martes, 17 de febrero de 2009

La distancia no es el olvido.

Este planeta en el que vivimos llamado Tierra, es cada vez más pequeño. Cuando las distancias eran mayores y difíciles de transitar, cuando las noticias tardaban meses o años en llegar o no llegaban nunca, cuando los hombres envejecían en los caminos y morían lejos de sus orígenes, esta, nuestra casa en el espacio, era enorme.
Pero, el amor siempre tuvo la misma dimensión. La separación de dos personas que se aman, por las guerras, o por ir a la conquista de otros continentes, o al descubrimiento de otras culturas, jamás se hizo sin sacrificar la unión de los amantes.
Los hombres partían sin saber si volverían. Los que lograban regresar lo hacían con más arrugas en su rostro, con el cabello plateado, con tantas cicatrices como historias vividas y, con un dolor en el alma que no podía ser explicado. 
Cuento, por eso, una pequeña historia de amor que seguramente sucedió alguna vez:

Rodrigo e Isabel, eran muy jóvenes cuando él se embarcó allá por el siglo XVI, en algún lugar de la península ibérica, rumbo a las Indias. Se despidió de su amada, casi una niña, con promesas de oro y plata a su vuelta, y partió con su sueño de juventud. 
Rodrigo recorrió las Américas desde Michoacán, Guatemala, El Cuzco, hasta llegar al Río de la Plata. Luchó contra Aztecas, Incas, Araucanos y con todo aquél que se atreviera a enfrentarlo. Vio como españoles como él terminaban sus historias de amor atravezados por una lanza. Lo hirieron mil veces y hasta perdió un ojo. Tuvo a su paso por el continente, decenas de mujeres: indias y mestizas; con ellas llenó de hijos la nueva tierra, hijos que jamás reconoció. Fue rico, fue pobre. Se volvió un anciano. Un día, ya cansado, con las pocas onzas de oro que le quedaban, compró su vuelta a España y regresó. 
Su pueblo era distinto, irreconocible y con otra gente. Pero él, con dificultad al caminar y encorvado por el peso de lo vivido, reconoció el camino a casa.
La vio salir de allí, tan anciana, lenta en su andar ayudándose con un palo como bastón y de luto su ropa. Pasó a su lado, lo miró de soslayo y siguió su camino. La dejó ir sin decirle una palabra. Entró a la casa descubriendo que nada había cambiado; se acercó a el catre de siempre, se acostó en el colchón de paja seca crujiente y soñó con los ojos abiertos: Isabel, corría hacia él con sus mejillas rosadas de juventud, su cabello negro azabache lleno de bucles al viento, su piel blanca de porcelana, y sus brazos abiertos para estrecharlo infinitamente. Rodrigo, cerró los ojos y murió.
Ella, llegó al muelle, se sentó en un desvencijado banco de madera, miró el mar hasta donde daban sus ojos. Las velas al viento del barco que había partido hacía más de sesenta años, aparecieron en el horizonte. Y allí estaba: Rodrigo, fuerte y gallardo como había partido aquella vez, con sus manos llenas de oro que resplandecían al sol, ofreciéndoselo a su amada tal cual lo había prometido. Isabel, entonces, se recostó en el banco de madera, cerró los ojos, y murió.



2 comentarios:

  1. Ricardo,hermoso relato dibujado a través de los años y los continentes.

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  2. Me emocionó mucho!!!!
    Gracias Dick!!!!
    Besos.

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