martes, 3 de marzo de 2009

Días de gloria.

Amo el fútbol desde que tuve una pelota de goma a mis pies allá en mi casa del campo. Con los chicos del barrio lo jugábamos casi todos los días; en realidad lo que hacíamos era jugar a la pelota, al fútbol lo hacían los grandes. 
Teníamos un rival al que enfrentábamos los domingos; un clásico: el barrio "El Zorzal". Mi barrio no tuvo jamás nombre, ni colores, ni camiseta pero el desafío dominguero existía siempre. Eramos siempre visitantes porque ellos tenían una cancha bien hecha, con arcos de verdad, no como la nuestra que para hacer los arcos poníamos un pullover en cada lado. Hacia allí íbamos con toda nuestra ilusión de ganar, aunque la mayoría de esas tardes volvíamos derrotados. Los pibes de "El Zorzal" tenían un par de jugadores con un nivel que nosotros no alcanzábamos; lo admito con tristeza.
Un domingo de diciembre, con el sol del verano quemándonos la piel, fuimos a cumplir con nuestro desafío eterno. Al otro día yo viajaba con mis padres a Rosario, la ciudad en la que nací, para pasar las fiestas navideñas y el resto de mis vacaciones. Mamá, había empacado toda mi ropa limpia y mis zapatillas impecables que no me dejó usar para jugar el partido. Tuve que calzarme unos gastados y viejos zapatos marrones que podían poner en peligro las piernas de nuestros rivales de siempre, pero confiaron en mi, sabían que yo jugaba limpio y jamás pegaba patadas: "si fuera otro el de los zapatos no lo dejábamos jugar" me dijeron. Grave error. 
Yo, que era un jugador con muy poca habilidad, eso también lo admito con tristeza, ese domingo de verano la rompí, la descosí, la dejé chiquita como una naranja. Asombré a mis compañeros y a mis rivales. Con mis zapatos marrones le pegaba con todo a la número 5, y la redonda salía disparada hacia el arco contrario como un cohete teledirigido (en esa época no se hablaba de misiles). 
"El gordo ballena", así le decíamos al arquero de ellos por lo grandote, se atajó todo como siempre lo hacía; me tapó goles casi hechos, pero esta vez, quiero creer que por mis mágicos zapatos, no evitó que le metiera dos golazos. 5 a 2 ganamos esa tarde y como siempre que ganábamos y por las pocas veces que podíamos hacerlo, volvimos a nuestro barrio sin nombre cantando y abrazados por la alegría. Fue el mejor partido que jugué en mi amada niñez.
Le conté entusiasmado a mi padre de mi hazaña, a mis tíos al otro día en Rosario y a mis amigos del barrio Alberdi, allí en mi ciudad natal. Esa tarde de domingo fue un día de gloria para mi.

Años más tarde, cuando ya rondaba los 31 o 32 abriles, trabajaba en la agencia David Ratto como Director de Arte. Jugábamos al fútbol (ya no a la pelota porque era grande) de vez en cuando y a la noche en los bosques de Palermo con mis compañeros de la agencia; entre nosotros, sólo para correr un poco. Un día alguien vino con un desafío que aceptamos. Había que jugar en la cancha de Barracas Central un partido nocturno contra un equipo que ni conocíamos. Armamos el nuestro de 11 jugadores con un par de suplentes, decidimos de que jugaba cada uno y a mi me preguntaron: "¿Te animás a ir al arco?" "Si, claro" dije yo muy confiado y hacia allá fuimos. Cuando salimos a la cancha y vi el arco de siete metros de ancho por tres de alto me dije: "Qué puedo hacer yo acá con mi metro sesenta y nueve... me van a llenar de goles".
Estaba nervioso, dudaba de mi mismo, pero cuando a la primera pelota que llegó a mi área la descolgué saltando entre varios, me tranquilizé. Ni les cuento como me sentí a partir de allí: invencible. Ellos jugaban bien, eran más jóvenes, nos dominaban y siempre atacaban. Me empezaron a patear de todos lados pero siempre me quedaba con la pelota. Me tiraba a los pies de los delanteros y la pelota era mia. Me quemaban el pecho con disparos que dolían pero no me vencían. Empecé a sentir que me miraban con odio, no lo podían creer, hasta que "Caco" Infantino, mi coequiper en la agencia, bajó a uno de ellos en el área. Penal. "Estoy liquidado" les dije a mis defensores.
Una de las cosas que siempre he pensado cuando veo fútbol, es que los arqueros en los penales, deberían quedase parados y no elegir una punta y tirarse, porque muchas veces el ejecutor patea fuerte y al medio. Total, recibir un gol en un penal no es culpa del que ataja.
Cuando el ejecutor tomó carrera me moví un poco a mi derecha y luego a mi izquierda y no me arrojé. Me quedé con la pelota embolsada contra mi pecho. Ni un centímetro me movió, ni siquiera un pelo y eso que antes tenía mucho. Las tribunas de Barracas Central estallaron en una ovación, se vinieron abajo, fue un alarido; claro que en mi imaginación... no había un alma en las pequeñas tribunitas a oscuras del club. Sólo gritaron mis diez compañeros y los dos que estaban en el banco. Se fue el primer tiempo con un 0 a 0 que no estaba en los planes de nadie, o por lo menos en los de ellos.
Al iniciarse el partido fue igual: un monólogo de ellos llegando con furia  a mi arco. Yo atajando todo. Cada vez que los veía venir me decía: "Dios, ahí vienen otra vez." Y de pronto un milagro. En uno de nuestros pocos ataques, "El Chino Curioni" recibe un centro de la izquierda, la toca a la derecha del arquero y ¡Goooollll! ¡Íbamos ganando! ¡Impensado! "Ahora sí que de aquí no salimos vivos" me dije. 
Se pusieron como locos, para ellos ganarnos ya era una cuestión de estado y se convirtieron en imparables. Me pateaban desde dónde sea, esos sí que eran misiles, hasta que un tiro bajo a mi derecha me venció. 1 a 1.
Yo dije: "si aguantamos el empate para nosotros es un triunfo, ¡por favor no dejen que me pateen más!" Juro que los chicos hicieron lo que podían, defendían mi arco como leones, pero no había caso, ellos siguieron atacando con tal odio que todavía tengo grabada sus caras furiosas en mi mente. Un cabezazo arriba, a mi izquierda y que alcancé a manotear, se metió en el ángulo. Estoy seguro que si hubiera medido dos o tres centímetros más de altura la sacaba por encima del travesaño. Me gritaron el gol en la cara con toda la bronca, como años después lo hizo Maradona a la cámara en el mundial del 94.
Perdimos 2 a 1, y a pesar de lo que ellos festejaron el triunfo como si hubieran ganado una final, mi satisfacción fue que camino al vestuario, todos nuestros rivales de esa noche y que me vapulearon a más no poder, me felicitaron, me palmearon, me dieron la mano y me dijeron que si no fuera por mi, nos hacían diez goles y era verdad. Fue mi noche de gloria. 

Hoy nadie me quita lo bailado y puedo decir con orgullo que yo también logré el sueño del pibe. Fui dos veces campeón del mundo.



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