya no esperaba: mi libro era un gran éxito en Uruguay. Más de cien mil ejemplares vendidos en pocas semanas me obligaban a viajar a la otra orilla invitado por las páginas literarias uruguayas. Habría fotos para las revistas que me tomaría una fotógrafa alemana afincada en esa tierra.

Hace dos meses que estoy en Montevideo viviendo lo que deseé vivir en Buenos Aires cuando comencé mi segunda vida. Ahora estoy en mi tercera vida al lado de ella, una mujer de cabello amarillo que me retrata con su cámara y que nadie conoce más allá de la Avenida 18 de Julio de esta hermosa ciudad uruguaya; salvo su madre que vive en Stuttgart, un lugar de Alemania al que jamás dejaré que vuelva.

2 comentarios:

  1. Siempre que vengo por aqui me voy emocionada, me encantan la imagenes que creas mediante el uso de la palabra. Como giras la historia, como embaucas, para luego desmontarla y construir una nueva.
    Macabras personalidades de trotamundos, psicópatas sin piedad enmascarados en amorosos amantes.

    Hoy empiezo mi nueva vida y tu estás en ella, al principio me pareció la declaración más tierna y deseada, al final me parece la espina dorsal del texto y la sentencia de muerte de todas aquellas que le acompañan.

    Mi enhorabuena

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  2. Gracias, Carmeloti. Tu comentario me alimenta el alma más que el ego.

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