viernes, 6 de febrero de 2009

No debí crecer.

Hoy, cuando mi piel ya no está tensa y mis ojos parecen ser tristes; con mi pelo que dejó de ser abundante y perdió ese color negro que fue mi orgullo, más este cuerpo que a veces duele y no por causa de golpes ni raspones, caigo en la cuenta de que alguna vez fuí un niño.
Fue ayer si es que el tiempo transcurrido no existe, aunque me haya deteriorado sin piedad. Ocurrió cuando las distancias eran largas y la Luna inalcanzable. En un mundo hecho por artesanos con manos mágicas. Pensado por mentes con información llegada a través de ojos y oídos sensibles a la luz, el frío, el calor y el ruido de la naturaleza. Pasó en un lugar lejano y perdido en una galaxia infinita. 

La casa en la que vivía estaba en un pueblo con mucho campo alrededor; con vecinos cercanos que tenían hijos de mi misma edad, como si todos hubiéramos salido de la tierra al mismo tiempo para crecer juntos. Muy lejos quedaba mi mundo único, nostálgico e insustituíble. Recuerdo que en los días de lluvia, me gustaba mirar a través de una ventana chiquita de la casa, como pegaba el agua limpia y clara que caía del cielo en las plantas del jardín. Las gotitas se deslizaban por las hojas verdes y parecían diamantitos pequeños que eran de un valor incalculable para mi. Todo brillaba en destellos plateados. Esa imagen y el sonido de la lluvia quedaron grabados para siempre en mi mente. El silencio del campo en esos días, con los pájaros refugiados en sus nidos, hacía que el tamborileo del agua en la naturaleza que me rodeaba junto al croar de las ranas y sapos, se convirtiera en un canto de sirenas que cautivaban a este niño con sueños lejanos.
La lluvia un domingo era la mejor excusa para que mi padre preparara un bizcuchuelo, porque decía, salía más rico si todos estábamos en casa. No había juegos en la calle o en el campo, sólo mirar por esa ventana saboreando el mejor trozo de torta con dulce de leche que probé en mi vida. Porque lo fue. Y ni hablar del arroz con leche que hacía mi madre; jamás volví a comer uno igual. Como también la natilla, receta de su madre española, mi abuela que no conocí; llegué a este mundo después que ella se fue. El sabor de esos manjares dulces tan ricos y su aroma, también quedaron impregnados en mis sentidos.
La lluvia con su carga de nostalgia me llevaban a la lectura de las mejores historietas que pudieran existir. Las que llamaba: "Revistas mexicanas". Sí, por ese nombre las conocía y quizá lo eran. Tarzán, El Llanero Solitario, Súperman, Jim de la selva, La pequeña Lulú o Toby. Cualquiera de estas y muchas otras me transportaban a lugares desconocidos que no eran otros que el entorno de mi habitación. Las historias que leía me convertían en un nuevo héroe: el muchachito bueno que salvaría al mundo.
Nada impedía que fuera a la escuela. Con mis botas hasta las rodillas caminaba las quince cuadras de calles de barro muy temprano en la mañana, chapoteando en el agua que quedaba en los surcos dibujados por los neumáticos de los pocos autos que circulaban. Simplemente maravilloso. Los crudos inviernos no me detenían. Me encantaba romper el hielo que se formaba en las zanjas y acequias. Todo camino a la escuela para llegar mojado y helado, suficiente para que me saliesen en las manos, orejas y pies, los terribles sabañones que picaban y dolían como mil demonios; a veces me pregunto si existen ahora los sabañones. Jamás mi madre se enojaba cuando volvía a casa empapado y embarrado hasta el pelo. No recuerdo un reto de mamá. Ella sabía que no necesitaba del rigor para encaminarme en la vida, ni tampoco a mis hermanas. Ahora, en su morada en el cielo, sabe cuanto se lo agradezco.
La vuelta de la escuela no dejaba de tener su premio y encanto: Rubiecita, con delantal blanco inmaculado, flequillo y coleta con un gran moño, recuerdo a mi primer amor. La cruzaba cuando volvía a casa al mediodía y ella iba a clase a la tarde. Sólo la miraba y se detenía mi corazón. Tiempo después, cuando yo tenía 18 años y ella 15, nos volvimos a cruzar en la vida y le confesé mi amor de niño. Selló mis palabras con un beso en mis labios para convertirse en mi primera novia. Jamás la olvidé. 

