lunes, 9 de marzo de 2009

Misteriosa Plaza Francia.

Llegó temprano, ansioso, con más que el tiempo suficiente para hacer el trámite en el mostrador de la aerolínea que lo va a llevar a ese congreso allá en Chicago. Feliz, presentó su pasaporte orgulloso de su nombre, Gabriel Ventura; Doctor, Gabriel Ventura. No en vano se pasó la vida estudiando y luego trabajando con el fin de lograr su sueño: ser el mejor cirujano cardiólogo. 
Luego de cumplir con el papeleo, subió a la sala de embarque satisfecho porque el primer paso ya estaba dado. Nunca tuvo la suerte de viajar tan lejos, pero esta vez, supo que el viaje al Congreso de Cardiología en Chicago era un premio a su esfuerzo de siempre. Sus colegas, alguno de ellos embarcados como él en este viaje, ya saben de sus cualidades como médico del corazón.

Se sentó en la sala de espera, saludó a los profesionales que allí se encontraban, ya duchos en esto de asistir a congresos importantes y esperó. Mientras pasaban los minutos, que para él eran eternos por su deseo de embarcar, no podía dejar de mirar de soslayo a una hermosa mujer sentada a su lado. Se sintió tan cautivado por la suave blancura de su piel que, por un momento, olvidó el por qué estaba allí.
Una voz por altoparlante anunció el embarque por la puerta 4 y fue repentino e inoportuno lo que ocurrió; la mujer se desplomó en sus rodillas como fulminada. Se quedó duro un par de segundos mirándola recostada en su regazo, pero casi inmediatamente su instinto de médico lo hizo reaccionar; la acostó en el piso al darse cuenta de que el corazón de la bella joven latía muy lentamente, comenzó a darle masajes en el pecho, respiración boca a boca.  Les pidió ayuda a sus colegas, pero éstos lo único que querían era sentarse pronto en ese avión.
-Por favor pidan una ambulancia, yo tengo que viajar... ¿Dónde está la guardia del aeropuerto? Imploró.
La mujer abrió los ojos y lo tomó de su mano muy fuerte, no lo iba a dejar ir, con él se sentía segura. La guardia del aeropuerto de Ezeiza no aparecía por ningún lado. No, no podía pasarle esto, no justo en este momento.
-Por Dios le pido que no me deje, me siento morir y con usted estoy a salvo, por favor...
Le dijo ella colgándose de su cuello; él comprendió entonces que ese era su trabajo.

-No, mamá, la acompañe hasta el hospital más cercano al aeropuerto, ¿qué podía hacer si no me soltaba la mano? Pero por suerte me cambiaron el pasaje para mañana al mediodía, así que ahora lo único que quiero es dormir... No te preocupes y sigue descansando, mañana si Dios quiere volaré.
No lograba conciliar el sueño. Pensaba: -"Ni siquiera le pregunté su nombre... Así nunca voy a conseguir novia... pero, qué estoy pensando... ya sé, mañana lo primero que hago es llamar al sanatorio, así me voy tranquilo de viaje". 
Al fin se durmió profundamente, y bien que lo necesitaba.
-¡Por qué no atienden ese teléfono! Vamos, quiero dormir, ¡Dioooos! Se molesta entre sueños por el insistente timbre del aparato que intenta despertarlo de repente.
-¡Hola...! -contesta enojado- Si soy yo el doctor Gabriel Ven... si ¿qué hora es? ¿Las seis y diez? ¿Pero qué pasa?
Se duchó, se cambió y salió rápidamente para la clínica de todos los días, esa en la que hace su trabajo de todos los días.
La niña había entrado a la madrugada, muy grave. Su corazón latía como pidiendo permiso para quedarse un poquito más; no se podía perder un minuto.
-Gabriel, tenés que operarla ya. -Le dijo el médico de guardia preocupado por el estado de la pequeña.
Miró su reloj y buscó una excusa que no era otra cosa que su realidad -Pero es paciente del Doctor Varela... además viajo al mediodía. 
-Gabriel... Varela a esta hora ya debe estar en Chicago.
Lo había olvidado -¡Ah! Si claro, pero mi avión sale a las... No hay caso, no puedo volar ni cien metros. -Se resignó finalmente.

La pequeña de diez años llamada Daniela, llegó a la clínica acompañada por sus abuelos. Su madre había muerto cuando ella tenía tres años. Daniela entró a la sala de operaciones a las nueve de la mañana y Gabriel se preparaba para hacer lo mismo cuando una de las enfermeras se le acercó con los ojos llenos de lágrimas y le dijo algo que lo paralizó: el avión en el que debía haber viajado el día anterior a Chicago, se había estrellado antes de aterrizar. Nadie quedó con vida. 
Cuatro horas después todos comentaban el éxito de la operación, pero Gabriel, no podía dejar de pensar en que si hubiera estado en ese avión, hoy, quizá sería historia. Pensó con tristeza en los médicos muertos a los cuales conocía perfectamente, pero sobre todo en aquella hermosa mujer del aeropuerto que, sin querer, le había salvado la vida, o por lo menos evitó que subiera a ese avión. No perdió tiempo y salió para el hospital donde la había llevado el día anterior. No podía menos que agradecérselo aunque sólo hubiera sido una cosa del destino.
-¿Cómo que no saben quién era ni de dónde vino? La traje yo mismo... Por favor, fíjese bien en el registro de entrada, no lo puedo creer... Mire, era muy linda, morena, de ojos negr... Olvídelo. 
Volvió a su trabajo. El Congreso en Chicago ya no contaría con su presencia. Resignado, se quedó con la esperanza de que su suerte fuese otra más adelante.

