lunes, 14 de noviembre de 2011

Las ocho cartas de Saturnino.

Lo que me contó, Florentina Tablados, una tarde de té y pastelitos dulces en su elegante casa de la calle Guido en el barrio de Recoleta, me dejó con un quedo de asombro y tristeza a la vez. Les confieso que en cuestiones del amor soy mandado a hacer, pero lo que le pasó a Saturnino Estigarriga por una mujer que lo flechó sin cuestiones aparentes, superan mis desencantos vividos en más de una oportunidad. Y con más razón si esa mujer pertenecía a la otra clase social.

Saturnino acumuló su riqueza ocupado con su negocio de bienes raíces, por ese motivo entabló una fuerte amistad con Florentina: Él se encargó de muy bien vender varios de los campos de los Tablados, especialmente a gringos que conoció en sus innumerables viajes al viejo continente. Florentina, gracias a eso, logró un buen pasar ocupando su lugar de privilegio entre las familias acomodadas de la Buenos Aires de la primera mitad del Siglo XX. Por lo menos una vez a la semana tomaban juntos el té en el Palais de Glace de Plaza Francia, allí mismo en diagonal al cementerio. Una tarde de risitas cómplices desmenuzando sin piedad a las señoras ricachonas y paseanderas, tildándolas de ridículas, se acercó con sigilo y rogando mil disculpas, una mujer muy joven, casi una niña, de piel mate y humildemente vestida. Qué hacés acá, Zaira, la increpó molesta, Florentina. La tímida niña, sirvienta de la casa de los Tablados, le dijo que había llegado la hermana de la señora, de repente y de visita desde Santa Fe con noticias desagradables de la tía Etelvina, y por eso la envió inmediatamente y sin respiro a buscarla.

Este pequeño altercado que no viene al caso en la historia, sí viene al caso por lo que le ocurrió en ese momento a Saturnino: Se le paralizó el corazón. Creyó ver a la mujer de su vida. Él, que había tenido en sus brazos a inglesas y francesas más blancas que las sábanas de seda que una vez compró en Turquía para regalarle a su madre, sintió que el oscuro de la piel de esa joven era un diamante en bruto por el que pagaría cualquier cosa con tal de obtener. Enloqueció de amor. Sin duda y vergonzosamente a la vez. De allí en más le pidió a Florentina hacer esos encuentros de té y masitas en la casa de ella; es que está llegando el invierno y las tardes se ponen grises y heladas. Excusa va excusa viene, la dama estuvo de acuerdo sin sospechar el verdadero endeble motivo de Saturnino.

La joven Zaira, servía el té con la más absoluta delicadeza, claro que sin el refinamiento de su ama, y a Saturnino le temblaban las piernas cada vez que la veía aparecer con la bandeja cargada con la tetera y los buñuelos a veces o los scones otras. Llegaba, servía, hacía una reverencia y se retiraba sin decir una palabra. El hombre, muerto de amor, esperaba que volviera para retirar todo y recién ahí dejaba la casa para llegar a su departamento y luego torturarse con el recuerdo de esa mujer morena, de piel suave, con ojos más tristes que el de una tortuga. Pensaba en las mil maneras de acercarse a ella, cosa que no era fácil porque no quería delatar su interés por una mujer de tan baja clase social para él y ni que hablar para Florentina. Si ésta notara algo se moriría de humillación.

Una carta, eso es, le escribiría una carta para luego buscar la manera de dársela cuando visitara la casa. Era una gran idea. Le escribió la más bonita carta que una mujer pudiera recibir, contándole con lujos de detalles todo lo que le pasaba cada vez que la veía. Le habló del permanente recuerdo en su mente y de las cosas que soñaba si ella le diera un atisbo de interés. Por supuesto pidiéndole disculpas por tanto atrevimiento además de rogarle que entendiera en mantener en secreto tan hermosa relación que, no dudaba, se convertiría de allí en más. A la semana siguiente, en la visita de siempre a tomar el té con Florentina, en el momento en que Zaira se hizo presente para servir la tan sagrada infusión, él haciéndose el gracioso, se ofreció a servir mientras la joven mantenía la bandeja, parada a su lado. Fue dejando cada cosa en la mesa para, en un momento dado, con verdadera maestría sacar de su bolsillo el sobre con la carta poniéndoselo en el bolsillo del delantal a Zaira. Florentina no se dio cuenta de nada y la joven ni se inmutó.

Llegó la próxima tarde de té. Zaira no le dio ninguna señal ni mirada al pobre Saturnino; una esperanza aunque sea remota ante tanto amor por ella. Otra carta, esta vez invitándola a verse en la feria de Flores el domingo por la mañana, día en que ella tenía su franco. Le indicó el lugar y la hora y allí estuvo media hora antes de lo pactado. Ya anocheciendo volvió a su departamento apesadumbrado. No podía creer que esa mujer lo rechazara de esa manera cuando muchas jóvenes de la sociedad porteña aceptarían una proposición de casamiento de su parte sin pensarlo dos veces. Le volvió a escribir, pero esta vez sin ningún prejuicio le dijo que la amaba con locura, que estaba dispuesto a llevarla a Europa, a los círculos más importantes del viejo mundo. Le escribió que no le importaba nada de lo que dijeran las personas de su círculo social. Le dijo que no había ninguna mujer que pudiera igualarla en el mundo entero pero que por favor le diera una señal, que le escribiera una carta, que le contara lo que sentía por él y si realmente no sentía nada que se lo dijera igual, porque estaba dispuesto a superar cualquier dolor que ello le infligiera si fuera así.