La televisión que en esa época era en blanco y negro y daba sus primeros pasos en el país, era un lujo que mi padre no nos podía dar, pero sí el aparato de radio infaltable en cada hogar. Esa radio que me enseñó a volar con mi imaginación y a creer que lo que escuchaba realmente sucedía. Todas las tardes "Tarzán" llenaba la casa de este niño con aventuras increíbles. En una de esas tardes de leche chocolatada y tostadas con manteca, Tarzanito, así se llamaba el hijo de Tarzán en la radio, fue atacado por una araña enorme, entonces, el niño de la selva llamó desesperado a su padre para que lo salvara. Tarzán, que no lo escuchaba ante mi angustia, seguía su camino como si nada. Me asusté tanto que le pregunté a mi madre cómo era de grande ese bicho abominable; "Como una casa" me aseguró. Imaginen mi asombro y terror ante semejante monstruo. Por suerte, Tarzán salvó a su hijo y en mi sueño de niño veía al hombre mono, con sólo su puñal, luchando cuerpo a cuerpo con ese monstruo gigante. El auspiciante del programa era Toddy; ese polvo chocolatado para mezclar con leche que nunca faltaba en casa. Seguramente me ayudaría a crecer y ser tan fuerte como el Rey de la selva.
Otros de mis héroes de la radio fue: "Sandokán, el Tigre de la Malasia". Veía ante mis ojos, sentado al lado de ese aparato de sonido, los combates de galeón a galeón y a este hombre increíble e invencible gritar a viva voz: ¡Al abordaje! Sin perder tiempo, saltaba de mi silla, desenvainaba mi espada invisible y defendía mi casa de los malvados piratas que nos asolaban.
Mis padres, escuchaban todas las noches un programa en vivo con orquestas típicas de tango que se titulaba: "El Glostora Tango Club". Hoy me gusta el tango por eso, porque quedaron en mi memoria pedazos de letras de esa música arrabalera; la mejor del mundo sin lugar a dudas. Glostora era un fijador para el pelo con el que mamá me peinaba haciéndome un jopo que cautivó a más de una niñita en el colegio. Siempre creí que también una maestra se llegó a enamorar de mi; lo juro. 
Por la radio nos enterábamos de lo que pasaba en el resto del mundo, ese que para mi quedaba muy lejos. Una noche, un locutor con evidente emoción, dijo: "La Señora Eva Perón, guía espiritual de los humildes, a pasado a la inmortalidad". Lloró mi madre con la muerte de Evita, como también se asustó mucho cuando en el año 1955, anunciaban el ataque de los aviones de la marina a la Plaza de Mayo con el fin de derrocar al entonces Presidente Perón. Decenas de muertos inocentes, esa fatídica tarde, quedaron diseminados por la plaza. Mi padre, que trabajaba en el centro de la ciudad tardaba en regresar por el caos que se vivía ese día. Mamá, parada al portón de entrada de la casa esperaba ansiosa y temerosa a que papá apareciera camino de la estación de trenes. Por fin lo hizo y fue un alivio para todos.
¡Los partidos de fútbol los domingos! Veía a River, del que soy hincha desde siempre, a través de la radio. Cada jugada la practicaría después en el campo en esos partidos que jugábamos con los chicos del barrio sin tiempos y hasta que las piernas no dieran más. Mi madre, por supuesto, no se perdía los radioteatros con galanes de voz penetrante con un sólo fin: enamorar a sus partenaire y a todas las damas radio-escuchas. Mi padre se reía de esos galanes sin rostro mientras mamá moría por ellos.
La radio fue junto con los comics lo que necesité para abrir mi mente e imaginar historias que hoy llevo al papel. Me enseñaron a pensar en otros mundos, en otras vidas. A soñar despierto.