-Mamá, ya sé que hoy no estoy de guardia pero tengo ganas de caminar por Plaza Francia, vos sabés cómo me gusta este lugar... Como algo por ahí y... sí, sé que voy poco a visitarte, perdoname, es mi culpa, si... también sé que Chacarita está cerca, pero el domingo que viene voy, te lo prometo ¿si?... No, no tengo que ver a una chica, ojalá fuera así pero ni tiempo tengo, si me la paso trabajando.
Malabaristas, tarotistas, músicos improvisados que recuerdan a la década del ochenta, estatuas vivientes que cierran los ojos para no pestañear, artesanos de otras épocas. Gardel que revivió y cientos de personas que se sienten turistas hasta que recuerdan que al otro día hay que trabajar. Todo en un pulmón de Buenos Aires que no se priva ni siquiera de un cementerio, como para que los vecinos de ese paquetísimo barrio de Recoleta no tengan que ir muy lejos a visitar a los que ya no están.
Y de pronto, unos ojos entre la multitud miran y sorprenden a Gabriel. Esos ojos negros que alguna vez le suplicaron ayuda.  Es ella, la hermosa mujer del aeropuerto. Quiere alcanzarla, está ahí cerca, "¿por qué hay tanta gente en esta plaza?"
-Permiso por favor, perdón, no quise empujarlo, pero ¿dónde está, adónde se fue?
Allí, allí está entrando al cementerio. Gabriel corre, cruza la arcada de la entrada y la ve parada frente a él esperándolo; hermosa, delgada y estilizada como siempre imaginó la belleza. Se acerca hasta casi tocarla. Él, que atiende los problemas del corazón ahora siente que el suyo está por detenerse. 
De pronto, alguien que le tironea la manga de su saco.
-Doctor Gabriel, doctor...
Se da vuelta muy molesto -¿Pero quién se atreve?
-Doctor, ¿no se acuerda de mí? Usted me operó hace cinco meses.
Si claro, es la niña de diez años, aquella que operó del corazón el día en que cayó el avión a Chicago, pero, ¿justo ahora?
-Sí te recuerdo, sos Daniela, pero lo siento, estoy por... -Se da vuelta rápido- ¿Adónde se fue?
-¿Mi mamá? - Le dice la niña- Se fue y yo ahora la voy a visitar. Vengo todos los domingos con mis abuelos. ¿Sabe, doctor, que usted es un ángel? Mi mamá siempre me lo dice.
Se queda perplejo mirándola alejarse hacia el interior del cementerio con sus abuelos. Se la veía tan saludable, después de todo él la había operado y eso lo hace muy bien.

Siempre lo maravillaron los que lanzan fuego por la boca. ¿Cómo harán para soportar el gusto del combustible en el paladar? ¡Qué misterio! ¿No? ¡Qué misteriosa es esta plaza! Será por eso que a Gabriel le gusta tanto pasar las tardes de domingo en ella.
¡Otra vez le tiran de la manga del saco! Esta vez quiere explicaciones y vuelve sobre sus talones ofuscado.
-Daniela quiero saber... pero ¡Doctor Varela, por Dios! Si usted viajaba en aquel avión a Chicago... ¿Está bien?
-Gabriel, mañana mi esposa tiene que ser operada del corazón, si no sus posibilidades de vivir son escasas. Le dice el Doctor Varela casi desesperado.
-Está bien, está bien, tranquilícese, mañana mismo arreglaré todo, hablaré con el Doctor...
-¡Usted la va a operar! Por favor, sálvela. Le suplicó Varela y se fue hasta perderse entre la gente, así, misteriosamente como había aparecido.
Demasiado para un día. Le pasaron cosas increíbles. Hasta lo llamaron ángel. Sí, demasiado para un día. Mejor ir a casa a dormir y con la ventana abierta para que entre aire fresco.

¡Otra vez lo toman del brazo y lo sacuden! ¿Pero qué pasa?
-Doctor, teléfono, es de la Clínica, muy urgente.
Es la mucama que lo despierta, ya es lunes y hay que empezar a trabajar.
-Irene, me quedé dormido, pero ¿cómo entró? No escuché el timbre de la puerta. Le dice a su mucama sentándose en la cama.
-Por la ventana doctor, si la dejó abierta. Le contesta ella, naturalmente.
-Sí, tiene razón... ¡Hola! Sí, habla el Doctor Ventura. Ah, ya llegó la señora Varela.  No, no me explique nada, en unos minutos salgo para allá.  Hasta luego.
-Doctor, creo que le están creciendo las alas. Le dice su mucama.
-En serio, Irene, no me diga. Parece sorprenderse Gabriel.
-Sí, mire esta pluma que está en la almohada, es más grande que las otras que se le cayeron.
-Es verdad, ¿usted cree que pronto podré volar?
-Sí, doctor, ya lo creo y muy pronto.
-¿Sabe, Irene, que el próximo congreso es en Bruselas dentro de tres meses? En una de esas... usted piensa qué...
-Seguro que sí, doctor. Mire, ¿qué quiere que le diga? Yo no confío en los aviones.

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