Nada. Cada vez que Zaira servía el té, no lo miraba nunca a la cara. Saturnino buscaba todas las maneras posibles de dejarle las cartas que cada vez eran más. Ni una respuesta. Volvía a su casa destruido, vencido, humillado. Escribió la última carta, la 8º a esta altura, estaba dispuesto a jugarse todo. En ella le dijo que si no le daba una respuesta, buena o mala, se suicidaría. Que su amor era verdadero y ella no parecía entenderlo. Llegó la tarde de tertulias con Florentina e hizo la misma triquiñuela de siempre para dejarle el sobre. Zaira actuó tal cual estaba previsto por el destino: como si el pobre no existiera. Dejó la bandeja y se fue a la cocina. Pero esto no fue lo peor. Lo realmente terrible ocurrió cuando Florentina, casi al pasar, en un momento cualquiera de la charla, dijo lo siguiente: Sabés, Saturnino, que la Zaira se me casa…

El grito agonizante que pegó el hombre cuando llegó a su departamento de Santa Fe y Arenales, se escuchó desde allí hasta la iglesia redonda de Belgrano. Con un cargador de bolsas del puerto se casaba la desgraciada. Cómo puede ser. Nunca le contestó una carta escrita por un verdadero culto y refinado hombre de las mejores familias de Buenos Aires, y prefirió en su lugar a un hombre más bruto que un arado. Lo bueno de todo esto fue que Saturnino decidió no suicidarse. Vaya a saber por qué, pero continuó su vida con un dolor en el pecho que nunca se pudo quitar. Las tardes de té y masitas con Florentina jamás dejaron de ser un clásico para los dos, aunque nunca más en la casa de ella porque él no quiso volver a cruzarse con Zaira. Se reunían en el Café Tortoni, la confitería Las Violetas o en el Jockey Club de la calle Florida. Así se iba enterando de la vida de Zaira que nunca dejó de servir en la casa de los Tablados. Siete hijos le dio a la bestia peluda que se casó con ella. Todos iban siendo varones, cuando estaba por nacer el séptimo se temió que se convirtiera en lobizón como el animal del padre, pero gracias a los rezos a la virgencita del Rosario fue una nena.

Saturnino y Florentina nunca se casaron. Siguieron con su amistad y tertulias hasta que treinta años después de aquellos acontecimientos que les relaté, cuando los Beatles empezaban a cambiar el mundo, una tarde de domingo, ella lo llamó por teléfono requiriendo su presencia inmediatamente en su casa de la calle Guido. Hasta allí llegó rápido y expectante el hombre a enterarse de lo que pasaba. Y esto fue lo que aconteció:

Ayer a la tarde fui al barrio de Chacarita, comenzó a explicarle Florentina. A la casa de Zaira. Ella me mandó llamar urgente y a mi me extrañó porque hacía varios días que no venía por aquí.

Saturnino escuchaba atentamente y a la vez sorprendido: Para contarme esto me llamaste, Florentina…

Sí, porque creo que te interesa mucho. Al hombre se le cayeron los pantalones. Zaira, estaba muriendo de una infección pulmonar. Ahora se le cayeron los calzoncillos pero se quedó estoico. Pero no sólo esto quiero decirte, mi viejo amigo, además quiero que sepas que sos un hombre de una gran bajeza, te enamoraste de una mujer que no tiene nada que ver con vos. De la más baja condición social. Vos, un refinado y culto hombre de negocios. No entiendo cómo no se te ha caído la cara de vergüenza en todos estos años…

Por favor, Florentina, dejame explicarte…

No te dejo explicar nada, jamás me miraste a mí como mujer. Yo para vos fui menos que esa chiruza. Treinta años esperando una palabra de amor tuya y ni siquiera fuiste capaz de hacer esto por mí. Y allí nomás le arrojó a la cara las ocho cartas que le había escrito a Zaira. Ahí las tenés, me las dio ella en su lecho de muerte pidiéndome que te las devolviera…

Saturnino, rojo como un tomate del Abasto, mirando los sobres prolijamente ataditos con un cordón de zapatos marrones, perplejo porque ninguno de ellos había sido abierto jamás, alcanzó a pronunciar en un hilo de voz cargado de una enorme tristeza:

Nunca las leyó, ahora entiendo por qué no me contestó ni una carta, por qué nunca me dirigió una palabra, por qué no me dio una señal…

Y cómo te iba a contestar, pedazo de mequetrefe, si la pobre era analfabeta.

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