Cuando llegaba el verano y comenzaban las vacaciones mis padres nos llevaban a Rosario, la ciudad en la que nací, a mi hermana y a mi a pasar una larga temporada con mis tíos hasta que comenzaran nuevamente las clases en el colegio. Mi tía, hermana de mamá, y su esposo, tuvieron a su único hijo ya muy mayores, por eso, en esos largos veranos con ellos nos cuidaban como si fueramos sus hijos.
Vivían en un barrio de calles de tierra donde circulaban muy pocos autos, por eso, con los chicos vecinos armados con ramas que arrancábamos de los árboles, cazabamos mariposas que de a cientos cruzaban toda la calle de cuadra en cuadra. Jamás vi algo así en ningún otro lado. Eramos muy crueles porque los pobres insectos con alas tan hermosas, después de recibir nuestros ramazos ya no podían volver a volar. 
En Rosario, era una costumbre dormir la siesta; todos lo hacían, pero jamás pude acostumbrarme a eso. Mi tía me obligaba a acostarme y mientras la escuchaba a ella dormir plácidamente, comenzaba a contar muy despacito mientras el tiempo pasaba. Siempre que llegaba a 600 ella se levantaba, entonces como un resorte saltaba de la cama y corría nuevamente a la calle para jugar con los chicos que salían de sus casas somnolientos por la siesta. Con ellos, no faltaban los partidos a la pelota ni las tardes en bicicleta aventurándonos bien lejos del barrio, hasta la costanera del rio Paraná. 
Mi tío era pintor de casas y siempre tenía mucho trabajo así que durante el día no estaba nunca. A veces, me llevaba con él a las obras, pero a mi no me gustaba porque tenía que ayudarlo en su labor, como por ejemplo: lijar una puerta, cargar los baldes de pintura o simplemente cortar el pasto. La promesa era que los dueños de la casa que estaba pintando me iban a pagar, aunque no recuerdo haber cobrado ni un peso alguna vez.
Mi tía era profesora de piano y daba clases en su casa; a toda costa me quería enseñar a tocarlo. Ella decía que yo tenía buen oído para la música, pero nunca quise ni rozar una tecla porque todos sus alumnos en realidad eran niñas y, por eso, mi creencia era que el piano sólo lo tocaban las mujeres. Hoy me arrepiento de no haberlo aprendido. Tuve a la mejor maestra y no la aproveché.
Mi abuelo, el padre de mamá y mi tía vivia con ellos en una casita que mi tío construyó arriba de su casa, en la terraza. En las noches, dormia con él en esa casita y, cuando el calor agobiaba porque los veranos eran muy calurosos, sacábamos los colchones a la terraza y dormíamos allí a la interperie. La frescura de la noche y el cielo estrellado era un paraíso para mi. La Vía Láctea con sus millones de lucesitas que titilaban se convertían en un espectáculo grandioso. Me quedaba hasta que el sueño me vencía mirando las estrellas que se iban moviendo como si estuvieran actuando en mi honor. A veces una estrella fugaz me obligaba a pedir un deseo rápido; hoy, estoy seguro de que muchas de las cosas más lindas que me pasaron en la vida ocurrieron gracias a mis pedidos en esas noches sin Luna.
Con mi abuelo tomábamos los domingos a la tarde el tranvía que nos llevaba al centro de Rosario. Resultaba para mi un programón por el helado grande que iba a degustar; por la matiné del cine Heraldo en el que sólo daban dibujos animados de Tom y Jerry, Mickey Mousse, Los tres chanchitos o el Pájaro Loco, para terminar comprándome las revistas mexicanas que tanto me entretenían. Tuve la suerte de disfrutar mucho de mi abuelo materno; un español que llegó un día muy joven en un barco a este país que lo adoptó y, hoy, cuando él ya hace mucho tiempo que me dejó, me apena que jamás haya podido volver a su tierra, allá en Extremadura. 
En esos veranos en Rosario siempre íbamos diez días a las sierras de Córdoba con mis tíos y el abuelo. A una hostería en el medio de la nada. Pura naturaleza era el lugar, para que con mi hermana disfrutáramos de los árboles, el río y las sierras cercanas. El agua del río era tan fresca y cristalina que la bebíamos usando nuestras manos como recipiente. Las sierras se convertían en un desafío a vencer. Había que llegar a lo más alto para luego regresar cansados y hambrientos a la hostería y en la cena dejar el plato más limpio que antes de que sirvieran la comida.
Cuando regresaba a mi casa en el campo después de esas vacaciones, a veces extrañaba tanto a mis tíos que me escondía en algún lugar de la casa a llorar en silencio. Ellos se fueron de este mundo casi uno detrás del otro. Cuando a mi me toque, será para ayudar a mi tío a lijar las puertas del cielo que seguramente estará pintando y para que mi tía me enseñe, esta vez, a tocar el piano.

 La Navidad como la recuerdo de niño fue única, y siempre he sentido que nunca más la volví a vivir como en esa época; con mis padres, mi hermana, mis tíos y mi abuelo. El árbol, adornado con bolas multicolores y velas encendidas, los regalos que nunca faltaban, las reuniones familiares allá en Rosario o en mi casa del campo y los asados que hacía mi tío o papá. Una vez, la llamita de una de las velas encendió las ramas de papel verde del árbol y comenzó a incendiarse. Mi padre y mi tio armados con sifones lograron apagarlo como improvisados bomberos, mientras, con mi hermana nos reíamos de la situación que para nosotros era graciosa y para ellos casi una tragedia. De niño, todos parecían felices en esa fecha, porque así lo percibía con mi inocencia. Hoy, de adulto, sé que las navidades vienen siempre con una carga de emoción por los que ya no están. Allá en mi mundo lejano quedó mi asombro por los fuegos en el cielo, los juegos en el campo hasta la noche muy tarde con los chicos del barrio, porque todos teníamos permiso para ir a dormir de madrugada. Las nueces, castañas, turrones y el pan dulce. La felicidad de ver a todos alegres y con nuevas esperanzas por el año nuevo que llegaba. Como hoy, pero sé que distinto; mejor.

En las fechas patrias, el menú, como también lo es hoy, era de empanadas y pastelitos que hacía mi padre. Pero antes del almuerzo todos los chicos ibamos a la escuela para el acto festivo. Ahora en las escuelas, el acto se hace el día anterior. Con mi guardapolvo blanco impecable, mi enorme escarapela y los zapatos que brillaban por el lustre, salía de casa con ese jopo cautivador que me hacía mamá. Formábamos con orgullo y cantábamos el himno a viva voz. La Directora daba un discurso alusivo a ese importante día para terminar con actos representados por los alumnos. Los niños en el escenario dirían lo que supuestamente habrían dicho nuestros próceres de la patria. Cuando volvía a casa ya estaban listas las ricas empanadas, los pastelitos dulces y la mesa puesta con el mantel de hule y las servilletas que jamás fueron de papel.
A la tarde, el partido de fútbol contra otro barrio. Como un clásico. La pelota de goma endiablada saltando a más no poder por el campo, y todos detrás; sin tácticas ni director técnico que nos dijera como jugar. Como si supieran más que nosotros, ¡por favor! Los habilidosos a tratarla como a una novia, los pataduras a patearla al campo de enfrente. Y el gol, el momento cumbre que nos llevaba a la pila humana con el goleador ahogándose debajo de todos. Hasta Dios gritaba ese gol allá arriba, estoy seguro de que lo escuché más de una vez. Él era hincha mio. Todos los domingos jugábamos esos partidos y si ganábamos volvíamos a casa con los chicos sintiéndonos invencibles hasta el domingo siguiente. Siempre había sangre en alguna rodilla, en los codos o en la frente por los rozes y golpes del partido. Era el único trofeo que podíamos obtener, por eso no recuerdo haber sentido dolor alguna vez por esa piel lastimada y bañada de alcohol por mi madre.
Cuando el sol quemaba, todos y cada uno con su bicicleta, pedaleábamos hasta una laguna artificial que se formaba por el agua de la lluvia en un lugar alejado y solitario. Nos zambulliamos y nadábamos sin guardavida ni nadie que vigile nuestra osadía. Si mi madre hubiese visto dónde nos metíamos para aliviar el calor, le habría dado un ataque de pánico. 
Los sábados a la tarde, daban cine en un club social al que íbamos con mi hermana a ver películas de vaqueros e indios. Tan viejas eran que hoy estoy seguro de que algunos de los actores realmente participaron de la conquista del oeste. Cine improvisado, con una sábana blanca de pantalla y por apenas unas monedas a sentarse donde se podía; en el suelo o con suerte en alguna silla robada al buffet del club. 
No hubo árbol al que no pudiera trepar. A todos los vencí aunque alguno se haya empeñado en hacerme caer como a un domador de caballos. Mi espalda no se quebró, resistió cada golpe sufrido en mi empeño. Como cada caída de la bicicleta que me llevaba allá lejos de mi casa, a conocer otros mundos, con indios que me perseguían por intentar invadir sus tierras. Mi revólver a la cintura como un cowboy jamás quedaba en casa, se convertía en mi mejor defensa; con balas inexistentes que impactaban en pechos de niños que como yo, querían ser el mejor sheriff del condado.

En el fondo de casa, mi padre cultivaba tomates, lechuga, zapallitos y alguna hortaliza más. En un pequeño lugar preparaba su huerta, dejando un espacio para unos pocos pollos y patos que, a pesar del cariño que con mi hermana sentíamos por ellos, terminaban en nuestra mesa cocinados con papas o arroz. La ajustada economía hogareña requería de ese sacrificio. 
Me gustaba dibujar todo lo que veía; soñar que un día esas historietas mexicanas que tanto me apasionaban las iba a hacer yo mismo. En blocks con hojas en blanco que papá me traía de su trabajo, copiaba a los héroes de los comics, las plantas y animales del campo. Siempre alguna vaca o un caballo pastaba enfrente de casa, suficiente para que un lápiz guiado por mi mano derecha dejara impreso en el papel lo que la naturaleza me presentaba como modelo vivo. Una vez, dibujé un caballo con cinco patas. Pasó a ser una anécdota graciosa de la familía que a mi me llevó mucho tiempo comprender y que en este relato no explicaré. 
Nunca faltó en casa un perro de raza bien callejera; todos los que tuvimos se ensañaban con los autos que pasaban por la calle persiguiéndolos con sus ladridos un par de cuadras; luego volvían calmados pero arrogantes. Gatos mimosos con mi hermana y conmigo; canarios y jilgueros en sus jaulas cantando todo el día; hasta una paloma tuvimos una vez. Mi padre le construyó una casita de madera, la colocó arriba de un palo clavado en la tierra y allí vivió hasta que un día se fue volando quién sabe adónde y jamás regresó. 
La naturaleza me impregnó de su sabiduría, me dio salud, me enseño a respirar el aire más puro. Hoy, cuando ya peino mis canas, doy fe de ello.

Mi casa en el campo fue mágica, un cuento de hadas, pero real, muy real. Un hecho que ocurrió allí lo prueba. Créanlo o no: Una noche, me desperté sorprendido y asustado por algo que percibí en la oscuridad. Tendría unos seis años de edad. Con mis ojos bien abiertos por el susto, vi a un pequeño ser que me miraba desde un par de metros. Esa figura muy chiquita que estaba parada frente a mi era blanca, con una barba muy blanca y larga, una túnica hasta el piso y un bonete como el de las ilustraciones de las hadas, también blancos. Su mirada era dulce y bondadosa y todo él irradiaba una intensa luz. Por supuesto que me asusté y llamé a mi mamá casi con desesperación. Al hacerlo, este duende para mi, se escondió rápidamente detrás de una silla y su luz se apagó. Nunca más lo volví a ver. Mi madre que enseguida acudió a mi cuarto por mi llamado, me explicó con su enorme sabiduría que no tuviera miedo de alguien que sólo había querido jugar conmigo. Y ya no lo tuve; hasta el día de hoy no pierdo las esperanzas de volver a verlo. Dicen que los niños cuando son muy pequeños, pueden ver lo que de grandes no podemos por creer que esas son cosas de chicos, o de la imaginación de los cuenta-cuentos de niños. Creo de otros mundos en este mundo porque lo vi. Creo en las hadas y en los ángeles, en la gente que tiene ángel en su mirada y en su corazón. Ese duende me enseñó a percibir lo que otros no ven.

Luego, un día, cuando ya tenía casi once años, llegó mi hermana menor. Una bebé que llenó la casa de llantos, mimos, pañales de tela y celos. Entonces empecé a crecer, a sentir que tenía otra responsabilidad. El colegio secundario me convirtió en un adolescente sin juegos en el campo, con otros amigos lejanos y en un mundo desconocido hasta ese momento para mi. Me cambió la vida pero no borró mis recuerdos de absoluta libertad, de auténtica felicidad.

Mis hijos, ya grandes, no tuvieron mi suerte de rodillas lastimadas, codos con raspones y piel bronceada todo el año por el sol que era de verdad, con capa de ozono y qué se yo cuanta denominación científica de hoy en día. Con inviernos que eran inviernos y veranos abrasadores de verdad. No tuvieron la suerte de tener el pelo sucio de tierra, baños sólo los sábados, duendes llenos de luz e historietas con héroes que fueron los padres de símiles japoneses con más efectos especiales que imaginación. Toda esa suerte, egoísta por cierto, fue mía. 
Voy a volver allí a mi casa en el campo. Con mis hermanas y mis padres, arroz con leche y empanadas. Habrá una máquina del tiempo que me regresará hacía atrás. Al lugar del que nunca debí irme, pero lo hice porque no me atreví a quedarme. Juro que no volveré a crecer.
Sólo necesito mi bicicleta, mi pelota de goma, mi revólver de lata, mis revistas mexicanas y mi imaginación que es la nave espacial que me llevará en el tiempo hasta ese lugar que nunca jamás dejó de ser mío. 

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